En medio de las tinieblas
Mi nombre actual es Ester, nací en Ucrania en 1982 en el seno de una familia cristiana con la que iba todos los domingos a la iglesia y festejaba Navidad y año nuevo. Durante mi infancia crecí sintiendo que el cristianismo era perfecto, y siempre fui muy feliz con mi vida, nunca me planteé cambiarla ni me interesé en otras religiones. A pesar de que mi abuela materna era judía, como no me criaron en esa tradición, siempre me identifiqué como cristiana y me sentía parte de esa fe.
Desde pequeña, siempre tuve habilidades para los deportes, principalmente para la gimnasia. Soñaba con representar a mi país en los Juegos Olímpicos ante el mundo entero.
Cuando cumplí los once años mis padres me dijeron que tenían que hablar conmigo de un tema muy importante. Recuerdo que me llevaron a la cocina, nos sentamos, y mi mamá nos sirvió un té. Mientras me hablaban de diferentes temas, mi mamá hizo una pausa y, mirándome fijamente a los ojos, me dijo: “Querida hija, para nosotros es muy importante que sepas algo que no pudimos decirte hasta el día de hoy, ya que eras demasiado chica…”.
“Cuando yo era pequeña, en plena Segunda Guerra Mundial, fui abandonada en un orfanato. Tu abuela no es verdaderamente tu abuela biológica, sino que es adoptiva. Ella pertenecía a una familia judía jasídica, y como nunca pudo tener hijos, decidió adoptarme siendo yo una niña cristiana. Tu abuela también adoptó a un niño que sí era judío y que se fue a vivir a los Estados Unidos cuando creció. Debido a las muchas adversidades de la guerra, tu abuela abandonó el judaísmo, y por eso nunca hice una conversión. Por eso, es importante que sepas que tu abuela adoptiva es judía, y yo una cristiana adoptada por ella, de modo que tú, no eres judía como piensas”. Así terminó mi mamá su historia.
Me sorprendió mucho saber que mi abuela judía era en verdad una abuela adoptiva, pero me quedé tranquila cuando supe que mi mamá era cristiana y yo también, ya que siempre observaba el creciente antisemitismo en el colegio y pensaba que no era bueno ser judío. También observaba que muchos de mis compañeros se avergonzaban de serlo porque los perseguían y se burlaban de ellos.
En la Rusia comunista de aquella época lo único que existía era Stalin y la fuerza del ejército. No había Dios, religión ni nada espiritual; y no sólo eso, sino que cualquier persona contraria a esos principios ponía su vida en peligro, principalmente los judíos. Esas circunstancias, entre muchas otras, obligaron a que mi abuela adoptiva abandonara por completo el judaísmo. Sin embargo, cuando cumplí doce años, mi abuela comenzó poco a poco a ir a una sinagoga en Kiev, Ucrania, y a relacionarse con gente judía. Su alma estaba sedienta después de tanto sufrimiento y de haber estado tanto tiempo desconectada de sus raíces a causa de la guerra.
En cierta ocasión, hablando con sus amigas, mi abuela se enteró de que iba a organizarse un campamento de verano al que iban a acudir muchas jóvenes judías de todo el mundo: Estados Unidos, Australia, Sudáfrica y otros países más, y pensó que sería bueno para mí. Ella misma se ocupó de todos los arreglos, habló con mis padres y logró convencerlos para que me dejaran ir.
Mi madre no tardó en contarme que me habían anotado en un campamento para que conociera chicas de mi edad y, de paso, para que también mejorara mi inglés. A mí me pareció que podría ser una experiencia difícil e incómoda porque, como niña cristiana que no conocía absolutamente nada del judaísmo, probablemente me iba a sentir con un pez fuera del agua. Además, seguramente todas pensarían que yo era judía y que deseaba acercarme a la religión, y lamentablemente, yo tenía prohibido revelar mi verdadera identidad.
Cuando llegué al campamento mi sorpresa fue mayor. La mayoría de las jóvenes venían de familias ortodoxas, y lo primero que se me pasó por la cabeza fue escapar. Sin embargo, con el correr de los días, empecé a entablar una buena relación con algunas, y me di cuenta de que no era tan tremendo como pensaba, por lo que decidí quedarme.
