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Sobre un Ala y una Plegaria

Extraido de El poder de la palabra

La necesidad de ganarme el sustento hizo que me transformara en un frecuente viajero aéreo sin muchas ganas de serlo. Como puede asegurar cualquiera que viaje aunque sea una o dos veces al año, la poca predisposición se debe a que toda la emoción y el goce que los viajes aéreos ofrecían antes se perdieron el día en que las líneas aéreas se dieron cuenta de la cantidad de dinero que podían ganar incorporando dos, tres o incluso cuatro hileras más de asientos. Cenar sobre una bandeja de espuma de poliestireno con utensilios liliputenses, darse un festín con provisiones parcialmente congeladas, soportar los caprichos del equipaje perdido, las partidas demoradas y la atemorizante turbulencia, todo junto contribuye a la convicción de los viajeros frecuentes respecto a que si hubiera cualquier otro medio rápido para llegar desde el punto A hasta el punto B, lo usarían con agrado.

A pesar de todo esto, todos mis viajes y peregrinaciones cuentan con un beneficio incuestionable. A menudo veo que estoy sentado al lado de personas extraordinariamente interesantes. Algunos son extravagantes, otros más sencillos; algunos son toscos, otros vanidosos. Desde ideólogos hasta atletas, de astronautas a meteorólogos, desde menores sin acompañantes hasta octogenarios, se trata de personas infinitamente variadas y fascinantes.

En este mismo momento recuerdo haber compartido la compañía de un piloto de helicópteros en Vietnam, del asistente del fiscal del distrito, del director de Comisión de subterráneos de la ciudad de Nueva York, del rabino reformista más destacado de los Estados Unidos (según él mismo me dijo), del ministro de salud, educación y justicia israelí (tres personas diferentes en tres viajes diferentes; me habían pasado a primera clase en cada ocasión), el campeón de natación del Club Oso Polar de Alaska, el discjockey de una radio de Oakland, el principal fabricante de espadas de adorno de los Estados Unidos, el embajador israelí en los Estados Unidos (véase el paréntesis anterior), innumerables empleados bancarios, estudiantes de informática, vendedores de diamantes, comerciantes, ex empleados de la aerolínea y maestros jubilados, por nombrar sólo a algunos.

En algunas ocasiones me encontré hecho un sándwich entre dos individuos sumamente diferentes, viéndome obligado a actuar de traductor, moderador y a veces incluso de referí, como cuando el entrenador de fútbol y el periodista de investigación que lo había destruido me tenían sólo a mí para actuar como paragolpes entre ambos.

En un vuelo en especial, «diferentes» fue sin lugar a dudas la palabra clave, ya que a mi derecha estaba sentado el destacado tzadik y sabio, el Rab Arie Finkel de la Yeshivá Mir de Jerusalem, mientras que a mi izquierda viajaba un israelí mal predispuesto de mediana edad y con la cabeza descubierta. Era obvio, y no sólo por su atuendo (o por la falta del mismo) que la ubicación geográfica de mi vecino de la izquierda era más que un mero punto de referencia; ésa era también su identificación política e ideológica.

En términos de orientación espiritual, lo clasificaría como aún-no-religioso. En verdad, al comienzo mismo del viaje Dan (su primer nombre) se clasificó a sí mismo como «jiloní jaredí», significando que no sólo que aún-no-era-religioso, sino que era con todas sus fuerzas anti religioso.

Una vieja política que mantengo es hablar con mis vecinos de viaje, particularmente si son de la clase de Dan. Un viaje desde Tel Aviv hasta Nueva York, o a la inversa, lleva por lo menos diez horas, tiempo más que suficiente para llegar a conocer a la otra persona y mantener con ella una conversación inteligente. La familiaridad y camaradería que puede lograrse en este período de tiempo contrasta fuertemente con el conocimiento fugaz que se puede lograr en una cena de bar mitzva, en un viaje en subterráneo o en el mostrador del cajero, y a menudo tiene efectos duraderos.

Descubrí que muchas personas -por cierto la mayoría de los que se sentaron a mi lado en los vuelos- habían pensado muy poco o nada respecto a sus propias vidas. Por ello, razoné, probablemente no haya ningún momento más oportuno para conversar con otro judío sobre Dios y sobre la religión que en un largo viaje desde o hacia la Tierra Santa.

