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Un milagro entre milagros (Januca)

Janucá es, por supuesto, tiempo de milagros. Un poco sorprendentemente, sin embargo, perdura entre las fiestas judías más ampliamente celebradas en los Estados Unidos.
¿Por qué sorprendentemente? ¿No se da cuenta la gente que al encender la menorá y comer aceitosos latkes está celebrando un milagro que es inexplicado por la tecnología moderna?
Nos encontramos en una era en la que el intelecto y la racionalidad reinan supremos, y la admisión de que haces algo pese a que no lo comprendes merecerá, en el mejor de los casos, un frío «¡Oh! ¿Realmente?» y, en el peor, la comparación con un salvaje supersticioso.
La realidad es, sin embargo, que muchos judíos que de otra manera nunca serían pillados promocionado algo tan patentemente irracional como milagros, encienden no obstante la menorá (candelabro) de Janucá –orgullosamente y sin vergüenza– durante ocho días, en conmemoración del milagroso encendido de la menorá del Gran Templo.
Mucha gente se siente incómoda con la idea de que hay ciertas cosas que están más allá de su comprensión. Acentuando esta irritación está el hecho de que es de importancia central en la fe judía. Nuestros Sabios nos dicen, por ejemplo, que hemos merecido la revelación en el Monte Sinaí en virtud de responder «naasé venishmá» — que obedeceremos todo lo que está en la Torá sin meditar qué dice, y sólo luego intentaremos comprender lo que podamos.
Este tipo de razonamiento, por supuesto, le resulta difícil de tragar a mucha gente. Después de toda una vida de ser educado para ridiculizar a la gente que hace cosas que no comprende –«rituales»– el pensamiento de convertirse uno de ellos basta para hacer que el estómago se revuelva.

¿No Ves el Peligro? Podría Contagiar a los Niños

Yo siempre pensé que esta actitud explica la curiosa regla (¿ritual?) en muchas sinagogas a lo largo de los Estados Unidos, el que no está permitido cubrirse la cabeza, está prohibido el uso de la kipá, durante todo el tiempo de la plegaria.
Un ejemplo clásico de esto tuvo lugar cuando un Coordinador de Juventud de una cierta comunidad decidió que quería vestir una kipá para el servicio del viernes por la noche. Esto iba, por supuesto, contra la política del templo, y generó tal conmoción en la congregación, al grado de que estaba dispuesto a renunciar. A último momento se alcanzó un compromiso: ¡tendría permitido vestir la kipá cada viernes por medio!
Es algo comprensible que aquellos que siguen una actitud general de desechar la ley judía tradicional y sus costumbre no requieran cubrirse la cabeza. ¿Pero por qué deberían prohibirlo? ¿Prohíben ellos cualquier otra cosa? ¿Escuchaste alguna vez de una prohibición de comer kasher? ¿Por qué elegir a la pobre kipá?
Probablemente sienten la importancia de vestir una kipá. Sirve como recordatorio de que Di-s es verdaderamente superior y está más allá de la captación de nuestro intelecto. En muchos círculos esto se considera clara evidencia de un raciocinio endeble y/o de una necesidad psicológica latente. Vestir una kipá es admitir tu creencia en algo que trasciende tu comprensión. Es un blanco natural para una prohibición.
¿Cuál podría ser la causa de semejante fanática descreencia? (Para tomar prestada una frase de un así llamado ateo que una vez comentó que su falta de creencia resultó sacudida). Es producto natural de una actitud social que aporrea a sus miembros con el mensaje de que no hay realidad aparte de aquello que ellos mismos pueden percibir y comprender.
Esta actitud encuentra expresión en muchas formas de filosofía, ciencias políticas, psicología, e incluso crítica literaria. Quizás puede explicar el impulso a perseguir la «autorealización», incluso a costa de la propia familia y cordura. En aras de la claridad, sin embargo, traeremos un ejemplo.