Mi gran sorpresa fue Shabat. Tenía que cuidarme como todas de no prender o apagar las luces. En el comedor, todas cantaban canciones muy lindas, pero yo no entendía ni una palabra de lo que decían. Lo mismo me ocurría cuando bendecían sobre las comidas, me encontraba perdida.
Recuerdo que unos días antes del 9 de Av, el día más triste del año para el pueblo judío en el que se conmemoran las destrucciones de los dos Templos de Ierushaláim, las organizadoras del campamento trataron de convencer a las chicas de que ayunaran. Cuando escuché eso pensé: “¿Ayunar? ¿Están locas? ¿Qué quieren, que nos muramos? No se puede vivir sin beber ni comer”. Yo traté de convencerlas para que no lo hicieran insistiendo en que era una locura. Me preocupé por agarrar varias bandejas de comida y las escondí en mi cuarto para que, en medio del ayuno, las pobres chicas tuvieran algo para comer.
El campamento terminó al cabo de unas semanas, y cuando regresé a casa, les conté a mis padres la gran experiencia que había tenido y todo lo que había aprendido. Básicamente les dije: “A pesar de todas las cosas raras y nuevas que vi y aprendí, la pasé increíble”. Fueron tan buenos los momentos que viví, que todos los años volví a participar en ese campamento. Sentía algo magnético, y no podía ignorarlo.
Los últimos años en los que participé en los campamentos empecé a llevar polleras para demostrar al resto de las mujeres lo mucho que respetaba la forma de vida que llevaban. Desde los once años hasta los dieciséis no me perdí ni un solo campamento. Cada vez que participaba vivía una nueva experiencia y cada una era hermosa en sí misma.
En una ocasión, cuando caminaba por la calle, se me acercó una persona y me dio la tarjeta de una agencia de publicidad. Era una invitación para que fuera a un casting de modelos que se iba a realizar en los próximos días. Me pareció un gran desafío y una buena oportunidad para mi futuro, después de todo, llegar a ser modelo era un sueño para cualquier joven
A los pocos días, y con muchos nervios, me presenté al casting. Tras una difícil y extensa jornada de pruebas, sesiones fotográficas y entrevistas, me contrataron en la agencia; y de esa forma, a los quince años, comencé a trabajar como modelo profesional.
Para mí era un mundo nuevo, y al principio fue todo fabuloso: maquillaje, peinados, ropa maravillosa, fotos, videos y fama. Poco a poco comencé a escalar en mi nueva carrera profesional. Sin embargo, a medida que transcurría el tiempo, me di cuenta de que no todo lo que brillaba era oro. Muchas de las modelos que aparecen radiantes y sonrientes en revistas y videos no pueden hacer una vida normal. Sus vidas están muy lejos de ser lo que aparentemente reflejan en los medios gráficos. La gente no tiene idea de los problemas y exigencias que las modelos tienen en sus trabajos. En ese medio existen jóvenes con depresión, anorexia, y adicciones. Bastaron casi tres años para que descubriera que no era lo que yo quería para mi vida.
Nunca abandoné mis estudios, ya que también quería ser una gran empresaria, algo que mi mamá siempre había deseado. Al mismo tiempo, mi pasión por la gimnasia me hizo llegar a ser la número tres de Ucrania en salto de altura. Con ese logro personal vi la posibilidad de representar en el futuro a mi país en los Juegos Olímpicos.
A unos meses de terminar mis estudios secundarios, mis padres decidieron divorciarse tras dieciocho años de matrimonio. En ese momento, mi mamá, que siempre me alentó para que estudiara una carrera, me confesó que debido al divorcio no podía ayudarme económicamente con la universidad. Me aconsejó que esperara un año para inscribirme y que, mientras tanto, hiciera algún curso y descansara un poco. Cuando escuché esas palabras me quedé en shock, el sueño de mi vida de convertirme en una gran empresaria se estaba desmoronando, y lo peor de todo era que quien estaba demoliendo mis ilusiones era mi mamá, la que siempre me había apoyado.
