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Shavuot: buscando el éxito en el matrimonio

Hay una historia que cuenta de un pobre que fue invitado a cenar al hogar de un hombre adinerado.
Al final de la suculenta comida, el anfitrión sugería habitualmente a cada uno de sus invitados pobres a tomar de su hogar alguno de los caros utensilios de la vajilla de plata o de cristal que vestían su mesa.
Cuando llegó su turno, este pobre eligió la pequeña campanilla de cristal que su anfitrión había usado cada vez que quería que se sirviera el próximo plato. El pobre había notado que cada vez que la mesa se vaciaba, su anfitrión hacía sonar la pequeña campanilla y dos sirvientes aparecerían con la comida. Cuando el alimento se acabó, el rico tocó la campana nuevamente y los dos sirvientes aparecieron con más comida.
El anfitrión consideró más bien extraña la elección del pobre. La campanilla no era muy útil para un pobre aldeano. Pero se la dio. Y el pobre se hizo al camino.

Poco tiempo después, el pobre envió una invitación llamando a la aldea entera a una cena que ofrecería en su casa. Colocó largos bancos y mesas de madera, y esperó con gran ansiedad que sus invitados llegaran. Finalmente todos se sentaron en las vacías mesas, y con gran pompa el pobre hizo sonar su pequeña campanilla de cristal.
Nada sucedió.
Trató de hacerla sonar más y más fuerte, pero fue en vano. Avergonzado e indignado corrió a la casa del hombre adinerado y le gritó:
«¡Me has engañado! ¡Cambiaste la campanilla! ¡La que tú usabas funcionaba, y ésta no funciona!»
Lo que el pobre hombre, tristemente, no había llegado a comprender era que la campanilla no le daría los mismos resultados que al hombre adinerado. Sólo con la acumulación previa de riquezas podría usar una campanilla para convocar a los sirvientes. Pero sin esta riqueza como apoyo, tocar la campana no tenía sentido.

Al analizar la relación interpersonal, hemos llegado a esperar –y posiblemente con sobradas razones– que la relación funcione. Después de todo, ya han pasado más de cinco mil años desde que la gente se casa, de modo que naturalmente hemos aprendido a darlo por sentado. Nuestros abuelos lo hicieron, nuestros bisabuelos lo hicieron, y nosotros conocemos a gente que no es muy brillante o exitosa de otra manera, y también ellos lo hacen — y funciona.
No es para nada del tipo de cosas que requieren esfuerzo y talento.
Y con todo, no siempre funciona.
En tanto que nuestros abuelos apreciaron un matrimonio monógamo para toda la vida, hoy las cabezas se vuelven cuando alguien logra «prolongarlo» por cualquier lapso de tiempo. Y aunque hacemos sonar la campana tal como lo hicieron nuestros abuelos, en nuestro caso no funciona como lo hacía para ellos.

Si observamos nuestras festividades, Shavuot, el aniversario de la revelación en Sinaí, es también, precisamente, el aniversario del «casamiento» entre Di-s y los judíos. La Torá, y la filosofía jasídica en particular, examina la naturaleza de esta relación Divina: qué significa llevarse bien, cuáles son los talentos y las virtudes que hacen que las relaciones funcionen — particularmente el vínculo matrimonial.
Como matrimonio Divino, es un punto de referencia ideal con el cual podemos evaluar nuestras propias ideas acerca de las relaciones en general, y evaluar nuestras relaciones personales.
En la boda entre los judíos y Di-s, hubo una atracción inicial que nosotros sentimos por Di-s porque simplemente no podíamos hacer otra cosa; El es, después de todo, muy impresionante. La Hagadá de Pesaj nos cuenta que cuando Di-s nos sacó de Egipto, no envió un mensajero a hacerlo por El. Di-s Mismo vino, en toda Su gloria, a sacarnos de allí. Naturalmente, semejante gesto evoca sentimientos de reverencia, respeto, fascinación y amor. Por lo tanto, seguimos a Di-s de buen grado por el desierto, aceptando ansiosamente Sus mandamientos y consintiendo alegremente a Su propuesta.
Nos casamos.

