Israel – Su D-s
«Oye, Israel. El Señor es nuestro Dios; el Señor es Uno» (Deuteronomio 6:4).
Estas palabras expresan la creencia de Israel en la existencia de un Dios único e indivisible, que creó el mundo y todo lo que existe en él. Separándose radicalmente del politeísmo y de la idolatría, Abraham, el Hebreo, fue el primero en dar expresión efectiva a esta religión monoteísta, convirtiéndose de este modo en el primer patriarca de los hebreos, o como fueron conocidos por las generaciones posteriores, israelitas o judíos.
Abraham no fue el primer ser humano que adquirió el conocimiento de esta verdad espiritual. Incluso la Torá menciona que Janoj y Noé, que precedieron a Abraham, fueron hombres justos que «iban con Dios». También ellos creyeron en la existencia de un Ser espiritual superior, único Y supremo; lo veneraron y vivieron de acuerdo a Sus deseos. Debieron haber existido otros hombres que también le reconocieron. Maimónides supone que en una edad temprana, los hombres conocieron al Dios Unico y verdadero, pero que perdieron su conocimiento y la fe. Es probable que investigadores de la historia descubran pruebas de que existieron anteriormente otros hombres que expresaron iguales creencias y percibieron la misma fe. Pero Abraham es considerado el fundador de la primera religión monoteísta del mundo, porque a diferencia del monoteísmo de los anteriores, que fue como un oasis en un desierto espiritual, oasis que se secó y se extinguió con su muerte, Abraham se dedicó a la propagación de su fe. Logró transmitirla a su hijo Isaac; éste, a su vez, la legó a su hijo Jacob (Israel) y éste a sus doce hijos, jefes de las tribus de Israel y desde allí pasó al curso de la historia de Israel y se incorporó al torrente de la historia de toda la humanidad. «Porque yo lo he conocido, sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino del Señor, haciendo justicia y juicio . . .» (Génesis 18:19)
La capacidad de Abraham para transmitir su fe, debe haber sido lo que lo calificó ante Dios como digno de establecer con él un «Pacto» que implicaba responsabilidades eternas de llevar el Nombre del Señor a todos los pueblos del mundo. La descendencia física y espiritual de Abraham, está unida desde entonces a la carga y al yugo de ese Pacto, a la vez de disfrutar de sus goces espirituales y sus bendiciones, porque el Pacto distinguió la simiente de Abraham de las otras naciones y pueblos. Hubo quienes consideraron este yugo demasiado pesado, la disciplina muy estricta, y buscaron diversos escapes. Mas el mundo erigió a menudo sus propias barreras que impedían la huída. El Pacto con el Señor trajo aparejado el castigo divino cuando Israel se debilitó espiritualmente y renegó alguna vez de su parte en el acuerdo. Pero también provocó excelsas expresiones de fe cuando Israel -precisamente por su lealtad al Pacto Divino- tuvo que soportar la hostilidad irracional, el odio ilimitado y el antagonismo de innumerables opresores a través de los siglos. La declaración que se pronuncia durante el Séder de Pésaj, está, lamentablemente lejos de ser puramente teórica: «En cada generación hay quienes se levantan contra nosotros para destruirnos y aniquilarnos». Los momentos de respiro en esa lucha para resistir estos intentos de aniquilación fueron pocos y espaciados entre sí. Sin embargo, la última parte de la misma declaración expresa el eterno optimismo del judío y su fe: en que habrá de ser liberado: «Pero el Señor, Bendito Sea, nos libra de sus manos». Esta fe eterna no ha resultado injustificada.
Por supuesto que uno no puede demostrar científicamente la existencia de Dios, o que el mundo fue creado por Su Voluntad, o que El se dedica a perfeccionar Su obra de la Creación. Pero asimismo, tampoco se puede demostrar que no existe. La utilización de métodos racionales para probar la existencia o la inexistencia de Dios, a la manera de los escolásticos medievales, puede interesar a algunos. Sin embargo, desde los albores de la filosofía moderna, esas «pruebas» fueron puestas en duda. Los argumentos contemporáneos a favor o en contra son igualmente inconsistentes. Es por ello que la aceptación de la existencia de Dios es cuestión de fe (emuná). El Ser Supremo Unico, Indivisible y Espiritual al que Abraham y todos sus descendientes expresaron su fe y su veneración, desafía todo intento de prueba racional. El es infinito y el hombre es finito. No solo físicamente es finito, sino que también son limitadas sus facultades intelectuales y perceptivas. Si Dios formara parte del marco de los cinco sentidos físicos del hombre, tal «Dios» sería algo o alguien más limitado que el omnipotente y omnipresente Ser Espiritual al que dedicamos nuestra fe. Tal «Dios» podría ser reducido a lo finito, podría ser alterado y transformado por los seres humanos, incluso podría ser destruido y aniquilado. Semejante «Dios» no sería Unico y Universal sino otra de las múltiples deidades a quienes los hombres atribuyeron poderes sobrenaturales y demostraron sumisión a través de los siglos. Si la prueba de la existencia de Dios está más allá de nuestro entendimiento, ¿por qué, entonces, el hombre racional habrá de proclamar su fe en Dios con el mismo fervor e intensidad que resulta del verdadero «conocimiento del Señor»?
