4) Ansiedad y el ego
La primera etapa de terapia, como hemos dicho, es suprimir la ansiedad, es decir, minimizar su importancia. Aunque teóricamente podemos hacerlo en forma directa, quitándole importancia al problema y demostrando que las cosas no están tan mal como parecen, en la mayor parte de los casos esto es contraproducente. Cuando el problema se ha convertido en un caso de ansiedad, el individuo afectado ya está convencido de su extrema gravedad. Intentar discutir contra esta convicción puede resultar en que él o ella haga lo posible por demostrar cuán grave realmente es el problema.
El camino seguro es un rodeo, que reduce la magnitud del problema neutralizando al ego [1]. Aunque tiente pensar que la ansiedad es resultado de una baja autoestima, y que reducir el ego sería como añadir insulto a la injuria, esto está lejos de ser el caso. En realidad, la obsesión acerca de la ansiedad infla el ego. Nos hace centrarnos en nosotros mismos hasta tal punto que puede llegar a impedirnos la relación con los demás.
Más aún, el ego engendra un deseo egoísta, que a su vez conduce a más preocupaciones. Cuanto más grandes sentimos que somos, más nos parece que nos merecemos, y más nos sentiremos frustrados por la falta de lo que nos parece que debemos tener. El abismo entre lo que tenemos y lo que nos parece que debemos tener, o cómo es nuestra vida y cómo creemos que debe ser, nos atribula constantemente.
Este síndrome es adecuadamente ilustrado por la historia de «El hombre sabio y el hombre simple» [2] relatada por el afamado maestro jasídico del siglo XVIII, Rabí Najman de Breslav [3].
Habían dos amigos, uno simple y otro sabio. El hombre simple sacaba el mejor partido de su suerte, mientras que el sabio nunca estaba satisfecho con nada. Trabajando como orfebre produjo un anillo perfecto, pero sufría porque el comprador no era capaz de apreciarlo; en otra ocasión el cliente estaba contento, pero él sufría porque sabía que había un pequeñísimo defecto en su obra. Pasaba de profesión en profesión, adquiriendo altos niveles de sabiduría. Se hizo médico y después filósofo, pero nunca estaba contento. Su egocentrismo, que era el meollo de su descontento, eventualmente lo llevó a juzgar que todo el mundo carecía de valor y a cuestionarlo todo. Como resultado sufría constantemente.
Un día el hombre simple y el hombre sabio fueron convocados a una audiencia con el rey. El hombre simple fue feliz y logró una posición en la corte. El hombre sabio se negó a ir; a esa altura se había convencido que el rey no existía. Finalmente se encontró en el «pozo del diablo» y sólo por esta experiencia sumamente dolorosa se sometió a los esfuerzos del hombre simple por salvarlo mediante la fe y los milagros. Finalmente, se vio forzado a mirar al mundo nuevamente y a distinguir entre la realidad y sus propios pensamientos internos.
Como vemos en esta historia, el ego nos atrapa en una espiral de ansiedad que se perpetúa a sí misma y aumenta constantemente. Al crecer nuestro ego, crecen nuestros problemas, y al empeorar nuestros problemas nuestro ego crece en consecuencia. Para curar la psique tenemos que neutralizar al ego.
¿Cómo neutralizamos el ego? Aquí, nuevamente, hay un sistema directo y un sistema indirecto. El directo es comenzar contemplando nuestra pequeñez; el indirecto es comenzar contemplando la grandeza de Dios.
Una vez dos de los discípulos de Rabí Dovber de Mezritch, Rabí Elimelej de Lizhensk y Rabí Zushia de Anipol, le preguntaron si es preferible comenzar el proceso de perfeccionamiento personal contemplando la grandeza de Dios o la pequeñez del hombre. Rabí Dovber respondió que en generaciones anteriores era posible (y preferible) comenzar con la pequeñez del hombre, pero en nuestros tiempos es mejor comenzar con la grandeza de Dios
En otras palabras, el camino indirecto es nuevamente el preferible. Si comenzamos considerando nuestra pequeñez, podemos perfectamente convencernos de ella, pero entretanto seguiremos centrados en nosotros mismos. Ocuparse en forma exclusiva y persistente de nuestros defectos puede eventualmente deprimirnos y, como ya lo hemos dicho, esto sirve sólo para inflar el ego.
Una vez que comenzamos a contemplar la grandeza de Dios, podemos considerar nuestra pequeñez en el contexto de la grandeza divina y de esta forma ocuparnos del ego en forma indirecta. En cuanto nuestra conciencia de la Presencia de Dios trae consigo la conciencia de Su compasión, podremos evitar la sensación de rechazo y depresión que proviene de examinar nuestros defectos [4]. La importancia de ser conscientes de la compasión de Dios no puede ser exagerada. Podemos examinar nuestras deficiencias sólo en proporción a nuestra conciencia de la compasión de Dios.
Los sabios de la Cábala criticaban severamente la melancolía, pero no nos recomendaban ignorar nuestros defectos para evitar que nos sintiésemos mal al respecto. Nos animaban a ser constantemente conscientes de la infinita compasión de Dios y Su continua presencia junto a nosotros. De esta manera podemos enfrentarnos sin miedo y con seguridad a nuestros defectos, sin caer nunca en la desesperación.
Y cuanto más conscientes somos de la compasión de Dios, más objetivamente podemos enfrentarnos con nuestras deficiencias y cuanto más objetivamente nos enfrentamos con nuestras deficiencias, más conscientes somos de la compasión de Dios.
1- Este es un ejemplo de un «sendero largo y corto» (seguir un sendero aparentemente más largo que lo necesario para alcanzar el destino con el fin de penetrar en forma efectiva a través de todas las barreras en el camino a alcanzar el punto esencial e interno del objetivo). Ver Maljut Israel, vol. 1, pag. 65 en adelante.
2- La historia tal como es relatada aquí fue compendiada por Rabi Adin Steinsaltz en Beggars and Prayers (New York, Basic Books, 1979) pags. 113-147.
3- Rabí Najman de Breslav (1772-1810) era el bisnieto del Baal Shem Tov.
4- Ver Tania, cap. 26.
Rabino Itzjak Ginsburgh
Muy interesante todo este articulo sobre la ansiedad y el ego lo pondré en practica