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¿Quién es judío?

El Dr. James Brawer recibió su B.S. de la Tufts University, y su Ph.D. en Harvard. Trabajó como Investigador para el National Institute of Neurological Diseases and Stoke.

Durante una de las últimas elecciones en Israel surgió un tema que llevó a la judería mundial a un estado de casi histeria. Nadie podría haber adivinado qué pasiones salvajes yacían latentes en la cámaras atoradas de riqueza de los atrofiados corazones judíos norteamericanos. Todos rabinos, líderes comunitarios, organizaciones, funcionarios y el hombre común, participaron de la refriega. Los judíos americanos dejaron de lado sus agendas y concentraron sus considerables recursos en este único, consumidor tema.
Hubo serias amenazas, por parte de judíos, de represalias financieras contra el Estado de Israel. Los medios de información americanos (siempre hambrientos de historias que desacrediten a los judíos) fueron explotados vergonzosamente, por judíos, como un vehículo de difamación y calumnia antijudía, para la confundida fascinación de la población no judía. En comparación con este escándalo, la respuesta, cincuenta años antes, de la comunidad judía estadounidense a la destrucción de la Judería Europea, instigada por las políticas de inmigración de los EE.UU. e Inglaterra, era despreciable.
Lo que encendió esta increíble convulsión era una pequeña pregunta: ¿mi hu iehudí Quién es judío?

Hay muchas ironías inherentes en la debacle mi hu iehudí, sin que la menor sea que la pregunta no tiene sentido. Cualquiera puede ser judío por la simple razón de que, para la mayoría, ser judío no significa nada en particular. La identidad judía, como una persuasión política, es una cuestión puramente subjetiva y por lo tanto no significa nada concreto, absoluto o siquiera real. La palabra «quién», como en «quién es judío», no se refiere a ninguna clasificación objetiva definitiva. Como no hay criterios autoritarios, todas las opiniones son de igual validez, y la pregunta puede así ser contestada de cualquier manera que se acomode a los propósitos de cada uno. Para el «rabbi» conservador, la respuesta es una cosa, para el político israelí, otra, y para la industria de los knishes, otra cosa más. La más liberal (y por lo tanto, más progresista) definición fue adelantada por Adolfo Hitler. El incluyó simplemente casi a cualquiera.
En contraste con el juego de «Quién es judío», que cualquiera puede jugar, nadie puede jugar con «Qué es un judío». La palabra «qué» en «Qué es un judío», implica que hay criterios objetivos, independientes de los sentimientos o las necesidades de cualquiera, que determinan si un individuo es judío o no.
Nadie, por ejemplo, discutirá acerca de «qué» es un pollo, porque no es materia de opinión personal sino más bien un hecho. Supóngase que algún lunático sinceramente quisiera, con todo su corazón, ser un pollo. Podría vestirse como un pollo, comportarse como un pollo, asociarse exclusivamente con pollos pero nunca sería un pollo, simplemente porque lo «que» él es, no es un pollo. El hecho que la Unión de Libertades Civiles Estadounidenses apoyaría indudablemente su derecho a ser un pollo, no le serviría de nada.
Si un judío es distinguido por una realidad objetiva determinada por Di-s, el furor de mi hu iehudí es enteramente inútil, y el único tema que merece la atención del judío es «¿Qué soy yo?»

El único individuo capaz de proveer una respuesta auténtica a semejante pregunta es el Creador, de modo que el judío no tiene otra alternativa que volverse a la Torá.
Como en el caso de cualquier examen de la naturaleza fundamental del propio ser, no hay respuestas rápidas y, de hecho, la Torá enfoca el tema desde muchos niveles. La dimensión halájica (legal) es la más familiar al judío término medio a causa de su preeminencia en el capítulo de mi hu iehudí. Muy pocos judíos son expertos en los aspectos teosóficos y metafísicos del tema tal como éste es expuesto en la Agádeta, los Midrashím, y la Kabalá. En razón de su estilo metafórico, alusivo, y la profundidad del tema en cuestión, estas fuentes recónditas están fuera del alcance de la mayoría de la gente. Afortunadamente, sin embargo, podemos confiar en la publicada erudición de los sabios contemporáneos a fin de obtener una captación general de los conceptos involucrados.
En primer lugar, no se requiere de gran erudición para concluir que desde el punto de vista del aspecto físico, la función biológica, o los más altos talentos humanos creativos, los judíos no parecen nada diferentes de cualquier otro. Hay villanos judíos, santos, genios y locos. Los judíos parecen tener los mismos sueños, preocupaciones, deseos y flaquezas, que la demás gente. Nuestra inusitada historia, por supuesto, ha producido algunas características culturales distintivas, pero lo mismo podría decirse de cualquier otro pueblo.

