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Negro sobre blanco

Extraido de Maase Abot, Relatos jasídicos, Ed. Benei Sholem

En un país lejano, muy lejano, vivía un rey que era bondadoso con los judíos y los habitantes de aquella nación no los molestaban por el hecho de ser judios.

El rey vivía tan bien con ellos por una razón: había dedicado mucho tiempo a la lectura de libros hebreos, y a otros que trataban sobre los judíos y sabia bastante de Torá.
Admiraba en secreto el amor con que los judíos vivían entre sí, su paz, su armonía. Por eso el rey había elegido como amigo intimo nada menos que al Rabino de la Comunidad.

A menudo el rey llamaba a su amigo a su oficina privada, donde discutía con él sobre toda clase de temas, pero especialmente sobre filosofía y religión. El rabino, que era profundo conocedor de la Torá, contestaba todas sus preguntas, resolvía sus dificultades y le explicaba los conceptos confusos.
Un día el rey lo llamó para preguntarle sobre algo que lo preocupaba.

«Estudiando vuestra religión aprendí que para ser un judío ortodoxo hay que creer en un-D-s, Creador de la tierra y del cielo. Y, mi querido erudito, antes de Creer en D-s debemos estar seguros que existe. ¿Por qué aceptar su existencia? Y si lo aceptamos ¿por qué creer que, fue El quien hizo el universo? ¿Por qué no poder decir que se hizo sólo? ¿Qué pruebas puede darme Ud. de que realmente D-s creó el mundo?»

El rey, entusiasmado por sus propias palabras, se inclinó ligeramente hacia su interlocutor. Accidentalmente volcó con el codo un tintero que se encontraba sobre el escritorio, manchando varios papeles blancos que estaban allí apilados. El soberano pegó un salto, murmurando algo sobre su propia torpeza. Avergonzado por su descuido no llamó a sus criados, pidiendo disculpas a su amigo por abandonarlo unos momentos.

Ni bien el rabino quedó solo tuvo una idea brillante. Rápidamente pasó al otro lado de la mesa, tomó los papeles manchados y los arrojó al canasto. Luego, sobre una hoja limpia comenzó a dibujar un paisaje con montañas, árboles, y casitas. Debido a su habilidad en el dibujo logró terminarlo en poco tiempo. Lo colocó al lado del tintero volcado dando así la impresión de que aún goteaba tinta sobre el papel. En ese preciso instante el monarca regresó a la habitación y pidió perdón al Rabino por haberlo hecho esperar tanto tiempo. En el momento en que iba a tirar los papeles del escritorio, vio el dibujo bajo el tintero volcado.

«¿Qué es esto?», preguntó. «¿Cómo llegó aquí?»
Estaba sorprendido al encontrar un hermoso paisaje en el lugar en que recordaba haber dejado unos cuantos papeles manchados. Como entendía mucho de arte, notó que estaba hecho por una mano hábil. El rabino sonrió, mientras decía: «¡ Oh no es nada! Se hizo solo. Al caer la tinta, los papeles se mancharon de ese modo».
«¡Por favor!» exclamó el rey. «Usted no puede decir esas tonterías. ¿Cómo puede sugerir algo así? Nada se hace solo. ¿Así que estas montañas, los árboles, y la simpáticas casitas se han hecho solas? ¡Es claro como el día que alguien ha hecho este dibujo!»
«Bueno» admitió el rabino «Acompáñeme por favor a la ventana, quisiera mostrarle algo».
Ambos se asomaron a la ventana, que daba a los jardines del palacio y de la cual se tenía una vista de la ciudad y de las montañas. Señalando los altos árboles, el sabio judío dijo: «Su majestad, podría Ud. decirme de dónde han venido estos magníficos árboles? ¿Y quién creó las montañas? Observe ese jardín, mire esas fragantes flores. ¿Quién las ha hecho? ¿Cree Ud. posible que se hayan hecho solas? Claro que no. Ud. mismo dijo hace un momento que nada se hace solo. ¿verdad? SI, su alteza, yo he dibujado el paisaje que encontró en el escritorio. Lo he hecho con el fin de contestar a la pregunta que me había formulado. Le he probado «negro sobre blanco» que D-s existe; porque sino ¿Quién hizo los cielos, el sol, las estrellas, quién llenó los océanos y formó las montañas sino El?» y continuó «No sólo creó D-s el universo hace miles de años, sino que lo mantiene existente en este mismo momento».

El monarca quedó satisfecho e impresionado con la respuesta «blanco sobre negro». Le preguntó entonces qué podía hacer por él en agradecimiento a su brillantez.
Y el erudito hebreo repuso: «Lo único que puedo pedir a su majestad es que siga mostrando su benevolencia hacia mi pueblo, como lo ha hecho hasta ahora, permitiéndole seguir adorando a D-s como lo indica la Torá.»

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