Profundizando
Educación Judía
El rol de los padres en la educación
+100%-

Respetaras a tu padre y a tu madre

Extraído de Atem Banim del Rab Daniel Oppenheimer

Todos nos alegramos cuando suceden cosas que nos agradan. Quisiéramos que el placer fuese eterno y perfecto. Después de un lapso, nos damos cuenta de que las cosas que nos parecieron buenas y de las cuales quisiéramos más y más, también tienen su costo, acarrean sus propios problemas y, al mismo tiempo que responden ciertas preguntas, formulan otras. A la vez que solucionan ciertos males, traen aparejadas otras cuestiones que deberán resolverse oportunamente.

Los años sesenta vieron (por lo menos en nuestra sociedad judía) un progresivo incremento en el alejamiento masivo de jóvenes del que se venía sufriendo ya por casi dos siglos a partir del «iluminismo», de la reforma, del «idishismo», de los movimientos de izquierda y otros, que con distintos lemas fueron más atractivos para la gente y se fueron llevando a su seno familias y comunidades enteras. Aliados permanentes fueron la curiosidad por lo nuevo y «moderno», la búsqueda de prosperidad material y seguridad económica y el temor a ser considerado «distinto» en una sociedad monocromática y antisemita.

De repente, o no tan de repente, la historia cambió su curso. No sólo que bajó substancialmente el número de hijos de familias observantes que se alejan de las fuentes y de sus padres, sino que, por el contrario, son muchos (comparado con lo que había antes) los que a partir de una educación de escuelas judías sin compromiso de observancia estricta de Mitzvot o incluso alumnos de escolaridad enteramente laica, buscan sus raíces y desafían todas las dificultades para comenzar una vida totalmente diferente a lo que habían estado acostumbrados hasta ese momento.
En Israel y en prácticamente todo el mundo, se da el fenómeno del Ba’al Teshuvá, quien modifica el itinerario de su vida para tomar el camino más difícil, remar en contra de la corriente y comenzar a observar las leyes de la Torá.

¿No es todo esto una buena razón para maravillarse? ¿No nos deberíamos considerar privilegiados por poder ser testigos, o quizás protagonistas de la profecía de la Torá que dice que llegará el momento cuando «judíos retornen hacia D»s con todo el corazón y todo el alma»? Sin duda que estamos hablando de la manifestación más extraordinaria desde la destrucción de nuestro Bet HaMikdash. No obstante, tomemos conciencia de lo que cuesta este vuelco para esta gente. Y no sin razón. Lo que ocurre es natural y veremos por qué.
El tema toca a muchas personas muy de cerca e intentaré ser claro y objetivo, para que la lectura de este capítulo esclarezca y apoye a todas las partes que se sientan identificadas con los problemas que estamos por presentar y que ocurren a menudo en las familias de los Ba’alei Teshuvá.

El efecto no deseado que se da en todo esto, que es muy fascinante, se da cuando los parientes, especialmente los padres de jóvenes adolescentes (o aun más maduros) se sienten molestos porque su hijo/a no sigue estrictamente su modo de vida, planteando – aun cuando no lo dijera explícitamente – un cambio en el estilo de vivir que recibió en su hogar (¿acaso quién no cambia algo de lo que recibió en su hogar?). No ayudan aquellos que echan leña al fuego, advirtiéndole a su hijo que le están haciendo «un lavaje de cerebro» y que lo están «alejando de la familia». Para peor, el acercamiento «exagerado» a la Torá es resultado, a menudo, en el caso de los hijos de aquellos que tomaron cierta conciencia acerca del desbordamiento de la asimilación e hicieron un tímido intento para que sus descendientes no fueran parte de esa desdichada estadística. ¡Y ahora esto! ¡Justo a mí me tiene que pasar que mi hijo quiera ser rabino! Con envidia miran a otros padres afortunados, que no sufren aquella desilusión y se cuestionan, si no se habrán equivocado al enseñarles a sus hijos la importancia de permanecer judíos.

Claro está, que cada uno conoce únicamente sus propios problemas y nunca se puede identificar totalmente con el de los demás. Lo más probable es que aquel otro padre, cuyo hijo no viste con atuendo «anticuado», ni siquiera sepa, cuando está ausente de su casa a la mitad de la noche, en qué anda su hijo… pero quizás tenga vergüenza de decirlo y se refugie detrás del pretexto de que «hoy las cosas son así» y que «no se puede ser distinto a todos» y que «ya se va a encarrilar».