Todos Juntos Ahora: «Cualquier Cosa Que la Sociedad Dice es Normal»

Cuántos de ustedes recuerdan haber sido confrontados en la escuela con la siguiente pregunta: «¿Si un árbol cae en el bosque, hace ruido?»
Una mente saludable reacciona inmediatamente a semejante pregunta en una de dos maneras: o comienza a preguntarse qué se trae este maestro bajo la manga esta vez, o hace un fantasioso viaje a algún ambiente más ameno. Cualquier persona simple sabe que el mero hecho de que no hayas escuchado no significa que no hizo ruido.
Sin embargo, pronto fuiste rudamente despertado con la idea de que tal respuesta es únicamente para los simples, no para los individuos pensantes como los que tu escuela desea producir.
El secreto es develado: quizás toda la idea de «ruido» es significativa sólo cuando éste es escuchado. Si no había nadie allí para oírlo, probablemente eso no sea «ruido». La realidad sólo comienza en el punto de percepción; si no es oído, no existe realmente. Una vez que la clase ve que lo dice en serio, algunos se hunden en sus pupitres en un estado de desesperanzado aburrimiento mientras que los más filosóficos libran la batalla por la realidad. El maestro escucha serenamente con una sonrisa comprensiva. Por supuesto, ésta es una idea difícil de tragar. Pero lo harán. Entre tanto, el pobre cerebro adolescente en formación, todavía en una etapa donde trata de hacer que el mundo tenga algún sentido, sale enmarañado. ¿Puede ser realmente que la realidad finaliza en la frontera de la mente humana?
Pronto comenzará a preguntarse si el mundo existe del todo, o al menos si el mundo que él ve tiene semejanza alguna con el que los otros ven.
De la idea de que toda percepción es subjetiva hay, por supuesto, un corto viaje hasta la idea de que todo es subjetivo, incluso los valores. Después de todo, si vives en Alaska, pensarías que vivir en un iglú es bastante normal. Del mismo modo, a estos efectos, sería cerrar la puerta del iglú ante tu bisabuela para que se congele hasta la muerte; similarmente, no tiene nada de «malo» una sociedad canibalesca. No existe cosa tal como que «lo correcto» es normal. Es «cualquier cosa que la sociedad dice es normal».
Se ha vuelto una tradición santificada en la educación pública repetir este análisis al menos anualmente. Pronto, los bien entrenados estudiantes pueden corear el estribillo «todo lo que la sociedad…» sin siquiera perder tiempo para analizar cómo pudo haber caído el árbol tan silenciosamente.
Cierto, el estudiante promedio piensa un rato que toda esta idea es un poco extraña. Cuando se trata de percepción, claro que el árbol hace ruido. Cuando se trata de valores, algunas cosas simplemente deben ser «correctas» y otras erradas.
Pero la mente pensante, impresionable, capta la idea. Fuera de sí mismo y su comprensión, no hay absolutos. No hay valores absolutos, no hay verdad absoluta. No hay realidad absoluta.

Esa es una Buena Respuesta, Pero No a mi Pregunta

Esto quizás ayude a explicar un cierto fenómeno que frecuentemente me confundió en el pasado.
Un pasatiempo nacional judío favorito es pedir pruebas. Arriba de todo en la escala de popularidad con pedidos de probar que Di-s existe, que nosotros tenemos elección libre, y que los Mets vas a ganar el campeonato, está el probar que la Torá es verdadera.
Ahora bien, algunas personas hacen esta pregunta porque piensan que los Rabinos disfrutan contestándola. Otros, sin embargo, están genuinamente interesados en cómo una persona de otra manera inteligente (como parece ser el Rabino) puede creer realmente semejante cosa.
Casi invariablemente, después de la larga discusión, uno se golpea contra una pared de ladrillos. «Pero, con todo, ¿cómo sabe que es cierto?» Ocasionalmente hay una objeción al razonamiento o a la metodología empleada, y esto es comprensible y abierto a la discusión. Así también, si la persona no buscaba una explicación racional en primer lugar, su descontento sería comprensible.
Pero si buscaba una explicación, y obtuvo una en la que no podía hallar fallas, ¿qué le molesta?

