Profundizando
Educación Judía
El medio ambiente y la influencia en la educación
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Oir el ruido de rotas cadenas

El grupo de amigos habían salido a comer con sus familias en un lugar muy especial. Después de viajar aproximadamente dos horas llegaron al «Mirador», un sitio montañoso muy elevado desde el cual se podía ver un paisaje panorámico para cualquier lado que uno quisiera. El asado había estado muy rico y en la sobremesa se trataron «los temas de siempre», es decir: lo mal que anda la economía, lo bien que se vive en otros lugares del mundo, etc. A unos cincuenta metros, cerca del cerco que caucionaba la caída al precipicio con carteles aferrados que así lo advertían, los chicos de las parejas mayores jugaban alegres a la pelota, sin interesarse mucho por la conversación aburrida de sus mayores – del mismo modo en que a éstos no le afectaba lo que hacían los niños. Como siempre sucede, la pelota «se colgó» – más allá del cerco. Laboriosamente, algunos de ellos treparon el cerco con mucha habilidad para rescatar la pelota. Solamente una de las mamás, Raquel – siempre la más exaltada – advirtió lo que había sucedido y gritó asustada. Todos giraron sus cabezas para ver lo que estaba ocurriendo y se levantaron para llamar a sus hijos. Su marido, que invariablemente pasaba vergüenza por los alborotos de su esposa, la intentó callar: «¡Vos siempre la misma escandalosa! ¿Te pensás que no saben cuidarse solos?» Milagrosamente no hubo que lamentar víctimas, pero faltaba poco. Uno de los niños se resbaló y comenzó a caer y quedó atascado por un árbol. Los bomberos lo rescataron…

Sr. Lector! ¿Ud. no estuvo en el lugar? ¡No lo puedo creer! ¡¿Quién no estuvo allí?! Y cuántos padres llevan a pasear a sus hijos cerca de la cornisa «para prepararlos para la vida» (es decir: que sepan asirse de un árbol en su caída, para no precipitarse al vacío..)
Todos, absolutamente todos, transitamos muy cerca de la cornisa. Es inevitable. Para llegar a ascender hacia las alturas, el camino de la vida nos lleva por caminos sinuosos en los cuales podemos divisar vistas panorámicas, teniendo en cuenta que no pasemos las vallas que nos separan del riesgo. Los cercados son evidentes para quienes están dispuestos a tomar las precauciones. Lamentablemente, ya muchos, demasiados se cayeron al vacío. No los pudimos recuperar. Tampoco hubo árboles en su trayecto rumbo al barranco. O no supieron aferrarse. O no quisieron. O no entendían que el abismo tiene algo de malo.
Pero, como repiten algunos que creen que estoy exagerando, igual al marido de Raquel: «¡Vos siempre la misma escandalosa! ¿Te pensas que no saben cuidarse solos?»

Una de las tareas más arduas en la vida es educar a los hijos. Entre las preguntas más complejas: ¿A qué y cuánto exponerlos? ¿En qué momento de la vida arriesgarlos? ¿Estamos seguros que saben caminar solos al borde del acantilado?
Es desagradable decirlo, pero uno se encuentra continuamente con el mismo fenómeno: Padres, quienes en otros órdenes de la vida obran con relativa prudencia y prevención, y a sabiendas de las funestas consecuencias que tuvieron familiares y conocidos al enviar a sus hijos a escuelas, clubes y otros espacios adversos y/o apáticos (no hay gran diferencia entre ambos) a la tradición y observancia judaicos, con el muy frecuente resultado de la conclusión de la continuidad milenaria al no establecer su hogar judío, no obstante, repiten los mismos caminos auto-convenciéndose y creyendo en pretextos frágiles idéntico a lo hicieron sus precursores ideológicos.

Algunas personas se acercan aun cuando «las papas queman» en búsqueda de ayuda. En ciertas instancias se los puede asistir con éxito. En otros, lamentablemente, no. ¿Por qué no acuden todos? Por varias razones. Algunos tienen vergüenza y sentimiento de culpa. Sospechan que al pedir socorro al escritorio del rabino, se les va a atribuir el fracaso educativo a ellos. Otros creen que es preferible manejarlo solos o que, de todos modos, «nadie puede hacer nada».
Mientras escribo estas líneas, no pretendo hacer cargo alguno ni echar sal sobre heridas abiertas. Sin embargo, sí quiero advertir a aquellos que tienen a su cargo a los más pequeños para que no repitan los errores cometidos por otros.
¿Los pretextos? Escuchemos: «¿Qué quiere? ¡En algún lugar se tiene que esparcir!» «¡no se puede criar en una burbuja!» ¡Yo también fui al colegio xxx – igual sigo judío!» «Necesito enviarlo allí porque tiene un buen nivel y le aseguran una salida laboral».
Lo que habitualmente desconocen estos padres es que nuestra sociedad (en particular la sociedad judía laica) no se caracteriza por su tolerancia hacia quien obedece la ley. Cuando menciono la palabra «tolerante», no me refiero a que no se le permita colocarse sus Tefilín. Este derecho lo protege la Constitución Nacional. La realidad, sin embargo, demuestra que les es sumamente difícil a jóvenes que no cuentan con un respaldo sólido que los apoye día a día en su tránsito, sostenerse en un medio mayoritariamente no observante. Los adolescentes necesitan, no menos que los adultos, la aceptación y aprobación de sus pares. En su vida cotidiana, esto suele ser más importante que la opinión de sus padres, maestros o rabinos.

