Una Marca Imborrable
Extraido de El Poder de la palabra
La siguiente historia -que fue la que inspiró este trabajo- no necesita ningún adorno para lograr el efecto deseado. Puede decirse que es una validación de mi sentido de lo que es una historia. Su poder reside en su simplicidad. Y por eso, con su permiso e indulgencia, voy a narrarla de la manera más directa posible, exactamente tal como ocurrió.
Erev Iom Kipur. Es el día más movido y concurrido en la mikve. Desde media mañana hasta bien entrada la tarde, llegan judíos de todas las tendencias para sumergirse en las aguas de purificación antes del día más sagrado del año.
La mikve de nuestra comunidad, una estructura que nunca ganaría ningún premio por su diseño arquitectónico ni por sus condiciones higiénicas, no está debidamente equipada para dar la bienvenida a la gran cantidad de visitantes que llegan a sumergirse en sus aguas turbias en este día.
Sin embargo, en un día como Erev Iom Kipur, en el cual cada segundo es valioso, ¿quién tiene tiempo de salir del barrio en busca de una mikve más adecuada? La «clientela» habitual de la mikve generalmente es bastante homogénea, compuesta por jasidim y gente por el estilo, pero en este día contaba con unos cuantos asistentes fuera de lo común.
En términos generales, puede decirse que se trataba de un grupo unido y en la húmeda habitación se oían todo el tiempo saludos augurando: «¡Que tengas un ayuno fácil!» y «¡Que tengas un buen año!».
Daniel, un asistente novato a la mikve, era uno de los estudiantes de la Yeshivá Or Sameaj, cercana al edificio de la mikve. La verdad es que nadie le pidió su currículum, pero por su cola de caballo y el aro en la oreja, era obvio que tenía menos experiencia en lo relativo a las inmersiones que la mayoría de los asistentes asiduos a este establecimiento.
Sin embargo había otra marca más que separaba a Daniel, algo que lo delataba y para lo que probablemente él habría pagado cualquier precio, con tal de erradicarla en ese mismo momento. Pero en ese instante lo único que podía hacer era tratar de cubrir la causa de su vergüenza con la mano. Irónicamente, y tal como suele ocurrir, su intento por ocultarla sólo lograba acentuar aquello que él trataba de tapar. Si no hubiera sido erev Iom Kipur, aquéllos que poseen un perverso sentido del humor se habrían divertido mucho ante esta lamentable escena: en una mikve no es posible ocultar nada.
Daniel avanzó entre la multitud que poblaba la habitación, con los brazos doblados sobre sus bíceps. No había que ser científico nuclear para comprender que este principiante en el camino del judaísmo estaba ocultando sus tatuajes, los cuales no eran apropiados ni para erev Iom Kipur ni para ningún otro día del año.
Muchos de los asistentes a la mikve -caballeros que no sobresalían precisamente por su sentido del tacto- se quedaron mirando embobados y boquiabiertos al joven, totalmente insensibles ante la vergüenza que éste sentía. Daniel no miraba a nadie a los ojos.
A medida que se acercaba a la piscina, el número de espectadores que lo observaban se incrementaba en progresión geométrica. Es posible que muchos de ellos nunca antes hubieran visto un tatuaje, y si hubiesen sabido lo que se ocultaba bajo las palmas de las manos de Daniel o su sufrimiento, no habrían sido tan poco considerados. Pero por ahora, la curiosidad era más fuerte que ellos.
El misterio se resolvería muy pronto, cuando unos pocos pasos antes de llegar a la piscina, Daniel perdió el equilibrio, se resbaló y se cayó. En un acto reflejo, trató de aferrarse de la baranda para evitar una deshonrosa colisión contra los escalones de la mikve.
Las voces y los deseos afectuosos cesaron todos de golpe y todos los presentes se quedaron en silencio. Los bíceps de Daniel, decorados con tatuajes lascivos y vulgares, quedaron expuestos a la vista del público. Los tatuajes que alguna vez él había mostrado orgulloso no sólo como ejemplos del hábil trabajo artístico de los famosos salones de tatuajes de Singapur y de otros sitios del Oriente, sino también como símbolos de su virilidad ahora eran sólo una calumnia.
Durante largos segundos un profundo silencio se apoderó de la habitación. Era uno de esos silencios absolutos que los buenos escritores saben cómo relatar, pero que los lectores siempre se preguntan si verdaderamente tuvieron lugar.
Como sugirió Einstein, todo es relativo, pero pueden creerme, ésa fue la Madre de Todos los Silencios. Imagínense un estadio de fútbol cuando se marca un gol. Ahora, imagínense una bulliciosa mikve en erev Iom Kipur reducida a un silencio de ultratumba.
Los dedos de Daniel se tomaron del pasamano de metal mientras él pensaba si evitar su caída había sido una decisión prudente. Su mente luchaba contra su instinto. Tal vez habría sido preferible dejarse caer en el agua y no emerger nunca más… Cualquier cosa con tal de no sufrir semejante humillación.
El horrible silencio se fue intensificando a medida que un anciano comenzó a acercarse hacia el cordero del sacrificio que enfrentaba el precipicio del Valle del Guehinom. El ruido de las ojotas de goma golpeando contra el húmedo piso de mármol creaba un efecto inquietante en la multitud que esperaba recobrar el aliento.
Daniel sintió en su hombro la mano fría y arrugada de un septuagenario. Lenta y vacilantemente, el joven miró al extraño. Daniel vio una luz titilando en esos ojos profundos y llorosos que revelaban la sensibilidad de un sabio, y todos sus miedos desaparecieron.
El anciano le habló en inglés, con un fuerte acento idish: «Mira hijo, yo también tengo un tatuaje» -le dijo mientras le señalaba la hilera de números grabados en su piel. «Por si alguna vez me llego a olvidar de lo que esos monstruos habían planeado para mí. Me parece que ambos hemos recorrido un largo camino».
El salvador de Daniel extendió las dos manos, intentando débilmente ayudarlo a ponerse de pie. Los demás enseguida se apresuraron a ayudarlo; el silencio que los había mantenido cautivos ya se había quebrado.
Y entonces los sonidos habituales de Erev Iom Kipur regresaron a la mikve, mientras cada uno saludaba al otro -y a Daniel- deseándole un «¡Gmar Jatimá Tová!».
Hanoch Teller