Sin embargo, para aquel padre que desconoce sus raíces, la sola imagen de lo diferente y extraño, ni qué hablar la de un judío que tiene aspecto de antiguo, le causa rechazo. Pensar que su propio hijo eligiera una vida tan «remota» le hace sentir que está desechando y desmereciendo todo aquello que él, con mucho esfuerzo, le intentó brindar durante toda su vida. ¡Y qué peor cachetada que la que le puede llegar a dar un hijo propio! «¿Qué hice – se pregunta – para que me suceda esto?»
No cabe la menor duda de que un buen padre responsable quiere asegurar lo mejor para su hijo. Dado que es mayor y tiene más experiencia en la vida y hasta sería posible que él mismo hubiese sentido privación económica o persecución antisemita de chico, quisiera evitar que sus hijos padezcan de aquellos mismos males. Todo esto brota a partir del amor que los padres sentimos por nuestros hijos y, quizás, del instinto universal (y más destacado en la mentalidad judía) de ver en la vida de nuestros hijos, nuestra propia continuidad y permanencia.

Esto puede ir más lejos de lo que pensamos. En cierta oportunidad, conocí a un hombre cuyos padres recién salidos de Austria después del «Anschluss» (el anexado de Austria al imperio alemán de Hitler) y de las ofensas a las que sometieron a los judíos en ese triste período de la historia, lo habían llevado a bautizar apenas llegaron a la Argentina, para evitar que le ocurriera algo similar.

Analicemos un poco más a fondo el tema del respeto a los padres. La Torá nos habla de este tema en, por lo menos, dos lugares en términos distintos. Nos habla de «Kavod» y de «Ira’ «. Será difícil traducir literalmente estas dos clases de respeto al español. No obstante, servirá señalar que el Sefer HaJinuj , fundamenta el deber de respetar a los padres en la obligación más general de reconocer y valorar el bien que otros hacen por cada uno de nosotros. Aplicado a la relación con los padres, no hay límite al agradecimiento que le deben los hijos a los padres, quienes les dieron la vida, en primer lugar, como así también velaron por su bien, especialmente cuando, como niños, no se podían proteger o cuidarse por sí mismos. No por nada, algunos Sabios explican que la razón por la cual no se bendice sobre la Mitzvá de respetar a los padres, es especialmente porque nadie puede afirmar con certeza que realmente respetó a sus padres de acuerdo a la exigencia de la ley (Sde Jemed).

A su vez, la Ir’á, un respeto reverencial, se les debe a los padres por la autoridad que poseen. Esta autoridad surge a partir del hecho de que son ellos quienes nos conectan con nuestro pasado y con el momento en que recibimos la Torá. Dado que ellos nos transmiten la Torá (y la aceptamos confiadamente, pues sabemos con certeza que no nos transmitirían un camino tan exigente si no estuviesen convencidos de su verdad), les debemos un respeto mucho más profundo del que estamos acostumbrados en nuestra sociedad habitualmente. (Nuestro entorno tiene un rechazo al término y al mismo concepto de «autoridad», por las experiencias negativas de autoritarismo que conoció. Sin embargo, la autoridad, bien empleada, es imprescindible para el funcionamiento de la familia y de la sociedad).

La exigencia del respeto a los padres va mucho más allá de «lo que se estila». No me refiero ahora a la triste realidad de gente que directamente los desprecia o no se preocupa por ellos. No alcanza con declarar que «mi padre es macanudo…». Los hijos deben respetar a sus padres en pensamiento, en palabra y en acción. La razón por la cual nosotros, los mismos padres, somos flojos al momento de educar a los hijos a respetarnos, es porque no nos sentimos modelos dignos de respeto, o porque tenemos equivocados y mal ubicados los conceptos de igualdad y de democracia. El hecho es que, de esta manera, privamos a los hijos de una autoridad que realmente les pertenece por ley natural y por ley judía.

Desde el momento en que los padres no transmiten la Torá, ponen a sus hijos en una disyuntiva. Los hijos no deben dejar de respetarlos en lo más mínimo, por un lado, y no pueden obedecer todo lo que ellos le exigen, por el otro (pues ambos, padre e hijo, están obligados a obedecer a D»s). El problema se vuelve más agudo, cuando los padres interpretan la diferencia como si fuese un rechazo a su figura de padres o una disminución en el amor que sus hijos sienten por ellos, cosa que no necesariamente es verdad.