En demasiadas instancias el interés inicial al ingresar a un ambiente adverso, se va disipando ante la apatía e indiferencia, ante los comentarios cínicos y ante la presión del «vacío» que se crea en torno al «distinto», pues a nadie le gusta ser un «bicho raro». Estas revelaciones no necesariamente surgen de la malicia de sus amistades. Aun siendo sus compañeros judíos «buenos chicos», lastimosamente, la insensibilidad y frialdad que poseen hacia lo propio ya es heredada de sus hogares, círculos y escuelas previas a las que atendieron. El cambio y el despojo de las convicciones es paulatino. A medida que transcurren los años de la educación media, los chicos están cada vez más alejados. Cuando, finalmente, algunos padres se despiertan a ver la realidad – ya es tarde. Ya no ejercen sobre sus hijos ni la autoridad legal, ni la moral. En vista a lo que está sucediendo ante sus ojos, exhiben una sonrisa forzada de aceptación («para no perderlo» – como si no lo hubieran perdido ya…)

Quizás Ud. piense al leer esto: «¡Bueno!, pero si están tan convencidos de lo que hacen, entonces lo van a cumplir «contra viento y marea»». Bien. Quiero responder: «Pido que nunca se nos ponga a prueba a nosotros en situaciones análogas». Ni siquiera los adultos sostenemos nuestros supuestos «principios morales» aun ante presiones reales o infundadas. ¿Qué esperamos entonces de los jóvenes que están en plena etapa formativa?
Sí. Existen las excepciones. Algunos jóvenes sobreviven al entorno indiferente. Se defienden creando una caparazón protectora a las miradas y comentarios. Sin embargo, pocos tienen esa fuerza en nuestra sociedad monocromática.
Ud. se pregunta: «Y entonces: ¡¿Qué puedo hacer?!»
En primer lugar no formular pretextos ilusorios. P.ej: «esto pasa, si te gusta, o no». Mal de muchos – consuelo de tontos. Así habla el agorero y pesimista, quien en lugar de luchar por lo que cree, prefiere decidir de antemano, que no tiene sentido perseverar.
Otro. «A mi no me va a pasar». El que así dice, es simplemente ciego. ¿O piensa que los anteriores no dijeron lo mismo?
Otro adicional: «que elija él, su propia vida». Una manera más de manifestar desinterés y falta de amor. ¿Cómo puede un padre consciente ser indiferente a los valores morales de su hijo? ¿No sentiría molestia si su hijo fuera a la cárcel por un delito?
En segundo lugar está la cuestión básica de actitud.
Si es que uno está tan convencido que el único lugar que «le asegura» un buen porvenir laboral es en medio de un entorno indiferente a la religión, ¿qué le brinda a su hijo – como papá – para apoyarlo, para que no se ahogue? ¿Considera que tener que asistir a tal lugar es «un mal necesario» o manifiesta una actitud de «privilegio» de pertenecer a aquel lugar? Nuestros hijos nos observan de cerca y a cada paso. Más que por nuestros sermones, se guían y saben sobre nosotros en relación a las cosas por las cuales mostramos entusiasmo, admiración e interés genuinos.

El Pasuk (versículo) en Mishléi (Proverbios) 27:21, nos dice que se distingue a la persona: «v-ish lefí mahalaló» (cada cual por su elogio). Rabeinu Ioná explica este versículo que de acuerdo a las cosas a las cuales un individuo muestra estima y aprecio, sabemos cuáles son sus pensamientos, objetivos auténticos y propósitos (si en lo material, si en la demanda de honores o en su intento por acercarse a lo espiritual.
Rav Itzjak Hutner sz»l añade que cuando una persona que se dedica al estudio de Torá, y, por otro lado, emplea su tiempo en casa hablando sobre cuánto bien o mal le va a otros en sus negocios, demuestra que en su corazón valen más los negocios que su propio estudio de Torá.
El Rav Isajar Frand shlit»a, hablando de educación, cuenta un episodio sucedido con su hija: Un día muy caluroso, yo había salido caminando hacia la Ieshivá a enseñar, tratando de aguantar el trayecto de mi casa hasta donde me esperaba el alivio del aire acondicionado. Cuando estaba llegando, recordé que no había recitado Bircat HaMazón después de comer. Primero intenté convencerme que ya había dicho Bircat HaMazón, sin éxito. Luego pensé que podría decirlo cuando llegara a la Ieshivá, pero la mayoría de las autoridades, opinan lo contrario. Di media vuelta, y volví. Cuando llegué a casa, mi hija se sorprendió al verme. «¿Para qué volviste?» «Para recitar Bircat HaMazón». «¿Por ese motivo caminaste todo de vuelta?» En aquel momento sentí que con ese acto inesperado había logrado más que en todos los años de explicaciones y consejos…

En esta semana patriótica (semana del 25 de mayo) se entona el himno que reza: «Oíd el ruido de rotas cadenas». Existen cadenas de muchos tipos. Nuestra cadena de transmisión judaica de padres a hijos ha mostrado ser muy resistentes en otras épocas, aun cuando se probó su vitalidad en sostener los eslabones que le seguían. ¿Hemos de ser nosotros las últimos argollas? ¿Somos tan sordos que no escuchamos el ruido de las cadenas que se rompen a nuestro alrededor?

Rab Daniel Oppenheimer

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