Por qué un buen momento nunca dura
(Selección extraída del libro «Viviendo Inspirado», por Rabbi Akiva Tatz, © Rabbi Akiva Tatz)
(O por qué un buen momento nunca dura)
El curso natural que siguen todas las experiencias de vida se inicia con la inspiración y prontamente se desvanece en el desencanto. Analicemos este fenómeno e intentemos comprenderlo.
La conciencia y los sentidos del ser humano están sintonizados para experimentar un estallido inicial de sensibilidad y luego decaer rápidamente en la apatía. Visiones, sonidos, olores e incluso estímulos táctiles al principio son experimentados en forma aguda, y luego casi nada: un sonido constante no puede ser captado; la persona de pronto se da cuenta de que había estado presente justo cuando se interrumpió. Somos incapaces de mantener de un modo natural la frescura de cualquier experiencia. Esto sólo es posible en la dimensión de lo milagroso: el pan que se ofrendaba en el Bet haMikdash, el Templo, seguía vaporosamente fresco en forma permanente, a fin de poner de manifiesto la frescura constante de la relación entre Dios y el pueblo judío. Pero en el curso natural del mundo, las cosas frescas se descomponen.
Una de las fuentes en la Torá de este concepto se halla en la secuencia de acontecimientos que tuvieron lugar en el éxodo de Egipto. En un punto sumamente bajo de nuestra historia, durante la extrema miseria de la esclavitud en Egipto —literalmente, justo a punto de la aniquilación espiritual— el pueblo judío fue elevado en forma milagrosa. Diez plagas revelaron la presencia y el poder de Dios, las cuales culminaron con la décima plaga en una noche de revelación sin precedentes. Este cenit espiritual fue amplificado a otros órdenes de magnitud en la división del mar; allí, incluso el individuo más bajo del pueblo judío experimentó más de lo que lo habría de hacer posteriormente el más grande de los profetas. Y de pronto, después de cruzar el mar, fueron depositados en un desierto teniendo delante de ellos cuarenta y dos días de trabajo para poder ascender al nivel espiritual digno de merecer la experiencia del Sinaí: la entrega de la Torá. En términos metafísicos, un desierto representa un lugar de intensas fuerzas de muerte, un sitio de pruebas mortales. La falta de agua significa la ausencia de vida. (Y posteriormente vemos la intensidad de las pruebas que tuvieron que enfrentar en el desierto.)[1]
¿Cuál es el significado de esta pauta? La idea aquí es que para salvar al pueblo judío en Egipto, era necesario ayuda externa. Dios se manifestó y nos elevó espiritualmente a pesar de que no lo merecíamos intrínsecamente: todavía no nos lo habíamos ganado. Pero una vez salvados, ya inspirados, ya habiendo cobrado conciencia de nuestra realidad superior, entonces hay que pagar el precio de ello, la experiencia debe ser ganada a pulso; y al trabajar para ganarse ese nivel que previamente había sido otorgado artificialmente, uno adquiere ese mismo nivel en forma genuina. En vez de que a uno se le muestre un cierto nivel espiritual, uno se convierte en él.
Y éste es el secreto de la vida. Al principio de cualquier fase en la vida, la persona es inspirada artificialmente, pero para adquirir la profundidad personal que se nos exige, Dios quita la inspiración. El peligro es la apatía y la depresión; el desafío consiste en luchar contra eso hasta llegar de nuevo a la inspiración y, al hacerlo, construirla en forma permanente en el carácter personal. Las plagas en Egipto y la división del mar fueron deslumbrantes más allá de toda descripción, pero luego Dios nos puso en el desierto y nos lanzó el desafío de luchar para poder llegar al Sinaí. En Egipto Dios llevó a cabo la destrucción de diez niveles de maldad mientras nosotros lo observábamos pasivamente; en el desierto Él trajo diez niveles de maldad contra nosotros y nos retó a destruirlos nosotros mismos.