Desde un punto de vista negativo puede suponerse que la negación de la existencia de Dios disminuiría aun más la credibilidad racional del hombre. Si Dios no existiera, deberíamos considerar que la marcha del mundo con la precisión matemática que solamente hoy comenzamos a apreciar plenamente, sería el resultado de una coincidencia y que el intrincado fenómeno de la vida -desde su forma más primitiva hasta llegar al ser humano- sería resultado del azar. Ciertamente este punto de vista exige una fe ciega en sí mismo. Referir el funcionamiento preciso del universo y todas las maravillas de la vida a la «Naturaleza», es recurrir a un sinónimo de las leyes naturales que, a su vez, exigen una explicación. El misterio persiste. No dudo en calificar también al ateísmo como una cierta forma de fe que no difiere en mucho de las otras idolatrías que el hombre ha practicado. En nuestros días, el ateísmo es considerado como algo «sofisticado» y adecuado a nuestra situación. Pero lo mismo ocurrió con el culto a Baal en su época. Lo que uno debe preguntarse, en vista del sorprendente desarrollo científico actual y de la misma historia de Israel, es, si es más razonable admitir la existencia de Dios o no admitirla. Los más racionalistas de los filósofos judíos, nunca dudaron del gran racionalismo existente en los principios básicos de la fe judía.
Los sabios judíos y los dirigentes religiosos, mostraron desde un principio gran sensibilidad a las exigencias de la razón y han enfatizado siempre el hecho de que el judaísmo es una fe racional. Aunque milagros y hechos sobrenaturales ocupan su lugar en la fe, el judaísmo establece claramente una distinción entre los acontecimientos o hechos que contradicen la razón y aquellos que simplemente están por encima de la razón. Hay una gran diferencia entre ambos. Hay muchos elementos de la experiencia humana que sobrepasan la razón -fuera del alcance del conocimiento y más allá de la comprensión humanas- y son aceptados por la fe. No estamos enfrentados a una teología que contradice claramente la razón. Las premisas básicas de la teología judía, que afirman la existencia de Dios, la creación del mundo a Su Voluntad, la revelación de voluntad a Israel y a la humanidad en el Sinaí y en otros momentos de la historia -aun cuando todas ellas están en el ámbito de lo espiritual y desconocido y su proceso nos es velado, ninguna de ellas puede ser clasificada como contraria a la razón. En el marco de la religión judía, la razón y la fe no son antagónicas sino complementarias: cada una complementa las limitaciones de la otra.
Incluso en lo referente a los milagros, presentes en los testimonios religiosos, es importante recordar que las enseñanzas del judaísmo no se basan en ellos. Los milagros fueron los medios para alcanzar ciertos fines históricos o para inspirar la fe; pero la verdad o calidez de esa fe no depende de ellos. Aun si ninguno de ellos se hubiera producido, las verdades básicas del judaísmo serían las mismas. Opiniones religiosas válidas sostienen que aún Dios opera sus milagros y prodigios únicamente por medio de las leyes naturales que El mismo estableciera y que aun cuando ciertos acontecimientos pueden ser inusitados, increíbles y sobrecogedores, verdaderos prodigios en los que no se puede dudar de la mano de Dios, no son sobrenaturales en el sentido de contradecir las leyes de la naturaleza.
El concepto de Dios al que el pueblo judío se adhirió obstinadamente, no admite compromisos sobre la universalidad, la espiritualidad ni la unidad de Dios.
Las primeras palabras de la Torá son: «Al principio creó Dios los cielos y la tierra». Es el Dios del Universo. «Yo soy el Señor tu Dios que te ha sacado de la tierra de Egipto.» Son las palabras iniciales de los Diez Mandamientos en esa revelación histórica a Israel. El Dios Universal es el mismo Dios que otorgó la libertad a Israel y a quien Israel declaró su fidelidad.