Verdad o Consecuencia

Quizás su verdadera pregunta no ha sido contestada porque nunca ha sido articulada claramente en primer lugar. El no quería realmente saber cómo puede uno saber que la Torá es auténtica, o que cualquier otra cosa lo sea. Quería saber cómo puede uno creer que cualquier cosa sea cierta; que existe una cosa tal como la verdad.
Un millón de demostraciones no bastarían si la persona cree que no hay cosa tal como la verdad. Uno puede probar que algo es plausible, pero no puede demostrarse como verdadera si la verdad no existe.
Uso la palabra `creer’ intencionalmente. Cuando se le pide que demuestre que no existe una cosa tal como la verdad, o al menos que acepte temporalmente (en aras del argumento) que la verdad existe, el escéptico es incapaz de hacerlo. Está convencido más allá de cualquier duda que no existe una cosa tal como la verdad. Esta es la única cosa que cree absolutamente verdadera.
¿Cómo puede ignorar esta postura que se contradice consigo misma? La mente ha absorbido durante años el agradable pensamiento de que el único tipo de realidad es la subjetiva, y que puedes creer cualquier cosa que quieras sin la más mínima posibilidad de que alguna vez se demuestre que estás equivocado — porque nada es realmente correcto o errado. El ego ha sido desarrollado a tal grado que perdura como la única existencia que es absoluta.
Afortunadamente, para esta actitud la historia nos ha provisto de un remedio, los milagros.

Arder o No Arder

Sin volvernos demasiado técnicos, podríamos definir un milagro como un suceso que viola las leyes de la naturaleza. La aceptación de un milagro es, por supuesto, sumamente difícil para quien la única existencia de la que está seguro es la propia. Aun si fue testigo de un milagro con sus propios ojos, probablemente lo explicará para que deje de serlo. Cuan plausible será su impugnación, dependerá del tipo de milagro ocurrido.
Hay tipos diversos de milagros. Una categoría de milagros sería aquella en la que las características de algo son alteradas. Al partirse el mar durante el Exodo, por ejemplo, el agua, que comúnmente fluye, se paró en cambio erguida como una pared.
Otra categoría es aquella en la que la substancia sigue siendo la misma, pero la cantidad cambia. En el relato bíblico acerca del profeta Elisha y una viuda pobre, por ejemplo, apareció milagrosamente una cantidad de aceite, de modo que un pequeño recipiente pueda llenar un número grande de recipientes vacíos.
Los comentaristas, al intentar determinar qué sucedió exactamente en la época de Janucá, tienen dificultades al tratar de encuadrar la menorá encendida en cualquiera de estas categorías.
Intentemos la primera manera: había suficiente aceite para un día, y el milagro consistió en que la naturaleza del aceite cambió. En vez de arder de manera normal, lo hizo a 1/8 de velocidad.
Podríamos imaginarnos a estos hombres usando este aceite en una de las siguientes maneras: lo dividieron en 8 raciones (cada una de 1/8 de la cantidad usual), usando una ración por día; o quizás llenaron la menorá con toda la cantidad el primer día, y sólo se consumió un octavo cada día (quedando 7/8 para el segundo, etc.).
Nunca podrían haber encendido la menorá de esta manera, sin embargo, a causa de un requerimiento legal del Gran Templo. Las leyes de la menorá requieren que sea llenada con la cantidad apropiada de aceite antes de poder usarse. Una menorá que sólo está llena 1/8 (o incluso de la segunda manera, llena 7/8, como sería en el segundo día) no puede encenderse.
Decir que cambió la cantidad de aceite también presenta una dificultad técnica. Si apareció más aceite milagrosamente (como sucedió en el antedicho caso de Elisha) y llenó la menorá, faltaría otro requerimiento.
La Torá exige que el aceite usado en la menorá venga únicamente de aceitunas, y de ninguna otra fuente. El aceite milagroso podía ser usado por una viuda para venderlo y con ello mantenerse a sí misma, pero no para un mandamiento que especifica una fuente natural.

Perdón, ¿No Vio 2,5 Amot Por Allí?