El aspecto que distingue a los judíos de la otra gente es introducido en una etapa primitiva del proceso creativo, un nivel tan esencial y básico que su influencia no puede percibirse con métodos ordinarios. Esta diferencia seminal se origina en la voluntad del Creador con anterioridad a la emergencia de la existencia reconocible. Puede resumirse en una sola palabra: «conexión». El pueblo judío está conectado, en tanto que toda la demás gente o, da lo mismo, todas las demás creaciones, están desconectadas.
Obviamente, dado que hay gente eximia entre las naciones de la tierra y, viceversa, menos eximia entre los judíos, el término no denota necesariamente mérito. Ciertamente, la palabra «desconectada» no puede considerarse peyorativa dado que los sagrados seres espirituales, tales como los ángeles, también son criaturas que están desconectadas. Más bien, «conexión» indica una distinción objetiva singular en la anatomía espiritual del judío.

Para parafrasear a Maimónides, Di-s es la única realidad. Todo lo demás, es decir, la creación, es apenas una expresión de Su voluntad y sapiencia y, por lo tanto, no tiene existencia independiente de El. La sumisión absoluta de la creación al y la unidad con el Creador, puede compararse a la relación de una persona con sus propios pensamientos. La implicancia obvia de esto es que toda la creación no es otra cosa que Divinidad.
El problema es que no parece Divinidad. Cada criatura, desde la inanimada a la humana, parece real en mérito propio. La gente no se siente como emanaciones de su Creador. En apariencia operan por sí mismos y tienen sus intereses y prioridades propias, que no solamente parecen independientes de la voluntad Divina, sino que frecuentemente están en conflicto con ella. En suma, la fuerza creativa Divina se oculta de las mismas criaturas que anima, resultando así en una evidente desconexión o disociación del Creador de la creación.
Es importante enfatizar que esta separación no es genuina sino más bien existe sólo en la percepción de las criaturas. No compromete de ninguna manera la verdadera unidad del Creador con Su creación.

