Orígenes de la Baja Autoestima
El predominio del problema de la autoestima baja es tan grande que surge una pregunta obvia: ¿Qué es lo que causa que tanta gente sufra tales distorsiones de autopercepción y tales sentimientos de inferioridad?
Podría pensarse que el problema de la autoimagen desvalorizada se produce solamente en personas que han sufrido severas privaciones en su niñez o que están sometidas a un gran trauma emocional. Esto no parece ser cierto. He visto casos de personas que tuvieron buenos hogares y padres amantes, y en cuyas biografías no hay evidencia de trauma emocional.
Cabe notar, también, que la autoimagen desvalorizada puede ser detectada a menudo en niños muy pequeños. Algunos de cinco y seis años de edad manifiestan sentimientos injustificados de desvalorización, e incluso ya a esta tierna edad pueden exhibir algunos de los rasgos de carácter que hemos descripto.
¿Es posible que ciertos sentimientos de autoimagen desvalorizada sean hereditarios? ¿Es posible que haya factores intrauterinos que puedan afectar la autopercepción de una persona? En este momento no tenemos respuestas definitivas para estas preguntas. Lo más importante es comprender que cualquiera sea la fuente de estos sentimientos, ellos pueden ser corregidos.
Sin embargo, hay una predisposición general al desarrollo de una autoimagen desvalorizada. De todos los seres vivientes, el ser humano es el que tiene el período de dependencia más extenso. Los cachorros de animales comienzan a andar poco después del nacimiento y se tornan autosuficientes en un período de tiempo relativamente corto. Su lapso de dependencia de sus padres es, por ende, bastante breve. El niño, empero, es totalmente dependiente de sus padres por un período muy extenso, no sólo para la obtención de alimentos, sino también de refugio y cuidado personal. Los bebés humanos no pueden caminar durante meses, e incluso mientras crecen no pueden obtener ni preparar su propio alimento, o conseguir su propia ropa y albergue por años. Usualmente, no se independizan financieramente por décadas.
La dependencia de otros reduce la autoestima. Pareciera haber un resentimiento instintivo hacia la dependencia, como se manifiesta en los niños pequeños que insisten en hacer las cosas por ellos mismos y rehúsan la ayuda de los adultos. La dependencia es percibido como algo equivalente a la impotencia y el desamparo, y parece ser rechazada como degradante, incluso a una edad en que el niño no ha desarrollado aún valores culturales de independencia o el concepto de amor propio. El impulso para el surgimiento del yo parece ser innato, y en la medida en que somos dependientes o estamos bajo la dominación de otros, sentimos nuestro «yo» sofocado. Por ende, pareciera que todos nosotros podemos comenzar la vida con una predisposición ala baja autoestima.
Durante los primeros años de vida pueden ocurrir muchas cosas que reduzcan la autoestima, incluso con padres que son cuidadosos y dedicados. Los padres deben disciplinar a los niños y enseñarles a no actuar en forma incorrecta. Sin embargo, al decirles que algo que ellos han hecho estaba equivocado se corre el riesgo de que sientan que son malos, y se requiere un gran ingenio para establecer la disciplina necesaria sin transmitir al niño un sentimiento de maldad. Recuerdo que cuando mi padre me reprendía solía decir: Es past nisht (ídish -«no es decoroso»). El mensaje era: «Tú eres demasiado bueno para comportarte de esta manera». Técnicas paternales como ésta pueden ayudar a evitar algunos de los efectos depresivos que la disciplina ejerce sobre el yo. Si un niño nota que un hermanito obtiene mayor atención de sus padres que él, su autoestima puede quedar afectada. Que la atención extra sea realmente favoritismo o que el hermanito requiera un cuidado especial a causa de algún problema es irrelevante. El hecho es que el niño se sentirá relativamente abandonado. Algunas observaciones o actitudes críticas de los padres, los abuelos, los maestros y otros adultos importantes para él pueden contribuir también a crear un problema de autoestima.
Cuando los padres exigen de los hijos que cumplan ciertas funciones antes de que estén capacitados para ello, los niños pueden llegar a considerarse ineptos. Llegan a la conclusión de que las demandas de los padres son correctas y que su falta de cumplimiento es indicio de que algo anda mal en ellos. Por otra parte, hacer demasiado por los niños y no darles la oportunidad de desarrollar sus habilidades puede provocar también que se sientan incompetentes. Hay una estrecha franja para determinar cuánto exigir de un niño en un momento dado de su desarrollo. No es de extrañarse que incluso los padres más consagrados sobrepasen esos angostos límites y contribuyan inconscientemente a la disminución de la autoestima del niño.