La asombrosa naturaleza del milagro de la menorá puede ser entendido al compararse con otro milagro que ocurrió en el Templo. Nuestros Sabios nos dicen que «el Arca no ocupaba lugar».
La Torá ordena que las medidas del arca sean de 1 amá (48 centímetros) de ancho y 2,5 amot (plural de amá) de largo. En ambos extremos había «keruvím» (querubines) de oro con alas que se extendían diez amot más allá del borde del Arca a cada lado.
Por lo tanto, tenemos una longitud total de 22,5 amot; veinte para los «keruvím» y 2,5 para el Arca. Hasta aquí, todo va bien. Sólo que hay un problema. Este objeto, que tenía 22,5 amot, tenía que caber en el Santo de Santos, que medía veinte amot. Y lo hizo.
A este milagro se refiere la frase «el Arca no ocupaba lugar». Era como si las 2,5 amot del Arca no ocupaban lugar.
Este no era un milagro ordinario. El Arca no desapareció, y el Santo de Santos no se estiró. Cuando el Sumo Sacerdote entraba a esta sala, podría haber medido un Arca de 2,5 amot, «keruvím» de diez amot cada uno, y una sala de veinte amot — todo simultáneamente.
Los escritos místicos explican que en el Arca se revelaba una santidad del mundo espiritual de Beriá, que trasciende los límites del espacio físico. Esto no significa, sin embargo, que las dimensiones físicas desaparecieran. El Arca seguía midiendo 2,5 amot; por el contrario, de haber sido más chico, no habría sido apto como Arca, y el milagro no hubiera ocurrido.
Este milagro casi no tuvo paralelo. Al mismo tiempo que el Arca ocupó espacio (2,5 amot) no ocupó espacio. Los filósofos judíos usan la expresión «nimná hanimnaot», que se traduce más o menos como «es imposible que cosa alguna le sea imposible a El». La capacidad infinita de Di-s puede hacer que algo ocupe espacio y no lo ocupe simultáneamente.
Totalmente irracional.

Esto nos lleva de vuelta a la menorá. El aceite que habían encontrado había sido extraído de aceitunas, no fue creado milagrosamente. Ni fueron alteradas sus cualidades. Así también, la menorá estaba llena hasta el tope constantemente.
Más bien, el milagro fue parecido al del Arca. El aceite ardió sin consumirse. Simultáneamente, «ardió» sin «arder».
Nuestra mente no rechaza tan fuertemente la posibilidad de que algo milagrosamente se estire, encoja, o desaparezca, por ejemplo. Así también, un aceite que arde más lento o un poco de aceite extra, aunque milagroso, podría posiblemente desecharse.
La existencia de algo patentemente no-racional, nos fuerza a abandonar totalmente nuestras preconcepciones y enfrentar la imponente trascendencia del Creador. Para El, lo totalmente imposible también es posible.
Semejante milagro desafía el axioma más básico de nuestro intelecto, que algo no se contradiga directamente.

Respondiendo a Nuestras Limitaciones

La educación moderna ha instalado dentro de nosotros el sentimiento de que podemos comprenderlo todo. Además, como se mencionara arriba, la realidad existe sólo en el grado en que puedes comprenderla y experimentarla. Si no puedes comprenderla, o no la has experimentado, la «falla» no es atribuida a ti. Tu sentimiento como ser perdura intacto. En cambio, es la realidad lo que se proclama irreal.
Los milagros realzan significativamente el doloroso hecho de que somos limitados. Hay muchas cosas que no comprendemos, y otras que por definición son imposible de comprender jamás. El encendido de la menorá era un milagro tal. No debería sorprendernos, con nuestra incapacidad de concebir los misterios de la Creación. Como lo expresan los filósofos, «si yo Lo entendiera, yo Lo sería». No hay de qué avergonzarse. Imagínate tratando de comprender el Infinito con un pedazo de carne; aquel que está ubicado entre nuestras orejas. Es cierto, es un corte de lo mejor, pero como quieras ponerlo, un objeto finito no puede captar la infinidad.
La generación que había sido dominada por la civilización griega precisaba un milagro como aquel de Janucá para mostrarle cuán limitado es realmente el intelecto humano.
Hoy, nuestro problema está aun más hondamente arraigado. Se nos ha retorcido llevándonos a creer sólo en nosotros mismos. Janucá nos da la oportunidad de cambiar.

(extraído de Jabad Magazine, www.jabad.org.ar).

Rabino Berel Bell de Yedion (USA)

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