Hay una entidad dentro de la creación que no se ve afectada por el proceso de ocultamiento Divino. Emana de la voluntad creativa de Di-s como un ininterrumpido continuum y por eso conserva su conexión, de manera manifiesta, con el Creador. Esta es el Alma Divina (a diferencia de la fuerza vital natural) del judío.
A fin de hacer que este abstruso concepto de «conexión» sea más digerible, podemos recurrir a una excelente analogía del campo de la neurobiología.
El cerebro humano consiste de dos mitades (hemisferios corticales) que difieren apreciablemente en las funciones que desempeñan. La mitad izquierda, en la mayoría de los individuos, es llamada «hemisferio dominante» y está aplicada primariamente al funcionamiento del lenguaje, la capacidad matemática y el análisis lógico. El hemisferio derecho aprecia la música, las arte, las relaciones de espacio, y se involucra con lo que podría llamarse «pensamiento creativo» o «intuitivo». El peso de la evidencia hasta ahora parecería indicar que la mayoría de nuestras percepciones conscientes provienen de la mitad izquierda, mientras que la mitad derecha podría operar en el nivel subconsciente.
Estas dos mitades del cerebro están interconectadas por una enorme colección de axones (los cables del sistema nervioso) llamados corpus callosum. Siempre se ha supuesto que la función integrada de las dos mitades depende de esta colección de cables. Si la conexión fuera cercenada, la mitad izquierda no tendría acceso a la derecha y viceversa.
Por razones médicas muy lógicas en las que no necesitamos entrar, los cirujanos, hace algunos años, comenzaron a hacer justamente este tipo de desconexión en un grupo altamente seleccionado de pacientes. Notablemente, la desconexión pareció producir poca o ninguna diferencia en la conciencia, las percepciones, las capacidades, o el comportamiento de los pacientes. En la calle, en el hogar o en el trabajo, no podrías notar la diferencia entre estos individuos «desconectados» y la gente ordinaria.
Hay, sin embargo, verdaderas diferencias que son de una naturaleza tan sutil, que exige realizar un hábilmente diseñado experimento para revelarlo.
Se sienta al paciente frente a una pantalla. Sobre una mesa delante de la pantalla se coloca una serie de objetos pequeños, tales como una nuez y un lápiz. Se muestra un cuadro de la nuez, muy brevemente, apenas un pantallazo, en la región izquierda de la pantalla. La neuroanatomía del sistema visual es tal que el cuadro se transmite exclusivamente a la mitad derecha del cerebro. Luego, se pregunta al paciente qué vio sobre la pantalla. Su respuesta es que no vio nada.
Esto, de hecho, es cierto. La mitad consciente del cerebro que genera el lenguaje es la izquierda. El orador (o sea, el hemisferio izquierdo), por lo tanto, realmente no vio nada, pues el cuadro llegó sólo a la mitad derecha del cerebro. Como la mitad izquierda está desconectada de la derecha, esa mitad, o sea, el orador, no tuvo acceso al cuadro, y contestó en consecuencia.
Entonces se pide al paciente que alce de sobre la mesa el objeto que corresponde al cuadro que vio sobre la pantalla. El paciente extiende su mano izquierda (controlada por la mitad derecha del cerebro) y levanta la nuez.
¿Si no vio nada sobre la pantalla, por qué levantó la nuez?
La mitad del cerebro que vio y actuó (derecha) no era la misma que la que contestó la pregunta (izquierda). El paciente podría contestar con toda convicción que ciertamente no vio nada sobre la pantalla y que levantó la nuez porque tuvo ganas, o porque su tamaño y forma eran convenientes, o en razón de una media docena más de motivos. En cuanto al paciente lingüísticamente consciente concierne, él seleccionó la nuez por propia iniciativa.
Este simple experimento ilustra hermosamente el concepto de «conexión».
Superficialmente, el paciente anatómicamente desconectado es irreconocible de un individuo intacto normal. Además, en el experimento ilustrado arriba, cuando se le pidió que levantara el objeto indicado sobre la pantalla, tanto el individuo intacto como el desconectado tomarían la nuez. Ambos hacen la misma cosa por la misma razón, o sea, la orden de escoger el objeto indicado sobre la pantalla. La única diferencia es que el paciente desconectado no tiene acceso consciente a la causa de su propia acción y, por lo tanto, supone que él mismo decidió tomar la nuez. La persona intacta está conscientemente percatada de la verdadera fuente de su acción, y sabe, por lo tanto, que no fue iniciada por él mismo.
Similarmente, el pueblo judío no es notablemente diferente de ningún otro. Los judíos se abocan a las mismas ocupaciones y operan de la misma manera que como lo hace toda la gente. Sin embargo, puesto que hay una conexión directa y manifiesta entre el judío y la fuente Divina de todo ser, hay un potencial para percibir la causalidad Divina en todo.

Considérese, por ejemplo, el genio creativo. Esta es una cualidad compartida por judíos y no judíos. Al judío, la experiencia y el genio creativo le ha generado históricamente temor, humildad y gratitud, porque está claro que la creatividad no es autogenerada sino que es una emanación o manifestación de la inteligencia Divina, de la que el judío se conoce un receptor. El receptor de un regalo precioso siente naturalmente humildad y gratitud, y son estos dos sentimientos los que se expresan tan enfáticamente en los escritos de nuestros más grandes sabios.
Por otra parte, quien experimenta destellos de conocimiento creativo pero está desconectado de la fuente de la iluminación, presume naturalmente que él mismo generó el esplendor. Esto no solamente resulta en el narcicismo y la arrogancia que tanto permea las artes y las ciencias, sino que también produce un límite superior absoluto en la capacidad del hombre para experimentar cualquier cosa más allá de sus facultades propias más excelsas. Así, el común denominador de cada teología y filosofía no judía es que todas comienzan con un hombre, es decir, se basan en las percepciones humanas, la lógica, o la intuición. De hecho, el humanismo es el fundamento mismo de la universidad moderna. Las Divinidades no han viajado mejor que las Humanidades, en que las diversas versiones de dios vislumbradas y adoradas son definidas por propiedades claramente humanas.

