Reflexiones sobre el movimiento baal teshuva

Tzivia Emmer es madre y escritora. Fue editora de «Especias y Espíritu de la Cocina Judía Kasher».
Fue recientemente, en una mesa de Shabat, cuando alguien mencionó el tema de los pronósticos mesiánicos. Una de esas profecías afirmaba que un tiempo propicio para la venida del Mesías había sido en el año 1970.
Pensamos en el pasado. No había venido. ¿Qué sí sucedió en ese año?
«Ese fue el momento del comienzo del movimiento baal teshuvá» (judíos que retornan a la observancia de la tradición judía), dije, recordando mi llegada a Crown Heights en 1974.
Mi invitado se inquietó.
«Qué quieres decir con `movimiento´», dijo. «Yo no fui parte de ningún movimiento. Lo hice por mí mismo».
Se tranquilizó cuando cambié la palabra «movimiento» por «fenómeno». Pero su respuesta me trajo a la mente aquellas viejas e inconclusas discusiones en la universidad (¿los grandes hombres forjan la historia o es al revés? ¿Qué tipo de música hubiera escrito Mozart de vivir en el Siglo XIX?) así como también el espectro de aquellos otros «movimientos» más típicamente asociados con ese período del tiempo: el movimiento político pacifista izquierdista, y la contracultura.
Estas dos corrientes, superponiéndose en tiempo y en miembros, dieron forma en gran medida a la vida de cualquiera creciendo durante los años sesenta y setenta. El alboroto de ese tiempo fue como una erupción volcánica imprevista cuya ceniza flotó sobre la tierra y afectó el clima de los años por venir.
Muchos en el mundo judío observan los años de la contracultura como un tiempo de desenfrenado hedonismo, carencia de disciplina e imprudente destructividad que condujo directamente al quebranto de la vida familiar y la moralidad americana. Pero para los involucrados, los ideales que buscaron expresión en el comportamiento «anti-establishment» eran reales. Estaban en una búsqueda de espiritualidad y sensación de vida, en oposición a lo que se percibía como el materialismo y la petrificación de la vida americana. Era un deseo de justicia entre los individuos y entre las naciones. Típico de los muchos filamentos del pensamiento, había una noción de que mediante la transformación de uno mismo y el entorno inmediato se podría transformar toda la sociedad y con ello iniciar una nueva era de perfección moral.
En base a estas observaciones, un psicólogo ha señalado que en la contracultura «fuimos partícipes de una recreación de la enorme saga de redención nacional y personal, para la que el judaísmo es el arquetipo fundamental… La contracultura como movimiento redentor en la historia Occidental, si bien breve, tomó los elementos de todos los movimientos redentores tales, para los que el judaísmo sirve de modelo básico».
No debería sorprender, por lo tanto, que muchos de los que marchamos en Washington en 1968 o convergimos en Woodstock en 1969, en 1979 estemos sentados en Ieshivot y aprendiendo Torá. La generación de Bob Dylan puede haber rechazado a los maestros hebreos de la escuela de su infancia, pero podían verse a sí mismos como los herederos espirituales del Baal Shem Tov, de Leví Itzjak de Berditchev.
Yo asistí a un experimento de artes liberales a fines de los años sesenta (no confundir con una educación universitaria en el sentido usual) en el que el cuerpo estudiantil consistía de menos de doscientos novatos y avanzados que habían dejado otras instituciones por una u otra razón. Estábamos divididos en dos grupos: los que estudiaban humanidades y los que estudiaban ciencias sociales. Se hizo cada vez más obvio que un grupo estaba primariamente interesado en política de izquierda y el otro en el propio desarrollo artístico o espiritual. Nos llamábamos uno a otros respectivamente revolucionarios y contempladores barrigones.
Varios de los de humanidades acabaron como seguidores de Gurdjieff, un ecléctico místico ruso de comienzos de este siglo cuyos discípulos continuaron su trabajo en América.
Nosotros vivíamos en una comunidad que enfatizaba el trabajo duro y el descubrimiento personal. Desdeñamos el título de «hippie» y, bajo la dirección de un caballero mayor de origen holandés, nos mantuvimos alejados de las drogas y otras frivolidades. Considerábamos inexplicable que la población rural local continuara sin embargo refiriéndose a nosotros como hippies.
Mirando hacia atrás, es fácil ver que aunque nosotros nos considerábamos distintos de tantos fenómenos contemporáneos, éramos parte de nuestra época y de la «contracultura». ¿Necesito señalar que muchos de nosotros éramos judíos? Una de las característica de movimientos semejantes ha sido siempre un número desproporcionado de judíos tanto entre el liderazgo como en el llano. Los movimientos políticos radicales y los grupos espirituales eran, ambos, abastecidos por judíos que habían perdido todo vínculo consciente con su patrimonio pero cuya rastro por la pasión por la justicia y por una forma de redención social y personal puede fácilmente seguirse hasta la cultura que apenas dos generaciones atrás había cumplido mitzvot (preceptos judíos) y creído en la venida del Mesías.