Luego Di-s nos llevó a una tierra llamada Israel para nuestra luna de miel. Era una maravillosa luna de miel que duró cuatrocientos años, durante los cuales continuamente nos impregnamos de la santidad de Israel. Y si a veces nuestros sentimientos para con Di-s comenzaban a menguar un poco, íbamos a Jerusalén, al Templo, y la excitación evocativa de nuestros días iniciales juntos era rescatada. Allí sentíamos una maravillosa cercanía a Di-s en tanto observábamos los diez milagros que ocurrían de a diario en el Templo.
Revividos nuestra admiración y amor, éramos entonces capaces de continuar cómodamente con nuestra relación.

En un punto, sin embargo, Di-s dijo que la luna de miel había terminado.
No había más Templo, no habían más milagros.
De ahora en más era simplemente tú y Yo. Y si tú Me amas, debes amarme por lo que Yo soy. No por Mis milagros y no por los portentos de las plagas y los mares partidos.
De modo que nos fue quitado el Templo, fuimos desalojados de Israel, y aunque Di-s no obligaba más nuestros afectos, nosotros no Lo rechazamos.
Nuestra relación floreció.
Porque la virtud y el talento de una relación con un ser humano no está en que reconozcamos a la persona adorable cuando vemos una — eso no evidencia ningún talento. No consiste en que podamos respetar a alguien que impone respeto con su mera presencia y esencia — tampoco eso es talento alguno. Es la habilidad de responder a las necesidades de otro porque las reconocemos tal como reconocemos las propias.
Así que si Di-s expresó Su necesidad de estar cerca de nosotros, para ser respetado y amado, cosa que El hizo (proponiendo una pregunta teológica interesante analizada extensamente por Maimónides y la filosofía jasídica), no intentamos calificar esta necesidad. Simplemente respondemos como quisiéramos que otros respondieran a nosotros.
En las relaciones interpersonales, es frecuentemente el comportamiento exterior más importante y más significativo que los sentimientos internos y el intelecto que está detrás de la conducta.

A veces es importante detenerse y considerar nuestro ser exterior –nuestro pensamiento, palabra y acción– conocidos en la jerga jasídica como «las vestimentas» del alma o, dicho simplemente, las manifestaciones básicas de la conducta humana.
Frecuentemente oímos formular la pregunta: «¿Cómo puede mandar la Torá que amemos a otro judío, o que respetemos a nuestros padres? ¿Se nos puede ordenar que sintamos de una cierta manera hacia alguien?»
Por otra parte, si el amor estaba reservado solamente para aquellos que lo inspiran, el respeto para aquellos que lo imponen, y la compasión para aquellos que la evocan, la Torá habría articulado el mandamiento de manera diferente. Habría dicho: «Se adorable para que tu semejante judío te ame». O el mandamiento de honrar a los padres se habría dirigido a ellos, diciéndoles que actuaran respetablemente de manera que sus hijos los respetaran.
Obviamente, semejantes afectos producirían únicamente relaciones condicionales que son simplemente de auto-servicio y, en el mejor de los casos, no particularmente virtuosas.

La virtud de las relaciones humanas es la capacidad de aprender de nuestra propia experiencia humana cómo responder a otros con nuestros pensamientos, palabras y acciones.
Sabemos honda y personalmente cuánto necesitamos ser apreciados, cuánto necesitamos ser reconocidos y amados. Esta conciencia debería permitirnos dirigir aquellas necesidades hacia afuera, en dirección a la otra persona, puesto que también ella debe tener necesidades; y, tal como nosotros, también ella debe buscar que éstas se cumplan.