El impacto más importante de la «conexión» no es, sin embargo, primariamente en la esfera intelectual, sino es más bien muy obvio en el comportamiento judío colectivo en el curso de los pasados 3000 años.
Los judíos son un pueblo de dura cerviz. Son tercos, inflexibles y, lo peor de todo, irracionales. ¿Qué clase de pueblo perverso preferiría sufrir mejor la muerte que comer cerdo? ¿Qué tipo de sociópatas prefiere el exilio y la opresión a hacer ciertas concesiones residenciales menores a los romanos, los españoles, los rusos, etc., entre quienes vivieron? ¿Por qué este pueblo intransigente y problemático no puede dar un trozo de Jerusalén o de Tel Aviv a los árabes a fin de hacer felices a todos?
No hay respuestas a estas preguntas, porque el determinante definitivo del comportamiento judío trasciende a los mismos judíos. La causa de la judeidad de los judíos es la unidad del alma Divina judía con la infinita insondable voluntad del Omnipotente. Es esta conexión la responsable de la milagrosa indestructibilidad de los judíos y de la negación suprarracional del pueblo judío sumiso a la voluntad Divina que caracteriza la historia judía. Explica por qué la judeidad nunca ha sido, y nunca será, negociable, y es responsable del hecho de que, a pesar de los equívocos esfuerzos de organizaciones comunitarias judías, el no judío nunca puede ser educado para «comprender» a los judíos.

Una de las más recientes y fascinantes manifestaciones de la conexión judía es el llamado «Movimiento de Teshuvá«. De las muchas amenazas a la supervivencia de los judíos como judíos, nada se compara a la experiencia norteamericana. En esta tierra hospitalaria llegó a ser posible, de una vez por todas, descargar el equipaje judío de tres milenios y ser, benditamente, como todos los demás.
Creció una generación de niños que nunca escuchó hablar en idish, que no sabe diferenciar entre una alef y una bet, y que no supo qué eran los Tefilín, menos aún cómo ponérselos. Arropados en paños de Brook Brothers, fueron a escuelas particulares y colegios de la Ivy Leage. Comieron, bebieron, trabajaron y jugaron como sus amigos gentiles.
Habían ingresado al enorme crisol de razas y emergido como norteamericanos, para la gran alegría de sus padres que se convencieron a sí mismos que habían escapado al Di-s de Israel y Su Torá inconveniente, pasada de moda. En el decenio de 1950 y a comienzos de los sesenta, para todos era claro que el judaísmo que había sobrevivido a Adriano, Chmelnicki, Hitler y Stalin, había sucumbido finalmente a las hamburguesas con queso, la televisión, y un hogar en los suburbios.
Entonces, sorprendentemente, de ninguna parte, sin base alguna y por ninguna razón, estos niños norteamericanos ásperos y mimados hicieron un giro de 180 grados y comenzaron a tentar su camino de regreso. Candidatos para el PhD comenzaron a estudiar el alef bet, tzitzit comenzaron a atisbarse desde debajo de sus chaquetas de deporte, y el canturreo del estudio de la Guemará (esta vez en inglés) volvió a oírse.
Ahora, 20 30 años después, los auténticos judíos judaicos florecen, y una vez más se burlan del mundo que vaticinó su defunción.
¿Qué podría posiblemente motivar a muchachas y muchachos judíos asimilados a abandonar una senda segura, cómoda y fácil, a fin de asumir los peligros y las dificultades de una vida judía auténtica, y así dar un paso a un lado de la sociedad que los nutrió?
La respuesta es obvia: nada; o sea, no hay razonamiento para este increíble movimiento. Es inexplicable. Es apenas que la conexión del alma judía con su fuente nunca puede ser cercenada y, por lo tanto, lo que parecía un movimiento aberrante, ilógico y fantástico, era, de hecho, inevitable y natural. Los judíos no pueden ser ninguna otra cosa a excepción de judíos. La llama puede menguar por una generación o más, puede oscurecerse, pero nunca apagarse.