Tomó una generación barrida por la idea de revolución mostrar el camino de regreso a la tradición.
Quienes estaban acostumbrados a señalar con el dedo de la lógica las inconsecuencias de gobierno y sociedad estaban listos para señalar con el dedo también al judaísmo beigl con lox y las bacanales bar y bat mitzvot con las que sus padres parecían contentos.
Un anhelo por lo absoluto infundió la contracultura: si el gobierno tenía fallas, era todo malo; si una convención no podía justificarse, entonces podía abandonarse totalmente. La «moralidad de clase media» fue atacada porque parecía no tener ningún apuntalamiento de base o absolutismo comprometedor. Si ésta era meramente una convención, y si las convenciones son relativas, entonces también esta convención era tan dispensable como las modas del año pasado. Las razones dadas para «casarse» (específicamente, con alguien judío), sentar cabeza, etc., nunca eran lo suficientemente buenas — porque no eran lo suficientemente buenas. Nadie nos dijo que se esperaba que nos casáramos porque Di-s dijo que debíamos hacerlo.
O quizás alguien lo hizo, pero ni el orador ni el oyente realmente lo creían. Aquí, nuestra educación secular había hecho su trabajo. El ateísmo o el gnosticismo ininformado eran las únicas posiciones teológicas aceptables y abiertas. Pero muchos de nosotros, que entramos en edad madura en el tiempo en que a cada uno se le decía que debía «cuestionar la autoridad» acabó haciendo simplemente eso, y eventualmente cuestionó la voz que dijo: «no hay autoridad absoluta».
Entonces vino la espiritualidad de Oriente, trayendo, no morales absolutas, sino un tipo de realidad absoluta, alternativa, que pareció el mejor modo de comprender y justificar la existencia. Esto, pensábamos, era lo que faltaba en la vida occidental, americana. La generación más vieja se sintió escandalizada y perturbada. Ellos no podrían haber visto entonces que la contracultura misma era una erupción de las mismas fuerzas que conducirían más tarde a muchos de sus defensores a buscar una experiencia auténtica de judaísmo. El camino al ashram o a las drogas podía, bajo las circunstancias adecuadas, llegar a ser, en cambio, el camino de regreso al idishkait; ésta es la paradoja de nuestra generación.
Pero hay una discontinuidad radical entre la contracultura y el judaísmo. «Fue bastante por accidente», escribió el psicólogo, «que muchos judíos parecieron tropezar con el verdadero significado del judaísmo y comenzaron a reconocer su religión como personificando muchos, si no la mayoría, de los ideales de la contracultura de los años 60«. El judaísmo, sin embargo, es obviamente más que la concreción de un sueño de contracultura. Y nada sucede por accidente. Tenemos que aceptar la posibilidad de que la contracultura misma fue resultado de algo mucho más amplio.
Cuesta imaginar al movimiento baal teshuvá –si lo llamamos así– teniendo lugar, digamos, en los años cincuenta. Cuando el Rebe de Lubavitch dijo a sus jasidím a finales de la década del 50 que comenzaran a preparar modos y técnicas para tratar con la gente joven que buscaba la verdad y llegaría pronto a sus puertas, un cuantioso número de buenas cabezas bajo sombreros negros se habrá vuelto uno al otro desconcertado. ¿Qué juventud, buscando qué? Esta era la época, recuérdese, de hermandades, partidos de playa, y Sputnik. La prosperidad de posguerra, la televisión y la vida en los suburbios eran cosas nuevas. Dwight Eisenhower estaba sentado en la Casa Blanca, y Papá-sabía-mejor.
La preciencia del Rebe es indicadora de sucesos aconteciendo en un plano y a una escala más grande que la experiencia de cualquier otra persona. Desde este punto de vista, los baaléi teshuvá de los años setenta y los ochenta fueron, de hecho, parte de un movimiento, no menos por haber pugnado bastante individual y singularmente en su propia vida.
Uno de los registros más elocuentes de la odisea espiritual de un baal teshuvá de esa época fue escrito por la Dra. Miriam Grossman en su artículo «Antídoto para la Crisis Existencial» («Beor HaTorá», Vol. III, reproducido en español en «Conversaciones con la Juventud», Ene/Feb de 1984). Ella describe su necesidad, que comenzó en la niñez, de comprender una realidad más alta, a la que sólo se insinuaba en el mundo tangible. El magro judaísmo al que fue expuesta, por supuesto, no le dio esa comprensión.