En aquellos días tan difíciles, me llamó de casualidad una amiga judía que conocía de los campamentos, y tras hablar unos minutos, percibió que mi estado de ánimo no era el mejor. Cuando le conté lo que estaba pasando en mi vida, lamentó mi desdicha y trató de consolarme. Antes de colgar el teléfono, se le ocurrió una idea y me dijo: “¿Qué te parece si nos vamos juntas a Israel a estudiar un tiempo a un lugar muy lindo que yo conozco? Será parecido a los campamentos a los que solíamos ir”. Yo pensé que me estaba haciendo una broma. En ese entonces, alrededor del año 2000, era muy común ver en la televisión noticias aterradoras procedentes de Israel: atentados en autobuses, manifestaciones, problemas con los árabes, etc. De modo que el último lugar del mundo al que me hubiese imaginado ir era Israel. Sin embargo, su ofrecimiento era verdadero.
Cuando le comenté a mi mamá la propuesta de mi amiga, pensé que opinaría lo mismo que yo, es decir, que era una locura. Sin embargo, su reacción fue totalmente opuesta. Me apoyó de una forma que me sorprendió, me empezó a decir un montón de cosas positivas y me insistió en que no dejara pasar esa gran oportunidad.
A los pocos días me llamó de nuevo mi amiga para decirme que nos habían aceptado y que en unas semanas viajábamos. Todo parecía un sueño, pero como conocía muy bien a mi amiga, sabía que el viaje iba en serio. Después de mucho nerviosismo y preparativos, el gran día llegó.
Después de despachar las valijas en el aeropuerto de Ucrania, entré al baño. Estaba vestida con pantalones, muy maquillada, con aritos y muchos accesorios. Todo lo que cualquier joven moderna usaría. Cuando salí, tenía pollera, me había sacado el maquillaje y mi pelo lucía más normal. Parecía otra persona. Esta era mi forma de respetar a las demás chicas, y pensé que si lo había hecho en los campamentos, más lo tenía que hacer ahora que iba por primera vez a la famosa Tierra Santa de la que todo el mundo hablaba. En mi cabeza tenía la idea de aprovechar el viaje para recorrer el país y visitar los famosos lugares cristianos de los que siempre había oído hablar. Pero al parecer, el plan era otro, y en menos de cuatro horas de vuelo, mi vida comenzó a dar un giro de 180 grados.
Apenas llegué a Israel con mi amiga, fuimos directo al centro en donde íbamos a estudiar. Era una midrashá que estaba en Ofakim, una de las ciudades más religiosas que existen en el mundo. Cuando entré al lugar y vi dónde me encontraba, casi me desmayé. Me agarró un ataque de nervios, y lo primero que hice fue llamar a mi mamá para decirle que quería volver a casa en el siguiente vuelo. Al otro lado del teléfono, y con una paciencia que me sorprendió, mi mamá me dijo que me tranquilizara, que yo había ido a Israel a estudiar y no para ir de fiesta. Después de hablar un buen rato me convenció para que me quedara un tiempo más.
Y así fue como con mucho esfuerzo me instalé en los dormitorios y asistí diariamente a las clases como todas las jóvenes del lugar. Al principio no entendía nada, y tampoco me interesaba. Sin embargo, al cabo de un tiempo, algo se encendió dentro de mí y empecé a conectarme con las charlas. Había veces que me traducían las clases al ruso, pero poco a poco me fui familiarizando con el hebreo, Hashem me dio una facilidad enorme para los idiomas. Aprendía muy rápido. Gracias a esa experiencia, hoy en día hablo inglés y hebreo casi como si fuesen mis lenguas maternas. Además, me sirve muchísimo para poder compartir mi historia con la gente, entre otras cosas.
Pasadas unas semanas, empecé a interesarme por el judaísmo. Sin embargo, el hecho de ser una joven cristiana que estaba en un centro de jóvenes judías ortodoxas me hacía sentir mal. Pensaba que quizás estaba traicionando mi religión de toda la vida. Traté de convencerme de que el judaísmo sólo era una visión filosófica de la vida y que me ayudaría a relajarme y a ser más feliz. Con esa idea en mente, no me asusté con todos los nuevos conceptos que iba aprendiendo. Pero a medida que más aprendía, empecé a darme cuenta de que la Torá es más que una filosofía, era el mejor manual de instrucciones que una persona podía disponer para aprovechar al máximo su vida en este mundo.