Esta misma idea se repite en todas partes. Por ejemplo, el festival de Pésaj [Pascua] tiene lugar en el mes de Nisán; el signo zodiacal de Nisán es la oveja, un animal que se deja guiar pasivamente. Luego viene el mes de Iyar, simbolizado por el toro, un animal cuya fuerza es voluntariosa. Y después viene el mes de Siván: los gemelos, la armonía perfecta. Es como un padre que enseña a caminar a su hijo: al principio el padre sostiene al hijo mientras éste da su primer paso, pero luego el padre debe soltarlo; no hay otra manera de aprender, y por ello el niño debe dar un temeroso y solitario paso sin ayuda. Solamente entonces, a partir de que ya pueda caminar independientemente, será capaz de sentir el amor de su padre, justo en el momento mismo que previamente había sentido como una deserción.
Desafortunadamente, la mayoría de la gente no conoce este secreto. Erróneamente se nos ha inculcado a pensar que el mundo debería ser algo constantemente excitante, y nos sentimos apenas a medio vivir porque no lo es. Examinemos ahora algunas instancias donde se aplica este principio fundamental.
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En los escritos agádicos se nos dice que al ser humano, antes de nacer, se le enseña toda la Torá mientras todavía está en el vientre materno. Un ángel le enseña todo los misterios de la Creación, así como todo lo que él tendrá necesidad de saber a fin de alcanzar la perfección: su propio jélek o porción personal en la Torá. Arriba de su cabeza se enciende una lámpara, y gracias a su luz el feto ve desde un extremo del mundo al otro. Sin embargo, en el momento mismo en que el niño nace, el ángel le da un golpe en la boca y con ello olvida todo lo que ha aprendido, naciendo así como un bebé normal, carente de conocimiento. La pregunta más obvia es la siguiente: ¿para qué enseñarle tanto a un niño, y luego hacer que toda esa enseñanza se olvide?
La respuesta, sin embargo, es que en realidad no ha sido olvidada; sólo ha sido introducida en lo profundo del subconsciente. La persona nace sin ningún conocimiento explícito, pero debajo de la superficie de su ser consciente, intacto y exuberante más allá de toda imaginación, se halla todo lo que uno desea saber. Una vida entera de ardua labor dedicada al estudio de la Torá y el mejoramiento de la personalidad propia, ininterrumpidamente liberará y hará llegar al nivel consciente esa sabiduría innata. Frecuentemente ocurre que cuando una persona escucha algo bello y verdadero, no tiene la impresión de estar conociendo algo nuevo, sino de reconocerlo. Un individuo con sensibilidad frecuentemente sentirá indicios de su profundo nivel intuitivo propio.
El camino a seguir es claro: la persona nace teniendo delante de sí una vida entera de trabajo: la sabiduría espiritual y el crecimiento personal se ganan a duras penas. Pero la inspiración está dentro de uno mismo; uno ya ha estado allí. Y es ese sentido de inspiración el que provee la motivación, la fuente del optimismo y la confianza personal de que el logro auténtico sí es posible, y está incluso asegurado, si se lleva a cabo el esfuerzo necesario.[2]
Una segunda instancia de aplicación de este principio es la siguiente: una característica distintiva de la niñez y, relativamente hablando, también de los años de adolescencia, la constituye el optimismo inspirado y la falta del sentido de restricción. Los niños piensan que pueden llegar a convertirse en cualquier cosa. El mundo es vasto y ancho para el niño, no vive oprimido por el sentido limitante de lo que es posible. Basta simplemente exponer a un niño a casi cualquier forma de grandeza (lamentablemente, con demasiada frecuencia sólo física y sin sentido) para que comience a fantasear acerca de convertirse en o alcanzar lo mismo.
Sin embargo, más tarde en la vida la persona sería afortunada si todavía le queda algo de inspiración. Muchos adultos se preguntan por qué la vida parecía tan exuberante cuando eran adolescentes, por qué podían reír o llorar tan intensa y plenamente en aquél entonces, y por qué ahora (en el mejor de los casos) la vida parece tan sosa. Primero viene la etapa de afirmación irreal, de recarga de energía. Y luego la vida misma nos desafía a ascender de nuevo al logro real en forma independiente.