La Dra. Grossman no da en absoluto la impresión de que su búsqueda se llevó a cabo en compañía de amigos o compañeros de pensamientos similares. Si da alguna impresión, es la imagen del viajero solitario partiendo a una expedición con apenas lámparas, planos, y quizás algún guía temporario, pero sin exploradores acompañantes o tripulación. Sin embargo, su experiencia refleja un modelo en la vida de tantos otros, variando en detalles pero no en contenido.
¿Cómo te has vuelto «religiosa»? ¿Cuán frecuentemente se le ha formulado al baal teshuvá esta pregunta? Nuestras respuestas, como la Dra. Grossman indica respecto de sí misma, son casi siempre superficiales, diseñadas para proveer de un pantallazo de información biográfica pero sin contar nada del proceso interior que puede abarcar muchas etapas de la vida de una persona.
Finalmente, sin embargo, independientemente de cuán fascinante la «historia completa» pudiera ser, y cuán instructiva podría resultar a aquellos que encontrarían en ellas un punto de partida para viajes similares, hay algo extrañamente ausente en todas esas historias. ¿Cómo llegas realmente de allí hasta aquí?
Es difícil saberlo.
Nosotros fuimos a tal y cual lugar, nos encontramos con alguien, quizás un amigo, o un amigo de un amigo, o un Rabí, o incluso descendimos en la estación equivocada del tren. Fue así de tenue. A veces hasta algún gurú dijo a alguien que fuera a casa, al judaísmo. Increíbles coincidencias combinadas con una franqueza cebada en los años setenta hacia cosas espirituales trajo a muchos de nosotros a lugares en los cuales jamás habíamos pensado llegar a encontrarnos: ieshivot, comunidades judías, farbrenguens jasídicos, el Muro Occidental.
Pero el viaje puede explicarse en grande detalle sólo hasta el punto de llegada. Incluso Miriam Grossman, cuando se trata de explicar realmente qué sucedió, describe una serie de visitas a Crown Heights durante las cuales ella va poniéndose más cómoda con las ideas y la gente de Lubavitch. Pero pasar de la apreciación del Shabat, o incluso reconocer a Di-s, a incorporar en la vida de uno la preocupación diaria con un sistema de mitzvot que no siempre son convenientes, no siempre cómodas, y no necesariamente inteligibles, involucra un salto cuántico que no resulta fácil explicar. Como la imagen de las dos caras de la copa usada en la psicología de percepción, uno puede ver las cosas de una manera u otra, pero no de ambas al mismo tiempo. O percibes dos cabezas enfrentadas una a otra, o percibes una copa de vino. El judaísmo consiste de supersticiones anticuadas, o corporiza la sabiduría de Di-s por todos los tiempos.
¿Cuándo cede el paso una percepción a la otra? ¿Cómo llegas de allí hasta aquí?
«Yo no precisé un gurú», exclama finalmente la Dra. Grossman, «¡Yo precisé a mi abuela!» ¿Qué nos podían haber contado nuestras abuelas? ¿Les hubiéramos creído? Quizás ellas estuvieron allí todo el tiempo, orientando y empujando en la dirección correcta. Nosotros somos la suma no solamente de nuestra experiencia propia sino de las corrientes culturales y genéticas de muchas generaciones. Para parafrasear a Rabí Aryeh Kaplan, detrás de cada persona que se vuelve un baal teshuvá, hay una cadena de eventos que se extiende hacia atrás en el curso de los eones. Cada persona tiene dieciséis tatarabuelos y 32 más subiendo un escalón generacional. Retrocediendo diez generaciones, uno tiene 1.024 ancestros. Quizás, sin ellos, uno no podría llegar en absoluto de allí hasta aquí. Fue la neshamá (alma) judía, con un poco de ayuda, afirmándose a sí misma — irrumpiendo de años de híbridos intelectuales y enajenación espiritual, a través de capas de Yo-Amo-a-Lucy y los Beatles, a través de todo el bagaje acumulado encima.
Esto me trae a la mente una analogía que muchos de nosotros hemos oído numerosas veces: que cada judío es como una letra grabada en las Tablas de la Torá, y no como una letra escrita sobre pergamino, que puede borrarse. Quizás la historia real, y su razón, es una que no puede ser contada fácilmente; simplemente alguien sopló apartando algún polvo y reveló lo que ya estaba allí.
Es realmente la historia única del baal teshuvá la que tiene un sentido total y la única manera de explicar el grandioso viaje llamado movimiento baal teshuvá, cómo alguien logró llegar desde allí hasta aquí. ¿Es un movimiento? Todo lo que sé es que precisábamos a nuestra abuela y, de algún modo, la hemos encontrado.
(extraído de la enseñanza semanal, www.jabad.org.ar).
Tzivia Emmer