Recuerdo que un día, mientras observaba a mis compañeras con cierta envidia, me preguntaba: “¿Por qué ellas tienen la suerte de haber nacido judías y yo no? ¿Por qué sus madres son judías y mi madre es cristiana?”. Estaba perdida y le preguntaba a Hashem qué hacía en ese lugar una cristiana como yo.
Cierto día, una amiga comentó que cuando una persona no judía se quiere convertir, no se la acepta tan fácilmente como en otras religiones. En el judaísmo, la conversión es un proceso muy largo que puede tardar años, y no siempre la persona es aceptada. Ese mismo día, también escuché una clase de la rabanit en la que habló de las diferencias entre los judíos y los goim, también habló del pueblo elegido y otros conceptos relacionados.
Cuando llegué a mi dormitorio estaba muy confundida y molesta por todo lo que estaba escuchando. En ese momento entró mi compañera de cuarto, y un poco enojada le comencé a preguntar: “¿Cuán diferentes son los judíos de los goim?, al fin y al cabo todos tenemos dos manos, dos piernas, dos ojos, un cuerpo, hablamos y comemos. ¿Por qué diferenciar entre las religiones?”. Obviamente, mi compañera pensaba que yo era una judía más que quería estudiar Torá, y que todo lo que se dijo en la clase fue sin intención de ofenderme.
Entonces ella me contestó: “Es verdad que físicamente somos iguales, pero tienes que entender que el propósito que tenemos los judíos en la vida es muy diferente al resto del mundo. Mira, en un ejército están los soldados regulares y también los soldados que combaten en unidades especiales. Estos últimos tienen que hacer los trabajos más importantes y difíciles así como las misiones más peligrosas. El éxito militar depende de ellos. Lo mismo ocurre con los judíos, tenemos una misión especial, y por medio de la Torá y el cumplimiento de las mitzvot, traemos bendición al mundo y también lo protegemos. Pero si no hacemos eso, entonces ocurre lo contrario. Todo depende de nosotros”, terminó diciendo mi amiga. Lo que estaba escuchando aumentó aún más mi enfado. ¿Cuánta verdad hay depositada en los judíos? ¿Por qué son ellos el pueblo elegido? Entonces se despertó en mí un pensamiento: “Está bien, quizás el cristianismo no sea 100% verdad, pero quizás el judaísmo tampoco”.
Desde ese día comencé a buscar rabinos para hacerles todo tipo de preguntas para las que yo suponía que no tendrían respuesta. Sin embargo, a cada pregunta que formulaba recibía una explicación fabulosa y compleja que me hacía pensar que quizás la Torá era la verdad.
Hashem me había enviado una compañera de cuarto muy especial que, sin darse cuenta, influyó mucho en mi cambio. Más de una vez llegábamos a discusiones fuertes cuando hablábamos de religiones, hasta que un día ella me compró varios libros para que los leyera. No se dio por satisfecha con eso, sino que además, todos los días me preguntaba: “¿Ya leíste tal libro? ¿Y leíste el otro?”. Siempre era así, no me dejaba respirar, ejercía una presión grande sobre mí para que entendiera y creciera. Cada hoja que leía, cada libro que terminaba, y cada clase que escuchaba, me hicieron dar cuenta de que todo mi pasado distaba mucho de ser lo que yo había creído toda mi vida.
Por un lado tomé conciencia de que había vivido dieciocho años de la forma equivocada, pero por otro lado, había descubierto la verdad, pero yo no pertenecía a ella. Me agarró una gran depresión. No quería seguir mintiéndome, ni volver a Ucrania y seguir como antes, ya que siempre fui una persona que vivió con la verdad. Mi alma gritaba con desesperación mientras le rogaba a Hashem que me ayudara a tomar la decisión correcta para el resto de mi vida.
Después de un año estudiando en Ofakim, mis padres no tenían idea de la experiencia interior por la que estaba atravesando, y mucho menos del gran conflicto que tenía en mi vida. Pensé y medité durante mucho tiempo sobre las experiencias nuevas que viví, y entendí que, sin lugar a dudas, la única opción que tenía para sentirme bien conmigo misma era convertirme. La gran pregunta era cómo hacerlo. ¿De dónde iba a sacar el valor para decirle a todas mis amigas, a todas las rabaniot y a toda la gente de la midrashá, que yo no era judía y que me quería convertir? ¿Qué les iba a decir: “Ah perdón, después de un año olvidé decirles que no soy judía”? ¡Qué vergüenza!