No hace falta que diga que el Rab Arie no necesitaba que yo incrementara su fe, aunque sin lugar a dudas yo me habría beneficiado de hablar con él sobre el tema. Sin embargo, en relación con Dan, bueno… ésa era otra olla de guefilte fish…

Dan no sólo sentía mucha antipatía hacia la creencia, la observancia y las costumbres judías, sino que encabezaba (como él mismo aseguró) movimientos y legislaciones anti-religiosas. Usaba sus modestas influencias en este sentido siempre que le era posible y estaba bastante orgulloso de sus logros.
¿Es necesario que diga que mi vecino no dejó ninguna puerta abierta al diálogo? De todas maneras yo lo intenté, pero Dan había decidido varias décadas antes de que yo abriera la boca, que nada que yo o mis coafiliados pudiéramos decir respecto a cualquier tema merecía su atención.
Y el asunto quedó más o menos así; Dan regresó a sus periódicos y revistas y yo a un sueño intermitente hasta que transcurrieron aproximadamente ocho horas del vuelo y comenzó a despuntar el alba.

Confieso con gran vergüenza que el alba es algo a lo que llegué a acostumbrarme con el paso de los años. Provoca lo que debe en mi Rolex biológico, a medida que el tiempo transcurre y yo sigo adelante. Pero para el Rab Arie Finkel, el justo y devoto estudioso, un nuevo amanecer tiene un significado absolutamente diferente, y en un santiamén ya estaba levantado y ataviado en sus mejores galas rabínicas, listo para atribuirle al nuevo día el significado que manda la tradición en el momento exacto. No se debía perder ni un segundo antes de aprovechar la primera oportunidad para agradecer al Todopoderoso por la vida y por Sus bendiciones, por la manutención y la salud.

Así fue como el Rab Arie se preparó para recitar las plegarias matutinas. Respetuosamente se colocó su levita y su sombrero. Sin ninguna intención de rezar en voz baja, el Rab Arie comenzó a balancearse vigorosamente hacia adelante y hacia atrás, con una sonrisa radiante en los labios mientras Le agradecía al Todopoderoso por cada una de las bendiciones que Él le otorga al hombre.

Y mientras que yo me sentía maravillado por la ceremonia y el agradecimiento sincero del Rab Arie, la reacción de Dan fue completamente diferente. Él observaba incrédulo al Rab, con las dagas de sus ojos listas para atacar. Antes de comenzar su ataque, miró alrededor para ver si la gente estaba instigando a una protesta masiva. Tal vez él pensó que todos los pasajeros unirían sus fuerzas en una manifestación anti-plegaria. Pero para su sorpresa y desilusión, ésa no era la corriente que prevalecía. Todos los rebeldes-sin-causa estaban o bien durmiendo o bien concentrados en los entretenimientos del viaje y en las opciones de confort que ofrecía el avión. El pobre Dan tendría que lanzar este ataque por su propia cuenta.

Mientras el Rab Arie delicadamente pasaba de una palabra a la siguiente, cuidándolas como uno haría con las joyas más valiosas que posee, Dan se agarró del poco cabello que le quedaba y se puso a tirarse del pelo como loco:

– ¿Qué está haciendo este loco? -su pregunta era más bien un desafío.
– Mmm, está recitando las bendiciones matutinas -le respondí con cuidado, pescando cada sílaba que pronunciaba como si fuera una trucha furtiva-. Cada mañana, lo primero que se hace es… -continué con la pesca, pero no logré encontrar la frase correcta para articular la intensidad de la concentración, el rítmico vaivén y la devoción que implicaba agradecerle al Creador por haberme devuelto el alma y brindarme un nuevo día, así que me callé y me mordí la lengua.

Dan perdió todo su autocontrol y no lo ocultó. Luego de analizar todas sus opciones, me dijo:
– ¡Mira, este barbudo es uno de los tuyos, así que por tu bien haz que se calle y se siente ahora mismo!
Pero yo no estaba dispuesto a ser su cómplice. Si Dan me hubiera pedido que le hiciera lugar para que pudiera salir e ir al baño, o que apagara mi luz, o cualquier otro pedido típico de un vecino, yo lo habría hecho con gusto. Pero interrumpir la devoción del Rab Arie era algo que yo no podía aceptar, incluso si me lo hubiese pedido por una causa legítima, salvo que fuera una cuestión de vida o muerte.

Dan no estaba dispuesto a aceptar esta derrota de ninguna manera. Dando un salto de su asiento y trepando por encima de mí detuvo a la primera azafata que apareció.
– ¡DETÉNGANLO! -gritó señalando al Rab Arie como si el sabio estuviera planeando secuestrar el avión. La azafata evaluó la situación, suprimió su sonrisa y continuó con sus tareas.