Hay una buena razón para suponer que los niños tienen necesidad de percibir que el mundo que los rodea es racional y predecible. Como adultos, hemos llegado a reconocer que no hay mucha racionalidad en el mundo que nos rodea y que tampoco es muy predecible incluso en los fenómenos naturales, sin hablar de la conducta humana, tan sujeta a caprichos. Pero no es así como los niños ven el mundo. A ellos un mundo caprichoso les provocaría mucha ansiedad, razón por la cual tienen que dar por sentado que en él hay un orden establecido. De ahí que cuando ocurre algo irracional o inesperado, probablemente los niños no lleguen a la conclusión de que el mundo está loco, sino más bien de que si no comprenden qué ocurre, es porque algo anda mal en ellos. En lugar de reconocer que el mundo es, realmente, tan caótico, probablemente los niños se culpen a sí mismos por no poder comprenderlo. Cuando esto ocurre, el niño pierde confianza en su capacidad para entender las cosas y se considera a sí mismo deficiente.
Otra consecuencia del pensamiento infantil es el desarrollo de sentimientos injustificados de culpa. El pensamiento de los niños opera, a menudo, sobre un principio simple de causa y efecto. Todo efecto debe tener una causa aparente. Cuando las cosas andan mal y ellos no comprenden fácilmente por qué, pueden llegar a culparse a sí mismos como si fueran los causantes. Muchos niños abrigan sentimientos de culpa que parecen carecer de fundamento para la lógica de los adultos; pero los niños pueden asumir fácilmente la responsabilidad por muchas cosas, aun cuando no exista la más mínima razón para ello.
Estas dos características del pensamiento infantil -la tendencia a considerarse deficiente cuando el mundo le resulta incomprensible y la de asumir la culpa cuando no existe una causa evidente- disminuyen profundamente la autoconfianza y la autoestima del niño.
La autoestima está compuesta por dos ingredientes principales: sentimientos de capacidad y sentimientos de valorización. La cultura contemporánea tiende a identificar valorización con capacidad. En una civilización tan orientada hacia la productividad se pone gran énfasis en la capacidad de una persona para realizar o producir. Las personas que no son productivas son consideradas, a menudo, pasivas. En verdad, muchos de los problemas que enfrenta la población de edad avanzada puede ser el reflejo de un resentimiento no expresado por el hecho de ser parasitarios para la sociedad, y de que su mantenimiento drena demasiada energía de la población más joven y productiva. El único aspecto compensador que surge acerca de los ancianos es que éstos merecen nuestro respeto y consideración por sus muchos años de trabajo, pero el énfasis es puesto sobre la productividad como valor decisivo. En otras palabras, les tenemos más consideración por lo que hicieron y por lo que fueron, que por lo que son en la actualidad. Si hemos de ser sinceros con nosotros mismos, debemos reconocer que nuestra cultura desvaloriza a la gente cuando deja de ser productiva.
La idea de que el valor humano está vinculado a la productividad tiene consecuencias de largo alcance. Hace sólo unas décadas el aborto era un crimen equivalente al asesinato. Luego atravesó un notable proceso de cambio, perdiendo primero el carácter de crimen y convirtiéndose luego, en esencia, en un acto virtuoso, apoyado por fondos públicos. ¿Cómo fue que el aborto se transformó tan rápidamente de un crimen en una virtud?
La respuesta es dolorosamente simple. Cuando la mortalidad infantil era elevada, las epidemias eran incontenibles, las madres jóvenes morían de fiebre puerperal, y la tuberculosis mataba a la gente joven en la flor de su vida, cada ser humano adicional tenía valor. Las personas eran necesarias por su productividad. Eliminar un feto iba en detrimento del bienestar de la comunidad; de ahí que cortar un embarazo era considerado un hecho maligno. Ahora que la ciencia médica ha erradicado las enfermedades que mataban en forma masiva a los jóvenes y que el control de la población se ha convertido en estandarte de los planificadores sociales, los seres humanos ya no son un deseable e incuestionable artículo de consumo. He aquí la palabra clave. A menudo nuestra sociedad considera la vida humana como una mercadería. No siempre ve un valor intrínseco en ella, sino que sólo la valora en términos de productividad, y actualmente esta fuente de producción es más que suficiente.
Cuando la valorización depende totalmente de la suficiencia, la autoestima recibe un golpe mortal. Una vez que una persona se considera incompetente, no hay concepto de valorización intrínseca del cual echar mano.
Muchos de los factores responsables del empobrecimiento de la autoestima existían antes del advenimiento de nuestra sociedad súperindustrializada. Actualmente hay aún más factores deprimentes de la autoestima. La era de la computadora nos ha convertido en tarjetas numeradas antes que en personas con nombres y apellidos. Factores tales como la movilidad de las familias, que resulta en una falta de sólidos lazos familiares y raíces comunitarias, han hecho su impacto. No es de extrañar que el predominio del problema de la autoimagen desvalorizada sea actualmente tan grande.
Dr. A. Twerski