Tenía un gran problema, ya que si no me aceptaban por haberlas engañado tanto tiempo, tendría que volver a mi país sin saber qué hacer el resto de mi vida. Lo único que me quedaba para hacer en esos momentos era sólo una cosa: pedirle y rogarle a Hashem para que me ayudara.
Con mis propias palabras y de todo corazón vertí mis sentimientos, derramé lágrimas y cuando ya no pude llorar más, dije: “Hashem, si me trajiste hasta este lugar, si me hiciste pasar por todo lo que pasé, por favor, haz algo para que me ayuden y pueda convertirme. Esto se parece a un niño al que le muestran un caramelo y al final no se lo dan. No puede ser que me hayas mostrado algo tan maravilloso y ahora, cuando les tenga que decir a todos la verdad, mi vida se arruine para siempre”. Como dice el Tehilim: “Mojé mi lecho con lágrimas”.
En esos días pedí una cita con mi rabanit. Cuando entré a su oficina, lo primero que hice fue comenzar a llorar. Tenía un nudo en la garganta que no me dejaba sacar ni una sola palabra de mi boca. La rabanit trató de calmarme, y después de unos minutos comencé a contarle mi historia para finalmente confesarle que yo no era judía. Ella comenzó a llorar conmigo, y los pañuelos descartables que había en su escritorio no alcanzaron para secar nuestras lágrimas.
Luego de haberme sacado la gran carga que llevaba adentro desde hacía tanto tiempo, la rabanit me dijo con una voz entrecortada: “Mira, yo no puedo tomar esta decisión. Si te puedes convertir o no, lo decidirán los rabinos. Es algo muy delicado y tengo que hablarlo con ellos. Pero al margen de todo, dime para qué te vas a convertir. Ser judía es muy difícil, significa vestirse con recato, comer casher, cuidar Shabat y muchas otras mitzvot que no tienes obligación alguna de cumplir. De hecho, puedes hacer lo que quieras. Mejor quédate así como estás y sigue viviendo una vida normal sin tantas obligaciones”. Con lágrimas en los ojos le dije: “No me interesa en absoluto que sea difícil, yo quiero ver a mis hijos cantando en Shabat, diciendo Tehilim, quiero ver a mi esposo estudiando Torá, y deseo llevar una casa con todos los principios tan hermosos que Hashem nos ordena y que me parecen las mejores instrucciones para vivir una vida plena y llena de felicidad”. Al final me pidió que me quedara tranquila, que cuando consultara este asunto con los rabinos me daría una respuesta.
Aquellos días que estuve esperando la respuesta me parecieron años. Rogaba diariamente a Hashem para que no me dejara sola, porque yo quería ser judía y estar cerca de Él.
Unas semanas más tarde, mi rabanit se sentó conmigo y me dijo: “Estuve hablando con muchos rabanim y, como bien sabes, ahora que empiezan las vacaciones todas las chicas regresan a las casas con sus familias, y tú, por lo tanto, deberías hacer lo mismo. No tienes que comer casher, no tienes que vestirte con recato, y tienes prohibido cuidar Shabat, ya que no eres judía. También pensé que en caso de que aceptaran tu proceso de conversión, al volver a tu país te sería muy difícil seguir cumpliendo las mitzvot, y en caso de que quisieras dejarlo todo, estarías en un gran problema porque ya tendrías un alma judía”.
No podía creer lo que me estaba diciendo porque yo deseaba fervientemente ser judía. En mi vida como cristiana iba a la iglesia el domingo, prendía unas velas, repetía unas palabras para limpiar mis pecados, y cuando salía de ahí seguía con mi vida. Para mí era como meter la ropa en el lavarropa, limpiarme y seguir mi vida, como si nada hubiera ocurrido hasta el domingo siguiente. Sin embargo, había visto que, en el judaísmo, desde que uno se levanta hasta que se acuesta está cumpliendo mitzvot. Se le agradece a Hashem por cada cosa que uno tiene, por cada comida, se reza por uno y por los demás, cada acción tiene un sentido. La persona se esfuerza a diario para cambiar sus cualidades, para ayudar al prójimo, para hablar con Hashem las 24 horas y poder crecer con buenos valores. Eso quería para mí y para mi familia. Sabía que cada acto que uno hace, no sólo influye en uno mismo, sino también en el mundo entero. Yo soñaba con hacer mi cocina casher y empezar una vida nueva, sin embargo, la rabanit me decía que por ahora no podían aceptarme y me estaba pidiendo que volviera a mi país.