El concepto judío de Dios es el de un Dios moral que exige a la humanidad una vida ética y justa. Es un Dios universal, cuya soberanía se extiende sobre todo el mundo. Si las plegarias judías utilizan la expresión «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» o «Dios de Israel», con ello no se pretende significar que Dios pertenezca solamente a los judíos o que sea un Dios especial. Esto implicaría una limitación en la soberanía de Dios o la admisión de que existen otros dioses que velan por otras naciones. El niño que dice «mi padre», no niega que ese mismo hombre sea también el padre de sus hermanos y hermanas. La expresión «Dios e Israel» significa solamente la afirmación de la relación especial que Israel considera que tiene con el Dios Universal en virtud del Pacto establecido con Abraham y reafirmado posteriormente en diversas ocasiones en la odisea espiritual del pueblo judío. Decir «Dios de Israel» es solamente reafirmar nuestro pacto con el Dios Universal que debe ser reverenciado por toda la humanidad.
La concepción judía de Dios no admite ninguna cualidad física de El. Las expresiones en la Torá: «el rostro de Dios», «la mano de Dios», los pies de Dios» o «el trono de Dios», son términos utilizados simbólicamente, porque no existe en el lenguaje otra forma para describir ciertas cualidades o características divinas. Sólo la pobreza del lenguaje humano para describir lo que pertenece al mundo espiritual es responsable de estas expresiones. Los sabios del Talmud han dicho: «La Torá habla en el idioma de los hombres». Es en el lenguaje de los hombres que se sintetizan los atributos espirituales de Dios en el siguiente pasaje: «. . . Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la ira y pleno de misericordia y verdad. Que mantiene su gracia por mil generaciones y perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado; -pero no los deja impunes (en quien no se arrepiente) … (Exodo, 34:6-7). Este pasaje es conocido como el de los Trece Atributos (midot) y se refiere «exclusivamente al amor inagotable y a la eterna justicia de Dios. Se considera como la más sublime expresión en el lenguaje humano de la esencial naturaleza de Dios.
La concepción judía de Dios rechaza también toda avenencia respecto a la espiritualidad de Dios. La idea de un hombre que se convierte en Dios o de un Dios que asuma la forma humana es considerada incompatible con el espíritu religioso judío. La fe y la mente judías no pueden aceptar la idea de una divinidad infinita que se reduzca a las limitaciones finitas de las mortales.
Más aún, la representación de Dios en imágenes es prohibida a los judíos. El segundo de los Diez Mandamientos «No te harás esculturas ni imágenes … no te postrarás ante ellas ni les rendirás culto.» se aplica aun en el caso en que el creyente no crea que la imagen sea Dios, sino solamente su representación simbólica. El pecado del becerro de oro no consistió en que los israelitas hubieran negados su fe en Dios y hubieran pensado que el becerro fuera un dios, sino en que insistieron en darle a Dios una forma visual.
Cuando hablamos de Dios como «nuestro Padre» y nos referimos a los hombres como «hijos de Dios», pensamos en todos los hombres que siguen Su camino y que son, en un sentido espiritual, hijos de Dios.
El aprovechamiento de los logros técnicos del hombre y su creciente capacidad para controlar el mundo físico no arrojan dudas sobre el rol de la Divinidad, sino que por el contrario esas realizaciones se encuentran entre las bendiciones que el Ser Infinito otorgó al hombre «Y los bendijo Dios, diciéndoles: Procread y multiplicaos y henchid la tierra; y sojuzgadla y señoread sobre los peces de la mar y las aves de los cielos y sobre todas las bestias que se mueven sobre la tierra.» (Génesis 1:28).
El hombre de fe advierte con humildad en esos logros maravillosos no la ausencia sino la Presencia misma de Dios:
Cuando contemplo los cielos, obra de Tus Manos; la luna y las estrellas, que Tú has establecido, ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes y el hijo del hombre para que de él te cuides?… Le diste el señorío sobre las obras de Tus manos … ¡Oh, Señor, nuestro Señor! ¡Cuán magnífico es Tú nombre en toda la tierra! (Salmos 8:4-10)
La persona que no cree en Dios tiene la tentación de colocar al hombre como objeto de su creencia, de considerar al hombre como la criatura omnisciente que no está sujeta a ninguna otra ley sino sólo a aquellas que él mismo promulga. Venerar al hombre en general, o a uno en particular, es la cumbre de la idolatría. Si el hombre, debido a su inteligencia y capacidad espiritual, es la más perfeccionada de las criaturas de Dios, es también el objeto de la más sofisticado forma de idolatría
Aceptar el yugo del Reino de los Cielos es arrojar de sí el yugo de la dominación y dictadura humanas. «Seréis Mis sirvientes», dijo el Señor, «y no sirvientes de Mis sirvientes». Al hombre se le dió la posibilidad de elegir. Hay quienes piensan que se puede seguir un camino intermedio entre ambas formas de servidumbre y liberarse de ambas. Esas esperanzas han sido siempre ilusorias. Si no es una, será inevitablemente la otra. El pueblo judío ya hizo su elección.