Considérese a la persona que ignora a un pordiosero porque piensa que el pordiosero no tiene un particular aspecto de desnutrición. Dos semanas después, el mismo pordiosero, ahora famélico y hambriento, despierta compasión meramente por su terrible aspecto. Ahora la ayuda surge fácilmente de todos, incluyendo a aquel que lo rechazó en sus días mejores.
El pordiosero ha logrado conmocionarlo, pero esto a duras penas podría llamarse compasión.
La verdaderamente persona compasiva es aquella que actúa compasivamente porque se trata de una necesidad humana que él, como ser humano, reconoce, y no porque alguien haya logrado activar sus sentimientos.
Lo mismo es cierto de una persona que ama.
No damos el crédito de ser una persona que ama a aquel que ama a un semejante que le ha salvado la vida. Todos lo amarían. La persona que ama lo hace sin que se lo lleve a amar. Sin que algún otro despierte ese amor, él lo ofrece de buena gana, lo inicia, y ama voluntariamente. En términos muy simplistas, la persona que ama, ama al alma pobre a quien todos los demás rechazan e ignoran. Porque mientras otros esperan que este «perdedor» los conmueva al amor, la persona que ama es la que inicia este amor, y no la que reacciona a él. La suya es una capacidad saludable para el amor y él la da incondicionalmente.
Es, finalmente, no cuestión de cómo la otra persona nos enciende, sino de si tenemos la capacidad para dar o sólo para recibir. Ciertamente en nuestro propio matrimonio, así como en nuestro matrimonio con Di-s, esto es así.

Resulta fácil comprender por qué, en nuestra sociedad que ensalza las virtudes de la gratificación instantánea, los casamientos modernos son tan rápidos para fracasar. Hemos olvidado qué significa dar de nosotros mismos libremente, sin demandar una devolución inmediata.
Y al principio, la novedad del casamiento y la excitación que los recién casados experimentan, hace que todo parezca muy fácil. Nos miramos uno al otro y pensamos que hay tanto para amar, tanto para admirar, tanto para apreciar. Un par de semanas luego, cuando la luna de miel ha concluido, nos miramos uno al otro y nos preguntamos qué era aquello con lo que tanto nos entusiasmamos en primer lugar. Al esposo le cuesta ver cualquier cosa en su esposa que fuera digna de admiración, la mujer no puede imaginar por qué ella pensó alguna vez que él merecía respeto.
Nos gastamos.

Rechazamos la sugerencia del consejero matrimonial para desplegar serios esfuerzos en tratar uno al otro con respeto y amor, porque, argumentamos, es un actuación, no la cosa real.
Creemos que los sentimientos que vienen espontáneamente y sin esfuerzo son genuinos, en tanto que aquellos que requieren esfuerzo son presuntuosos.
Pero de hecho, lo cierto es lo contrario.
La excitación experimentada en las nuevas relaciones frecuentemente es enceguecedora. Los sentimientos de amor y admiración que vienen precipitados no son necesariamente genuinos. Es sólo después de que la pareja se asienta, cuando la excitación inicial ha pasado y comienzan los vaivenes de la vida real, que aprendemos si nuestra relación está apoyada por afectos genuinos. Pero el amor y la admiración, que comienzan a marchitarse junto con la novedad del matrimonio, no son más que superficiales. No exige moralidad, responsabilidad, madurez o bondad, verse barrido y enamorado por alguien que puede hacernos sentir de esa manera. Es meramente una reacción engendrada por un estímulo externo, y como tal no es más significativa o efectiva que la campanilla del pobre sonando.

Este, entonces, es el talento.
Ser respetuoso, compasivo, y amar a los demás por convicción, y no porque los demás hayan inspirado esos sentimientos.
Semejante compasión, amor, etc., son más que genuinos.
Son virtuosos.
Son una expresión de lo que nosotros estamos haciendo por los demás, no de lo que está siendo hecho a nosotros por otros. En un matrimonio exitoso, el énfasis es puesto en lo que nosotros hacemos para nuestra pareja, no en lo que nuestra pareja hace por nosotros.