A pesar de lo difícil que fue para mí, regresé a Ucrania. Me sentía muy triste por tener que abandonar Israel. Con lágrimas en los ojos, decidí que no me iba a dar por vencida.
Luego de un año sin ver a mis padres, y a pesar de que estaban separados, me recibieron en el aeropuerto con unas flores en la mano y con una gran sonrisa. Apenas me vieron salir, percibí cómo sus sonrisas se desdibujaron en un segundo. Yo estaba vestida de una forma muy recatada, en el extremo opuesto a como me había ido hacía un año. Más se sorprendieron cuando vieron que en la valija que traía llevaba mucha comida casher. De hecho, pensaron que me había vuelto loca, porque desde mi regreso a Ucrania no toqué nada de lo que mi mamá cocinaba debido a mi nueva forma de alimentación. Los primeros días fueron muy difíciles, tanto para mí como para mi mamá. No iba con ella el domingo a la iglesia, y tampoco quería comer nada de lo que había en la cocina. Dejé de hacer muchas cosas a las que estuve acostumbrada toda mi vida. Me llevó varios días explicarle y transmitirle a mi familia la gran experiencia que tuve en Israel y todo lo que había aprendido.
A pesar de que siempre fui una buena chica, mi mamá empezó a darse cuenta de que me encontraba en un nivel espiritual más elevado, y empezó a notar que no estaba tan loca como pensaba, sino todo lo contrario. Si uno estudia Torá y la aplica en su vida, es imposible que siga siendo la misma persona, todo cambia en su interior, y eso influye en los demás. Por eso, una de las actitudes que cambié fue respetar más a mis padres y ayudar en todo lo que estuviera a mi alcance aplicando lo que había aprendido sobre el jésed, que es uno de los tres pilares que sostienen al mundo. Mi idea era quedarme en Ucrania un mes para estar con mi familia e inmediatamente volver a Israel. Pero como está escrito, “la persona tiene muchos pensamientos, pero al final Hashem es Quien decide”.
Comencé a tener muchos problemas económicos y encima había perdido mi pasaporte y no tenía forma de encontrarlo. A todo eso se sumaron muchos otros imprevistos que hicieron que un mes se convirtiera en siete meses, que a mí me parecieron siete años. A pesar de que mi entorno me presionaba para seguir siendo modelo, o quizás representante olímpica de mi país, yo sólo quería una cosa: ser judía.
No pasó un día sin que le pidiera a Hashem que me dejara volver a Israel para hacer mi conversión, ya que era lo único que me importaba. Al final, todo se arregló para que pudiera, de una vez por todas, volver.
Recuerdo como si fuese hoy, que nada más aterrizó el avión en Israel, me puse a llorar como un bebé. Era una emoción muy grande poder volver al lugar donde sabía que quería comenzar una vida nueva, tanto espiritual como material.
Poco a poco empecé mi proceso de conversión, un proceso nada fácil. Dejaba en el camino un manantial de lágrimas y miles de tefilot y Tehilim que sabía que, en algún momento, darían su fruto. Y así, tras una lucha constante y difícil, el gran día de la mikve llegó.
Millones de palabras no pueden describir, ni siquiera un poquito, la sensación que tuve ese día. Lloré como nunca en mi vida, con una alegría tan grande, que ni todo el dinero del mundo y toda la fama que pude haber alcanzado podían compararse, en lo más mínimo, al sentimiento que tuve cuando me sumergí y salí de la mikve.
Hasta ese día tan especial, siempre había sentido que, a pesar de saber mucho de Torá y halajot, había un muro de hierro que me impedía ser judía. Sin embargo, ese muro se derrumbó aquel día y me permitió entrar a formar parte de ese pueblo al que quería pertenecer. Ya era parte de él. Había vuelto a nacer.