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Una tercera aplicación se halla en el mundo del ba-al teshuvá (un ba-al teshuvá es el individuo que ha descubierto un modo de vivir orientado por la Torá después de haber vivido un estilo de vida más secular). Muchos ba-alei teshuvá experimentan un sentimiento de aflojamiento inesperado e inquietante. Con frecuencia el trayecto es el siguiente: una persona joven descubre la Torá, es inspirada por un maestro de Torá y comienza a estudiarla. Cualquier experiencia de Torá, ya sea en el estudio o en el contacto con el mundo ortodoxo, es espectacular. Cualquier texto que se estudie rebosa vida y significado, cualquier experiencia de Shabat constituye un clímax, y aparece una fase de euforia. Sin embargo, subrepticiamente todo ello cambia de algún modo, y el crecimiento espiritual debe ser buscado activamente. El estudio puede tornarse sumamente difícil. Con frecuencia, las dificultades parecen pesar más que los avances. Muchos individuos sienten la tentación de no perseverar en el estudio. Pero no cabe duda de que precisamente así es como debe de ser: el verdadero avance en el estudio llega cuando se genera un esfuerzo real. Así como en el plano físico los músculos únicamente se desarrollan sobreponiéndose a una resistencia tenaz, así también el desarrollo espiritual y personal únicamente puede ser logrado venciendo una resistencia equivalente. Cuando una persona comprende este secreto puede entonces comenzar a disfrutar la fase del trabajo; la comprensión madura demuestra claramente que la primera fase era artificial: es la segunda fase la que produce un desarrollo auténtico.
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Quizás la aplicación más aguda de este concepto en la sociedad occidental se halla en el matrimonio. En nuestros días, en la sociedad secular el matrimonio, en gran medida, está en estado de ruinas. En numerosas comunidades el divorcio es más común que la supervivencia del matrimonio, e incluso en aquellos matrimonios que sí sobreviven es muy común descubrir la falta de armonía.
Uno de los factores primordiales que originan esta situación desastrosa radica en la falta de comprensión de este concepto. El matrimonio tiene dos fases diferentes entre sí: el romance y el amor. El romance es el torbellino inicial de emociones, embriagante e ilógico, que constituye el rasgo distintivo de una nueva relación, y que en ciertos casos podría llegar a extremos. El amor, tal como lo define la Torá, es el resultado del acto de dar abundante y auténticamente. El amor es generado esencialmente por la oportunidad bien aprovechada de dar y de darse a sí mismo, y no por lo que uno recibe de la pareja. La fase romántica se marchita rápidamente; de hecho, tan pronto como es alcanzada comienza a morir. Una persona con sensibilidad espiritual sabe que ello debe ser así; pero en vez de dejarse llevar por la depresión y angustiarse por la duda de si quizás ha desposado a la persona incorrecta, hay que tener presente que la fase de trabajo, de dar, apenas está comenzando.
De hecho, en hebreo no existe palabra para designar «romance»: en el fondo no es más que una ilusión. Pero en el mundo donde imperan los valores seculares, el fulgor inicial, la satisfacción inmediata, lo son todo. El amor es traducido como «romance», y cuando éste muere, ¿qué queda? Nadie ha enseñado a la gente joven que el amor y la vida consisten precisamente en dar y construir, y por ello la tendencia predominante es abandonar el esfuerzo y partir en búsqueda de una satisfacción inmediata en otro lugar. Por supuesto, la búsqueda necesariamente debe fracasar porque ninguna experiencia nueva está destinada a durar.
El comprender a fondo este principio podría ser la diferencia entre la miseria matrimonial, o algo peor, y una vida entera de felicidad conyugal. El matrimonio judío ha sido cuidadosamente elaborado para transitar de la inspiración inicial a una inspiración aun más profunda, y no al desengaño. Las leyes de separación conyugal durante el periodo de menstruación constituyen sólo uno de los ejemplos de ello: en vez de permitir que la intensidad degenere en familiaridad cansada, las fases de separación generan una nueva inspiración que hace que el sentimiento mágico nunca se marchite.