Dado que, a menudo, se trata de chicos adolescentes, en cuyo contexto las opiniones son habitualmente radicales y sin gama de grises (con el agravante de que la información que los chicos «manejan» a menudo tiene sus propios errores, pues desconocen qué es lo que realmente se debe por ley y que lo que es costumbre de ciertos círculos), más su forma intransigente de expresarse, los padres terminan desesperándose por la situación… A su vez, dado que son jóvenes y nacieron más tarde que sus padres, desconocen el esfuerzo que significó para aquellos llegar hasta donde llegaron y creen que todas las energías puestas por sus padres «son obvias», sin necesidad de ser gratificadas.
La escasez de tiempo juntos, una comunicación pobre y poca paciencia no resuelven los temas. Casi con seguridad, dialogando se darían cuenta de que las cosas no son tal como cada uno se imagina del otro y que se puede vivir con armonía, aun en el disenso, respetándose mutuamente.

Quisiera agregar aquí una anécdota personal. Cuando era niño y la oferta de artículos casher era muchísimo menor a la actual, comíamos en casa el pan francés de la panadería de la esquina, del cual se sabía que no contenía elementos prohibidos, ni se horneaba en chapas que lo prohibieran. Por la Halajá (ley judía) estaba permitido, ya que no se conseguía otro pan casher en el barrio. Aun así, aprendí en la Ieshivá, que era preferible comer el pan horneado en la «panadería judía». Pues entonces, en casa se me cuidó las Jalot (panes que se comen en Shabbat) de Shabbat para que pudiese comerlas durante la próxima semana. No le hubiese dado mayor trascendencia al tema, si no fuese por el comentario de mi padre sz»l, quien comentó (no delante mío) «mientras pida más, y no menos, no hay de qué preocuparse». El hecho que fuese rav y que toda la ciudad se apoyara en él en temas de Cashrut, realza aun más su actitud. Lejos de sentirse ofendido porque su niño, que aun desconocía los detalles de las leyes, cuestionara lo que se hacía en casa, tuvo la grandeza de no impedir lo que para su hijo parecía importante en el momento, en materia judaica.
¡Qué mejor prueba recibimos de que los hijos aprenden de uno, que cuando ponen énfasis en profundizar lo que uno les dio!

En esta generación, en la cual tantos factores hacen a la dificultad de transmitir valores: la globalización y mimetización al entorno, el consumo indiscriminado y exagerado, la falta de modelos creíbles, la falta de valores e ideales, la híper-información, se puede sentir afortunado aquel, cuyos hijos mantienen el marco y el contenido de lo que les es realmente precioso. «No mires el envase, sino el contenido» – dice en los Pirkei Avot. Si tuvimos la sabiduría de poder tomar cierta distancia de la sociedad masificada para transmitir el judaísmo que heredamos, pues no nos detengamos en el envase, sino en apreciar la voluntad y coraje que tienen nuestros hijos al sostener ideales en un mundo en el que nosotros, los adultos, desconocemos las vallas que deben saltar: el mundo de sus pares, compañeros de aula y del club en el que «se mueven».

Las profecías nos prometen que cuando llegue el momento de la redención, vendrá el profeta Eliahu y «hará retornar el corazón de los padres hacia el de sus hijos y el de los hijos hacia el de sus padres». Que suceda pronto, en nuestros días.

