No acatar el decreto
La época en la que nació Rabí Iehudá Hanasí era muy difícil para Am Israel. En ese tiempo, el gobierno del imperio romano proclamó duros decretos en contra de los judíos, y hacía todo lo posible con tal de alejarlos de la Torá y de su Creador.
El decreto más grave de todos era, sin duda, el que prohibía hacer el Berit Milá a los niños, y cuya finalidad era la de hacer que el pueblo de Israel se asimilara y desapareciera.
A los padres que eran sorprendidos cumpliendo con esa Mizvá, se los condenaba a muerte tanto a ellos como a los niños circuncidados.
En aquellos tiempos, al Rab más grande e importante de Am Israel se lo denominaba «Nasí», que significa «príncipe», palabra que, además de definir el cargo que detentaba, lo asociaba con su estirpe, pues era descendiente de David Hamelej. Y mientras el decreto romano amenazaba la vida física de los Iehudím, le nació un hijo al «Nasí» Rabán Shimón Ben Gamliel.
Por supuesto, que a él no se le cruzó por la mente la posibilidad de acatar la orden imperial, y se preparó para celebrar el Berit Milá a su hijo, al octavo día del nacimiento.
Los Iehudím temieron por la vida de su Rab y Nasí, el gran Jajam y Sadik (sabio y justo), pero éste les dijo públicamente:
«Hashem nos ordenó por medio de Su Torá hacer el Berit Milá a nuestros hijos. Por otro lado, el malvado reino de Roma ordenó lo contrario. ¿Acaso hay alguna duda de a quién debemos obedecer?».
Cumplió Rabán Shimón Ben Gamliel el mandato Divino, y le hizo el Berit Milá a su hijo delante de una multitud. Y también un nombre de valentía y fortaleza le puso al niño: Iehudá.
El suceso llegó a los oídos del cónsul romano, y mandó a llamar inmediatamente a Rabán Shimón, preguntándole cómo se había atrevido a transgredir la orden del imperio.
«¡Así nos lo ordenó Hashem, el Creador del mundo!», respondió firmemente el Rab.
El cónsul se quedó asombrado por la respuesta. Dentro de su corazón, realmente admiraba al Nasí de los judíos, pero no obstante ello, se veía obligado a castigarlo, pues el decreto imperial emanó directamente del Cesar, y el cónsul temía que fuera él mismo sancionado si no lo hacía.
«Bueno. Entonces, ¿qué piensas hacer conmigo ahora?», preguntó Rabán Shimón desafiante.
«No puedo tomar una decisión», fue la respuesta del cónsul. «Te enviaré al emperador y que él se pronuncie sobre la suerte del niño y de toda la familia».
Ese mismo día, envió un soldado a la casa de Rabán Shimón para que acompañe al niño y a su madre a trasladarse a la Roma imperial, a entrevistarse directamente con el Cesar.
La mujer tomó en sus brazos al pequeño Iehudá, y emprendió el camino. Antes de llegar a Roma, se hizo de noche y tuvo que buscar un lugar para pernoctar. Recordó que cerca de allí había una familia, cuya dueña de casa era una mujer no judía de buen corazón. Su esposo pertenecía al gobierno romano, pero era un hombre que apreciaba y trataba bien a los judíos, en especial a Rabán Shimón, a quien admiraba por su grandeza y sabiduría.
Fue muy bien recibida por su amiga, y ésta le ofreció su casa para descansar y pasar la noche con su hijo.
«¿Cómo es que se le ocurrió salir al camino en horas tan tardías como éstas? ¿Y por qué se le ve tan triste y preocupada?» le preguntó la anfitriona.
La esposa de Rabán Shimón le contó todo lo que había pasado, y que afuera de la casa estaba uno de los soldados del cónsul vigilando que no se escapara, y que debía llevar al niño frente al Cesar, con las consecuencias trágicas que todo esto acarrearía. «¡Yo también he tenido un hijo de nueve días!» le dijo la dueña de la casa. Se llama Antonino, y por supuesto no tiene hecha la circuncisión. Tómelo a cambio del suyo, y lléveselo al Cesar, para que crea que todo fue una calumnia y se salven tanto el niño como ustedes de la pena de muerte».
La ocurrencia fue aceptada con gusto por la esposa de Rabán Shimón, y ésta llevó al día siguiente al niño Antonino como si fuese suyo, dejando a Iehudá en manos de aquella buena mujer.
Llegó al palacio del Cesar acompañada del soldado, y se presentó frente al emperador.
«¡Salve, Cesar!», comenzó hablando el soldado. «He traído con su alteza a una mujer que se atrevió a transgredir las leyes imperiales, y le hizo la circuncisión a su hijo. ¡Estamos a la espera de que se haga justicia con ella y con toda su familia…!».
El emperador hizo unas señas para que vengan otros soldados a revisar al niño y constatar las palabras del soldado. Y ante la sorpresa de todos, al desvestirlo, comprobaron que su cuerpo no había sido modificado desde que vino al mundo.
«¡No puede ser!», dijo asombrado el soldado. «¡Yo mismo lo he visto que tenía su circuncisión…».
En ese instante, uno de los consejeros del imperio, se acercó al Cesar y le murmuró al oído: «Su majestad: yo conozco a esta mujer, y le puedo asegurar que no es posible que el Rabino más importante de los judíos no le haya hecho la circuncisión a su hijo…».
«Entonces, ¿cómo se explica esta situación?» le preguntó el Cesar.
«No hay otra alternativa más que la de un milagro…».
«¿Un milagro?».
«Así es. Y eso, porque el Di-s de ellos protege y les hace maravillas. Y así a ellos los cuida de todos los males, castiga también a sus opresores…».
Estas últimas palabras, más que sorprendieron, asustaron mucho al Cesar, quien inmediatamente dejó en libertad a la mujer, y anuló el decreto que prohibía a los judíos circuncidar a sus hijos varones.
Lloraron de emoción, llegó la esposa del Rabán Shimón a la casa de la mujer, y le contó todo lo que había pasado. Luego de abrazarla y agradecerle, le dijo:
«Su hijo no sólo salvó la vida de mi hijo, sino la de todos los demás niños judíos del imperio. Pido a Di-s que cuando crezcan sean amigos, y tengan mucho éxito en todo lo que hagan…».
La plegaria de la esposa de Rabán Shimón se cumplió con creces: Su hijo llegó a ser Rabí Iehudá, conocido también como Rabenu Hakadosh; Nasí de todo su pueblo y uno de los más grandes personajes de nuestra historia. Y Antonino llegó a ser emperador de Roma, y cuando crecieron se hicieron grandes amigos. Antonino fue muy benevolente con los judíos, y empezó a estudiar Torá con Rabenu Hakadosh, hasta que tomó la decisión de circuncidarse a sí mismo y convertirse al judaísmo.
Dijeron nuestros Jajamim: «Por el mérito de la leche que tomó Antonino de la madre de Rabenu Hakadosh, pudo estudiar Torá y cobijarse luego bajo las alas de la Shejiná, integrándose al Am Israel«.
Bedarké Abotenu
(Gentileza Revista semanal Or Torah, Suscribirse en: ortorah@ciudad.com.ar )