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En todas estas instancias —de hecho, en todas las áreas de la vida— el desafío de la segunda fase consiste en recordar la experiencia inicial, permanecer inspirado por dicho recuerdo y utilizarlo como combustible para el desarrollo espiritual constante. El Rambam describe la vida como la experiencia de una noche tenebrosa en medio de una llanura tempestuosa: azotado por la lluvia, perdido en la obscuridad, el individuo es acometido por la desesperación. Súbitamente, surge el resplandor de un rayo. Por espacio de un microsegundo el paisaje parece tan claro como el día, mostrando el camino a seguir. Pero éste desaparece tan pronto como se lo percibe, por lo que es necesario avanzar luchando contra la tormenta guiándose únicamente por el recuerdo de ese resplandor. El resplandor duró sólo un instante; la obscuridad parece sin fin.
Esta es la pauta que sigue la vida: cortos momentos de inspiración seguidos por batallas prolongadas. Los instrumentos que se precisan son determinación, perseverancia y una negativa obstinada a desesperarse. Las pruebas personales que hacen que la desesperación parezca inminente en realidad son las manos de un padre que se retiraron para que uno aprendiera a caminar. Y el trabajo de recordar ese relámpago de luz cuando todo parece imposible es la emuná, la fe.
La tercera fase —y dichoso es el individuo que la alcanza en vida— es la trascendencia. Consiste en recuperar el nivel de la primera fase, sólo que ahora bien merecido, ganado a pulso y, por lo tanto, más allá de él.
Hay una declaración de nuestros Sabios que describe la trascendencia final, la transición de este mundo al siguiente; en ella se describe a los ángeles que en ese momento se acercan para recibir a la persona. Uno de estos ángeles viene con el propósito de inquirir: «¿Dónde está la Torá de esta persona; y es que la tiene completa en su mano?» El Gaón de Vilna señala, con una agudeza escalofriante, que ese ente superior que hace la pregunta no es un extraño. De pronto, uno reconoce en él a ese mismo ángel con el que uno aprendió Torá en el vientre materno. Y la pregunta a la que hay que responder es: ¿Dónde está la Torá que te inspiró en aquél entonces? ¿La has llevado al mundo y la has convertido en realidad? ¿Puede ahora ser llamada tuya?
[1]Hay fuentes cabalísticas que señalan que las diez plagas en Egipto fueron específicamente diez con el propósito de destruir las diez dimensiones de maldad con las que los egipcios habían «contaminado» los diez enunciados divinos que dieron origen a la Creación. (Es por eso que aquéllos ocurrieron en orden inverso: la Creación se había desarrollado, por decirlo así, a partir de un punto infinito en capas concéntricas, y las plagas invirtieron este orden con el propósito de quitar las capas de impureza, comenzando por el exterior para así llegar eventualmente a un centro puro: el primer enunciado divino de la Creación fue «en el principio», y la última plaga fue la destrucción de los primogénitos, la expresión de «lo primordial», de nueva creación; el segundo enunciado fue «que sea la luz», y la penúltima plaga fue la oscuridad. Estas mismas fuentes cabalísticas prosiguen la descripción de este proceso secuencial del mismo modo.) Sin embargo, en el desierto el pueblo judío enfrentó diez pruebas, cada una representando una lucha contra las diez dimensiones de maldad a nivel cósmico; el desafío consistía en derrotar el Mal en su totalidad siguiendo el camino hacia la santidad y, de este modo, hacer que el mundo volviera a la perfección. Si lo hubieran logrado, hubieran llegado a las fronteras de Israel con la capacidad para traer la redención final y permanente junto con su entrada a la Tierra de Israel. En otras palabras, el desierto constituye la dimensión de maldad cósmicamente concentrada.
[2]Esto también nos proporciona un atisbo conceptual al hecho de que una persona pueda generar un jidush (una idea novedosa) en Torá. ¿Cómo podría un ser humano ser el origen de algo en Torá? No cabe duda de que la Torá es un regalo procedente de una dimensión más elevada que la humana. No obstante, la respuesta es evidente: un ser humano es capaz de aportar al mundo una idea original y genuina de Torá precisamente porque ella ya está contenida dentro de él en un nivel más hondo que el consciente. Todo lo que se necesita es descender el cubo en el pozo profundo de la neshamá (alma superior) y extraer esa sabiduría.
Rabbi Akiva Tatz