***

Sucedió hace muchos años, un día a la tarde cuando los judíos se acercan a la sinagoga para recitar la Tefilá Minjá.
Como de costumbre, fueron llegando de a uno al pequeño Bet HaKnesset de la ciudad de Tzfat (Safed) en el norte montañoso de Israel. Aquella tarde el clima era muy frío y cuando ingresaron a la sinagoga, percibieron que ya había llegado el anciano Ridva»z a rezar. Claro, a pesar de estar muy débil, había desafiado el rigor del viento glacial, pues era el día del Jahrzeit (aniversario) de su padre.
Las personas que se fueron congregando en el Bet HaKneset permanecieron a cierta distancia respetuosa del Ridva»z, quien se hallaba sumergido en sus pensamientos. De a ratos se lo sentía suspirar y se lo veía lagrimear. En consideración a que se trataba de un día especial para el Ridva»z, los judíos que llegaban no indagaron acerca de la razón de su pena y siguieron una muy callada conversación entre ellos mientras aguardaban el comienzo de los rezos.
Al rato, se sumó una persona a los que ya estaban allí y contempló la escena. A pesar de que sabía que era una fecha especial para el Ridva»z, no tuvo la misma cortesía que los demás y se acercó y le indagó en voz alta:
«¡Rabino! Yo entiendo que se trata de una fecha especial para usted, dado que es el aniversario de su padre. Sin embargo, su padre ya falleció hace varias décadas, y al momento de su defunción, ya era una persona mayor que se había realizado en su vida y llegado a muy anciano. ¿Por qué usted se toma este Jahrzeit con tanta emoción como si se tratara de un hecho reciente y trágico?»
El Ridva»z elevó su vista como fijando su mirada en hechos que habían ocurrido hacía muchos años, meneó la cabeza hacia un lado y otro, y respondió:
«Es verdad, pasaron ya muchos años. En realidad, estuve pensando precisamente en aquellos eventos del pasado.
«Vean ustedes: Yo nací en un pueblo de Rusia. El oficio de mi padre era el armado de hogares para calentar las casas. Era experto en ese trabajo, y con lo que ganaba – que por cierto no era mucho- podíamos comer, e incluso podía pagar al maestro al que yo acudía a estudiar. (En los pueblos de Rusia y Polonia, no había escuelas, sino que cada maestro enseñaba a un grupo de alumnos en el Jeider que podía ser en su casa o en el Bet HaKneset y de acuerdo a la edad de los niños y el conocimiento que requerían. Los padres pagaban sus aranceles directamente al maestro, quien vivía de aquel magro ingreso). Por mi estudio mi papá pagaba un rublo por mes.
Ocurrió un año, que escasearon los materiales para la construcción de los hogares. Esto creaba un gran problema. No se podía vivir en una casa sin hogar, pues los inviernos de Rusia son muy rigurosos y penetran en la casa sin clemencia. Para nosotros, esto significó que no había ingresos en la casa y a mi papá le costaba poner pan en la mesa. Al mismo tiempo, se atrasó con el pago del maestro. Esto fue sucediendo tres meses, hasta que un día el maestro me mandó a casa con una nota: O me ponía al día con el arancel, o me tenía que dejar para tomar a otro alumno.
Cuando llegué a casa aquel día, mis padres desesperaron. No podían soportar la noción de que yo me atrasara con mis estudios, o dejara de estudiar del todo. Era ya la hora de ir a rezar, y mi papá se aprestó para ir a la Tefilá. En el Bet HaKneset, entre Minjá Y Arvit, una persona comenzó a protestar en voz alta: «Es terrible. No puedo concretar el casamiento de mi hijo, porque no tengo quien me pueda armar un hogar para la casa que le construí. Estoy preguntando por todos lados, pero todos me dicen que no tienen los materiales para hacerlo… ¡Si yo encontrara alguien que lo pueda hacer, le pagaría seis rublos en el momento, para que me lo arme!»
Mi padre volvió a casa y tuvo una conferencia muy profunda con mi mamá. Al rato, volvió a salir y volvió con seis rublos. Me los dio en la mano y me dijo: «Entrégalos al maestro. Tres son por los meses que debo, y tres por los meses que vienen».
Al día siguiente, mi papá desmontó cuidadosamente el hogar de nuestra casa y lo volvió a armar en la casa de la persona a quien se la había vendido.
Como ya les dije, los inviernos rusos son despiadados, y sufrimos el frío todo aquel año. Aun debajo de las frazadas, y con todo lo que nos pudiéramos intentar cubrir, no podíamos dejar de padecer por el frío que nos hacía temblar y tiritar los dientes.
Cuando llegó hoy la fecha del aniversario de mi papá, pensé que dada mi edad, podía pedir a algunos vecinos que se acerquen a casa para formar un Minián y recitar Kadish. No me cabe la menor duda de que mis vecinos, que son muy amables, hubiesen accedido a mi pedido.
Luego pensé, que no era correcto hacer eso. Recordando el frío que pasó mi familia, a fin de que yo pueda progresar en mis estudios, no podía quedarme cómodo en mi casa, y debía hacer un esfuerzo en honor a mi padre.
Cuando llegué al Bet HaKneset, recordé cada detalle de aquella época tan difícil, y no pude hacer otra cosa que llorar de agradecimiento por la fortuna de haber tenido un padre Tzadik como el que tuve.

Rab Daniel Oppenheimer

Libros relacionados

Banim Atem

Matrimonio, educación




Deje su comentario

Su email no se publica. Campos requeridos *

Top