Sepa cómo hacerlo II
En el número anterior comenzamos a definir las especificaciones de la compleja Mitzvá de ayudar a perfeccionar las conductas morales ajenas. Quedó bastante claro que no se trata de una Mitzvá sencilla de cumplir, y por lo tanto, si no considera las recomendaciones de nuestros Sabios previamente, fácilmente una persona puede causar el efecto contrario al deseado. Pensemos, por unos instantes, cuánto nos costó o nos cuesta a nosotros mismos modificar una actitud (nociva) propia, si es que alguna vez lo intentamos, y recién entonces podremos identificarnos y solidarizarnos con nuestro interlocutor (¿o será nuestra víctima…?), de quien pretendemos cambie algo substancial de su vida. Es que únicamente de ese modo la Mitzvá de reprobar podrá estar enmarcada en el contexto más amplio de la Mitzvá de amar al prójimo. En las palabras de los Sabios, esto se denomina «nosé be-ol im javeró», quien carga el yugo con su compañero (Avot cap. 6). Quien cree que por el mero hecho de advertir al otro acerca de algún defecto, podrá modificar algo para ser mejorado en su vida, que sepa que está equivocado y puede (como suele serlo) empeorar la situación en lugar de beneficiarlo; pues quien escucha un reproche de otro que le habla desde su soberbia, tratando de personificar al perfecto que nunca se equivoca, le surge un rechazo instantáneo, y, salvo que se trate de una persona realmente modesta, las palabras «le entrarán por un oído y le saldrán por el otro» (más el odio que se crea por el sentimiento de sentirse invadido).
Cuentan del R. Arye Levin sz»l, el «tzadik de Ierushalaim», que solía circular por las calles de Jerusalén los viernes por las tardes para alertar a los comerciantes que cerraran sus negocios ante la proximidad del Shabat. En cierta ocasión, un día muy caluroso, vio que frente a la heladería se extendía una «cola» muy larga de clientes a quienes faltaba atender. R. Arye comprendió inmediatamente la dificultad del dueño del local. Se acercó y se sentó en una de las mesas. El propietario, un tanto incómodo, se le arrimó y le preguntó si le podía ser útil en algo. R. Arye simplemente le respondió: «En verdad, si yo estuviera en tu lugar, no sé si tendría la fortaleza para no sucumbir a la seducción del ingreso de dinero por tantos clientes…, pero ¿qué se puede hacer? Es Shabat…» El Rav lo saludó con su gesto habitual afectuoso y se alejó. Apenas había llegado a la esquina, pudo ver que el dueño del comercio había disuadido y desbandado a la clientela y estaba bajando las persianas para Shabat.
Ahora bien. Lo que suele ocurrir es que la gente piensa: «si yo pude hacerlo, entonces él también debe poder». Este presupuesto es, a su vez, falsa. No nos quepa la menor duda que, así como en otros órdenes de la vida no poseemos todos la misma capacidad y destreza, lo mismo ocurre cuando de corregir algún mal se trata. Es que cada ser humano goza de una cantidad de experiencias personales que lo diferencian de los demás y que lo convierten en único. Cada suceso de la vida nos afecta de manera distinta a cada uno de nosotros. Todo esto hace que la compenetración en el problema del otro sea un tanto más compleja. Pero… la Torá nos ordenó interiorizarnos y aportar nuestra buena voluntad y consejo para ayudar al otro. A medida que avanzamos en este análisis, vemos entonces por qué esta Mitzvá es tan delicada de observar y por qué tantas veces «la embarramos»…
Sumado a todo esto, no podemos desmerecer el alcance que tiene en nuestra manera de pensar la costumbre de prejuzgar las actitudes ajenas. Por inclinación propia o por la fuerte influencia de los medios sobre nosotros, caemos con facilidad en el terreno de las suposiciones (¿por qué pensar bien, si se puede pensar mal?). Por más común que sea en la sociedad en que vivimos, esta disposición es sumamente grave. En el lenguaje de los Sabios, esta actitud se denomina «joshed bikesherim» (quien sospecha de la gente recta) y está considerado éticamente inadmisible.
Cuando se superponen el deseo de corregir, con la mala información acerca de las intenciones del otro, el resultado suele ser nefasto. Uno se siente agredido injustamente, y el otro ofendido y desengañado.
Unas palabras más acerca de los métodos a emplear, no estarán demás. En Europa, durante los últimos siglos existía la figura del Magguid. ¿Quién era el Magguid? Era la persona que iba de pueblo en pueblo y disertaba ante la gente para que ésta enmendara la conducta. El Maguid vivía habitualmente de lo que la gente podía oblar después de escuchar su «alocución». En aquellas épocas, ser un Ba-al Teshuvá (quien retorna al camino de la Torá) no era la aspiración de sólo quienes no habían tenido oportunidad de aprender Torá en su niñez, sino que eran el empeño y la ambición de los judíos más simples de día a día, quienes «la tenían clara» que una persona nunca «llegó» y que debe insistir y seguir constantemente creciendo en lo moral. Una de las prácticas más comunes eran los Meshalim (ejemplos) de la vida real o de la ficción. Estos meshalim ayudaban, no sólo a amenizar la disertación (¿a quién no le gustan los relatos?), sino que permitían a la gente ver su propia vida – y sus propios errores – reflejados en la historia de los personajes de aquellos «cuentos». Todos y cada uno de nosotros es subjetivo cuando de la propia conducta se trata. Es muy difícil reconocer los errores propios. Las historias nos dan la posibilidad de no ser tan condescendientes con nosotros mismos. El ejemplo más claro de este concepto, lo encontramos en el Tana»j, cuando el profeta Natan le presenta al rey David la historia de un hombre rico que quitó la única oveja a su vecino pobre. Una vez que el rey había dado su veredicto sobre el tema, el profeta le hizo ver la analogía que existía entre el ejemplo y la actitud de el mismo con Batsheva.
En la Europa jasídica, había dos hermanos que más tarde se convirtieron en líderes de muchos jasidim. Uno se llamó Rav Elimelej de Lizensk y su hermano, el Rav Susha de Anipoli. Cuando conocían de alguna persona que había cometido alguna ofensa o lo veían relajado en la observancia de algún precepto, uno de los hermanos se dirigía al otro y le reprochaba el error como si realmente lo hubiera cometido él. Esto siempre debía ocurrir a oídos de quien verdaderamente necesitaba la censura. De ese modo, le daban el espacio necesario al «interesado» para poder estudiar su situación ética, sin la presión de sentir vergüenza por la mirada de quien lo critica ni la urgencia de responder de inmediato o de defenderse ante la «acusación». La Teshuvá genuina y duradera debe ocurrir como consecuencia del peso del reconocimiento de la equivocación, y no por temor a ser descubierto por otros.
Pues, como ya hemos advertido, y ahora con más razón, al conocer las artimañas y la perspicacia con que trataron estos tzadikim (justos) nuestros temas por demás delicados, queda claro que estamos hablando de una de las Mitzvot más complicadas. Que D»s nos otorgue la inteligencia y que tengamos el corazón y el amor necesarios para poder cumplirla adecuadamente.
Rab Daniel Oppenheimer