Todo es muy lindo cuando el pueblo judío como una totalidad es considerado desde una perspectiva histórica global. Sobre una base individual, sin embargo, el concepto de «conexión» parecería no ser válido.
Hay muchos judíos que gustosamente comen cerdo, aceptarían los modelos religiosos de conducta y las creencias de la mayoría, por más repugnantes que sean, y que abogan por entregar toda Jerusalén a los árabes.
¿Están ellos conectados o no?
Desde luego que sí.
Las paradoja radica en la diferencia entre un potencial y su concreción. La conexión del alma Divina judía con la voluntad del Creador ocurre en un nivel sublime. Desde esta fuente primitiva, el alma emana a través de sucesivas gradaciones descendentes de la creación hasta que finalmente se relaciona con el ser físico con todas sus debilidades, limitaciones, e inclinaciones animales. Así, aunque la conexión es verdadera, su influencia puede ser severamente diluida por el alboroto de la vida mundana. Dentro del ambiente ajeno y desconectado en el que finalmente se extiende, la conexión puede existir como nada más que un potencial latente del que el judío individual puede ni siquiera ser consciente.
Como es obvio del Movimiento de Teshuvá, el potencial puede yacer latente por un tiempo, pero inevitablemente, dado que es el núcleo mismo de la existencia judía, terminará expresándose.

Uno no necesita, sin embargo, sentarse y aguardar pasivamente algún tirón sobre las cuerdas del corazón judío. Obviamente, el Creador dotó al judío con este potencial sólo para que pueda materializarse y concretarse en la vida diaria. Los medios o «vestimentas» para esto son las mitzvot. Puesto que las mitzvot, por un lado, están arraigadas en la voluntad Divina trascendente (como lo es la esencia del alma judía), pero por otra parte son fácilmente accesibles a nosotros aquí y ahora (a diferencia de la esencia del alma judía), sirven de «vestimentas» a través de las cuales la conexión del judío con su Creador puede concretarse.
Cuando un judío, por ejemplo, sin considerar su posición frente al judaísmo, se pone tefilín, la esencia latente del alma (la conexión) se despierta dentro de él y pasa a ser sentida en algún nivel. El judío nunca puede volver a ser el mismo nuevamente, como lo evidencian abundantemente las millares de anécdotas de judíos cuyas vidas cambiaron por la ejecución de un única mitzvá. Obviamente, la mitzvá «funciona» sólo si, como en el caso en todos los judíos, hay un potencial (conexión) para revelar.

La conexión que distingue al judío de todas las demás formas de creación es de importancia universal. Dado que el judío está conectado, está en una posición que le permite conectar a otros. De hecho, la anatomía espiritual única del judío es diseñada por Di-s para cumplir un papel espiritual único. El judío puede, y por lo tanto debe, traer la Divinidad a la que él o ella están unidos, a cada faceta de la vida mundana. El judío es responsable de toda la creación, incluyendo sus vecinos no judíos. Al iluminar la creación con sus acciones peculiarmente judías (tal como están prescriptas y detalladas en la Torá) en la vida diaria, conecta a todos y a todo lo que encuentra con Di-s. De modo que es de importancia crítica para los intereses de toda la creación que el judío insista obstinadamente en su potencial judío único, y se esfuerce por concretarlo.

«Dichosos somos, cuán buena es nuestra porción, cuán placentero nuestro destino, y cuán hermosa nuestra herencia», dice la conocida plegaria. Este sentimiento era tan aplicable en Auschwitz como en Brooklyn o Jerusalén, por la sencilla razón de que no se refiere a ninguna ventaja mundana o material. Precede a la recitación del Shemá de la mañana, con la que el judío puede, a causa de su conexión única, revelar la unidad de Di-s en el mundo.

(extraído de Jabad Magazine, www.jabad.org.ar).

 

Dr. James Brawer

2 comentarios
  1. viviana kvesich

    Soy escritora, coincido bastante con varios conceptos en relacon al pueblo judio,pero considero que a pesar de la evolucion espiritual humana todavia existen resabios de discriminacion mundial ya incorporados en las conciencias colectivas, asi como tambien creo que todos somos iguales ante Dios, sin distincion de raza, etnias, credos, ideologias politicas, y que lo que realmente nos iguala es el Amor DIVINO,

    12/04/2018 a las 20:10
  2. Editor - iojai

    Recomendamos el libro El camino de Dios de haim luzzato. Es muy claro en este aspecto.

    14/04/2018 a las 22:48

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