En nuestra relación con Di-s, nuestra lealtad se evidencia en nuestro comportamiento externo, nuestro compromiso con la Torá. Y en nuestro acta de matrimonio, la Torá, Di-s dice que El se preocupa primariamente de nuestro comportamiento exterior, nuestro pensamiento, palabra y acción.
De modo que si a veces sentimos que nuestro entusiasmo por hacer mitzvot se ha atenuado, seguimos cumpliéndolas si esperamos mantener un matrimonio viable.
Por supuesto, existe el argumento de que es hipócrita cumplir las mitzvot si no estamos seguros de que nuestro corazón está de acuerdo. O el razonamiento engañoso que puesto que podemos no estar seguros de querer cumplir las mitzvot desde la profundidad de nuestros corazones, mejores haríamos deteniéndonos hasta determinar qué es precisamente lo que pesa en nuestros corazones. O el argumento perenne del «judío en el corazón» que está tan lleno de buenas intenciones, cree él, que cualquier observancia activa de la Torá no serviría correctamente para elaborar esta noción.

No importa cuán apeladores resulten estos argumentos, son todos significativamente falsos. Porque el hecho es que un razonamiento tal no hace nada más que disminuir la potencia y originalidad del matrimonio: una relación mutua, bilateral. Estos argumentos simplemente ayudan a la relación a languidecer.
Esto explica por qué la Torá nos puede decir que amemos y respetemos a otros.
Cuando la Torá nos ordena que «amemos a nuestro semejante judío», no está hablando de alguna increíblemente profunda sensación o impulso de nuestro alma o de nuestro corazón. Lo que la Torá está diciendo es que debemos pensar, hablar, y actuar con amor. Cuando la Torá dice «Honra a tu padre y a tu madre», no está hablando de algún tipo de nexo entre el padre y el niño. Nos está diciendo que pensemos, hablemos, y actuemos respetuosamente. Si no sientes respeto por ellos, nos dice la Torá, hazlo de todos modos, sin considerar tus sentimientos. La Torá no nos aconseja someternos a un extensivo psicoanális para descifrar las razones ocultas de nuestros sentimientos o los móviles subyacentes a nuestro comportamiento. En este punto, nos dice la filosofía del jasidut, no es virtuoso contemplar los procesos interiores de nuestro corazón, o sondear cada región sutil de nuestra alma.

El sondeo del alma es básicamente un interés que lo absorbe a uno mismo y no logra nada para la otra persona. Es sólo después de que hemos visto que nuestros pensamientos, palabras y acciones son coherentemente benévolas, que este sondeo ayuda a especular acerca de la sinceridad de nuestro comportamiento.
Similarmente, en una relación saludable entre un esposo y su mujer, el primer interés es nuestro comportamiento hacia nuestra pareja. Si un hombre piensa bondadosamente de su esposa, le habla suavemente, y actúa cariñosamente con ella, ella tiene un buen matrimonio. Aun cuando en la máxima profundidad de su corazón, su devoción a ella puede no ser perfecto. Por otra parte, un hombre que abriga pensamientos pobres acerca de su esposa, habla condescendientemente con ella, y actúa con egoísmo, no puede esperar un buen matrimonio. Aun cuando en la profundidad de su corazón él la ama mucho. Su amor es inútil a ella ni beneficia de manera alguna la relación.

Cuando recibimos la Torá en Sinaí, nos paramos debajo del palio nupcial con Di-s y dijimos «Naasé Venishmá». Primero haremos lo Tú pides de nosotros. Luego, sólo después de habernos ocupado de lo que precisa hacerse en cuanto a nuestro pensamiento, palabra y acción, estudiaremos. Sólo entonces, puede la relación ser mejorada a través de la contemplación y el sondeo del alma.
Maimónides, acreditado como uno de los más grandes filósofos judíos, conoció muy bien el valor del autoanálisis. No obstante, dijo que cuando se trata de lo que realmente importa, es un pensamiento bondadoso, una palabra buena, una mitzvá, lo que puede hacer una diferencia en el mundo.
Seguramente, puede hacer una diferencia en nuestra propia relación.

(extraído de Jabad Magazine, www.jabad.org.ar).

 

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