A Dan esto no le parecía nada divertido. Llevó a la fuerza a un aeromozo hacia un costado del pasillo, gesticulando como un predicador negro en una reunión de renacimiento espiritual. Y todo el tiempo el Rab Arie continuaba con sus súplicas, haciendo caso omiso a toda la conmoción… En verdad, sin notar ninguna distracción mundana.
Cuando el aeromozo estuvo seguro de haber comprendido la naturaleza de la emergencia, no le dedicó al tema más atención que su compañera.

– ¡Tontos! -bramó Dan. ¿Acaso no comprendían la gravedad de la situación? ¡Había allí un transplante arcaico de un mundo hace tiempo osificado, osando desafiar a la modernidad en un sitio público! ¡Y como si fuera poco, a viva voz! ¡Ése era un descarado delito criminal!

Dan había perdido su paciencia con los subordinados de la tripulación y decidió llevar su queja a la jerarquía. Tenía mucho tiempo para hacerlo, porque las plegarias salían de la boca del Rab Arie de a una valiosa p-a-l-a-b-r-a por vez. En menos de un minuto Dan había regresado, esta vez trayendo al sobrecargo, y le exigió (con una mano sobre la Santa Biblia, éstas fueron sus palabras): «¡Échenlo del avión!».

Admito que me llevó mi tiempo comenzar a actuar, pero en ese momento ya no podía seguir allí de brazos cruzados. Sugerí que un desalojo a la altitud que nos encontrábamos era poco práctico, además de completamente injustificado, por no decir nada de lo poco amistoso; y el sobrecargo estuvo de acuerdo conmigo.

Dan estaba a punto de sufrir un infarto. Pero cuando empezó a exigir que llamaran al piloto y a los agentes de seguridad o de lo contrario él promovería una crisis parlamentaria al respecto, finalmente el Rab Arie concluyó. Debió de haber estado recitando sus plegarias matutinas durante cinco minutos, aunque con todo el tumulto pareció una eternidad. Finalmente Dan pudo recuperar un ritmo de respiración normal y volvió a sentarse.

El Rab Arie permanecía ajeno a lo que había ocurrido. No había terminado de dejar su sombrero de lado, cuando lo pensó mejor y salió caminando por el pasillo del avión. Cuando regresó del baño público, volvió a colocarse su levita y su sombrero y comenzó a balancearse.
– Y ahora ¿qué está haciendo? -Dan buscó un poco más de pelo de su calva.
– Señor -le respondí, volviendo a tratar de pescar mis palabras, pero sin poder atrapar la palabra aplicable-. No sé cómo explicarle esto en términos delicados, pero hay una bendición que recitamos al salir del baño.

– ¡POR FAVOR! -explotó. Pero entonces se detuvo un segundo dejando que el silencio hablara por él.
– Entiendo que se le acabó la paciencia…-intenté calmarlo con mi voz más tranquila-. Pero lo único que tiene que hacer es ir de visita a un hospital y ver con sus propios ojos las consecuencias de no poder hacer aquello que damos por descontado. Si los orificios de entrada no dejan entrar o los orificios de salida no dejan salir, o si hay una ruptura o un bloqueo, entonces esa persona sufre dolores tremendos e insoportables. Cuando las cañerías funcionan de la manera adecuada, entonces tenemos muchas razones para agradecer.

De repente la fisonomía de Dan se alteró y adoptó la expresión que se ve en los cirujanos dentro del quirófano o de los talladores de diamantes partiendo el Koh-i-nor . Obviamente algo de lo que dije dio en el blanco. En ese momento manifestó un grado de seriedad posible sólo para aquéllos que están a punto de ser ejecutados por un batallón de fusilamiento. Luego de unos largos momentos de introspección, me miró y me dijo:
– ¿Sabes algo? En eso tienes razón.
Durante el resto del vuelo Dan y yo hablamos de teología.
Como ambos nos dirigíamos a Los Ángeles, le dije en dónde daría mis conferencias y allí fue. Desde entonces me he encontrado muchas veces con él en Jerusalem y en otras partes en las cuales él nunca antes habría permitido dejarse ver.
Yo diría que las plegarias del Rab Arie obtuvieron respuesta.

UNA PEQUEÑA PALABRA
A veces tan sólo una palabra o una bendición dichas con sinceridad pueden lograr resultados que uno nunca habría creído posibles.

Hanoch Teller

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