Apenas recibí mi alma judía, el ietzer harrá comenzó su trabajo. Nunca pensé que fuera a ser tan difícil. Uno puede pensar que los goim también lo tienen, pero la verdad es que el ietzer harrá no tiene mucho trabajo con ellos, ya que prácticamente lo tienen todo permitido. En cambio, en el judío el ietzer harrá trabaja 24 horas sin parar. Nos molesta en las tefilot, hace que hablemos mal del prójimo, trata de buscar excusas para que no nos vistamos con recato, y nos pone muchos más obstáculos. Yo estaba muy impresionada, porque cuando no era judía, todos esos problemas no los tenía, y ahora recordaba las palabras de la rabanit, “ser judía no es nada fácil”. Ella estaba en lo cierto, sin embargo, yo sabía que era lo mejor.
Para la mujer, lo principal es, sin duda, ser recatada; y para mí eso es muy difícil, es como una lucha constante, tanto en la ropa como en el pelo. Recuerdo que en mi época de modelo, el peluquero podía estar más de una hora haciéndome todo tipo de peinados. Hoy en día, eso está muy lejos de la vida que llevo, ya que como toda mujer casada, me tengo que cubrir el cabello. Pero Hashem siempre ayuda a la persona que quiere ir por el camino correcto.
No pasaron dos años desde mi conversión cuando una persona me quiso presentar a un hombre casi quince años mayor que yo. Me parecía imposible que pudiera salir algo bueno de aquello, pero fue tal la insistencia que acepté tener una cita con él. La misma noche que nos citamos me di cuenta de que estábamos hechos el uno para el otro. Él también tuvo una historia muy especial, ya que fue actor en Hollywood antes de volver en teshuvá. Lo increíble fue que la misma semana en la que yo llegué de Ucrania para convertirme, él llegó de Estados Unidos a Israel para abrir una página nueva en su vida. Después de tres citas, decidimos casarnos.
En el día tan especial de la jupá, mi querida madre vino para estar conmigo. Mis amigas de Ofakim también estuvieron presentes e hicieron que toda la fiesta fuese algo muy especial. Durante el casamiento se podía respirar la santidad del momento y sentir la felicidad en cada uno de los presentes. No hace falta decir la cantidad de lágrimas que derramé, y lo agradecida que estaba con Hashem por haberme hecho llegar a ese momento después de tanto esfuerzo. La diferencia era que, esta vez, las lágrimas no eran de tristeza, sino de una alegría inmensa que mi alma sentía por poder vivir algo tan maravilloso.
Muchos judíos de nacimiento no tienen idea del privilegio que tienen de pertenecer al pueblo de Israel. Es como si tuvieran miles de millones de dólares en sus manos sin saberlo. Lo que para mí fue un sacrificio y una gran lucha en la que tuve que dejar atrás a mi familia, amigos, costumbres, mi carrera de modelo y de gimnasta, fama y dinero, ellos lo han recibido con solo nacer.
El hermano adoptivo de mi mamá que mi abuela crio, y que siempre fue judío, se hizo religioso y tuvo una hija que, a su vez, tuvo ocho hijos y todos ellos viven en Nueva York y cumplen Torá y mitzvot.
Hoy en día, mi querida abuela vive en Kiev y ha fortalecido mucho su emuná y el cumplimiento de otras mitzvot. Mi mamá también sabe que existe Hashem y, debido a mi gran cambio en los últimos años, también se interesó por el judaísmo.
Mi sueño se hizo realidad. Baruj Hashem tengo cinco hijos que estudian Torá, dicen Tehilim de memoria, mi querido esposo estudia Torá, y juntos tratamos de crecer como personas y también de ayudar a otros judíos a reconocer el gran tesoro que tienen dentro de ellos.
Cada día le agradezco a Hashem de todo corazón por aquello que tengo, y principalmente, por haberme sacado de un mundo de tinieblas y haberme conducido hacia la luz de la Torá.
Maravillosa historia testimonio me gusto mucho, gracias por compartir.
Esta poderosa la historia. La leí en voz alta junto a mi hijo antes de dormir y llore mucho de emoción. Baruj hashem. Quiera hashem muchas podamos convertirse al judaísmo.
Hermoso
Lamentablemente diría que es mi caso
Pero respetaré siempre cualquier cultura y si algún día
Seré judía