Maor Hashabat: Todos somos Sobrevivientes

Editado por Maor Hashabat, de la comunidad Ahabat Ajim, Lanus, Argentina. Editor responsable:Eliahu Saiegh
Contó Rab Irmiau Abramov que, poco tiempo después que el Kotel Hamaarabí, el único vestigio de nuestro Bet Hamikdash que conservamos hasta el presente, volvió a manos de los iehudim, después de la guerra de 5727, mucha gente fue testigo de un hecho que despertó en ellos gran intriga.
Un iehudí se acercó a las autoridades con un pedido muy especial, además de extraño:
«Permítanme hacerme cargo de la limpieza de los baños del Kotel, diariamente, yo me comprometo a hacer el trabajo a conciencia y con la mayor responsabilidad, mi única condición es hacerlo gratuitamente, sin percibir retribución alguna».
Ciertamente, esta persona cumplió fielmente su palabra, y a lo largo de los años desempeñó su función con entrega, ocupándose de la limpieza de los baños del Kotel con responsabilidad y eficiencia. Limpiaba y fregaba, día tras día, y no abandonaba el lugar hasta no estar seguro que cada rincón estaba reluciente.
Quienes habían seguido los acontecimientos, se daban cuenta que su esmero por mantener la limpieza era algo fuera de lo común.
Finalmente, se animaron a preguntarle el motivo por el cual había tomado esa responsabilidad sobre sus hombros.
La respuesta de este iehudí, contiene una profunda enseñanza acerca de la fe en el D-os de Israel, además de la alegría de pertenecer a este pueblo santo.
«Yo», contó el hombre, «viví en carne propia la barbarie del holocausto. Yo estuve en el siniestro campo de la muerte, llamado Auschwitz. Al llegar allí, como muchos otros, también me encontré ante el ángel de la muerte, como llamaban al Dr. Menguele, su nombre sea borrado, quien con un ademán de su mano, señalando a derecha o izquierda, indicaba hacia donde debían dirigirse quienes habían sido seleccionados para continuar con vida, o lo contrario.
Yo fui señalado como alguien no capacitado para el trabajo, y debí unirme al grupo cuyo destino eran los hornos.
En ese momento crítico, se me ocurrió decirles a los alemanes, que mi especialidad era la limpieza de baños, y que estaba dispuesto a hacer ese trabajo si me permitían mostrarles mi habilidad para el mismo.
Los oficiales aceptaron mi propuesta y a partir de ese día comencé a limpiar, soportando la repugnancia que me producía, los lujosos baños de los malditos nazis.
Esa fue la causa de mi milagrosa salvación de Auschwitz, mientras que decenas de miles de hermanos morían, yo sobreviví, con la ayuda de Hashem, a esa época tan terrible.
No sé cuál fue el mérito que tuve, para que se me presentara esa idea, pero indudablemente, fue la llave de mi salvación. Sabía que la menor negligencia me llevaría a mí también, rumbo a los hornos, D-os libre, es por eso que hacía mi trabajo a conciencia y cuidando cada detalle.
Día tras día, mientras llevaba a cabo mi labor, era consciente que, en ese mismo momento, estaban llevando a mis hermanos a los hornos, y entregaba mi alma en la Tefilá, asegurándole a D-os que, si me concedía el mérito de subir a Israel, y ver la reconstrucción del Bet Hamikdash, limpiaría los baños del templo sagrado.
De pronto, con su gran misericordia, D-os me trajo a su Tierra Santa, y a Ierushalaim, y si todavía no tuve el mérito de poder limpiar los baños del Bet Hamikdash, lo hago aquí, en sus restos».
El mismo Rab que contó esta historia, relata los hechos que escuchó de un iehudí, testigo del siguiente acontecimiento, también ocurrido en el campo de Auschwitz, en el que se destaca la fuerza de un iehudí.
Una noche de Shabat, los alemanes impusieron un castigo colectivo, a las mujeres que habitaban en uno de los pabellones. Les ordenaron permanecer paradas, durante toda la noche y a la intemperie.
Era una helada noche de invierno y una espesa capa de nieve cubría el suelo. Tal era la situación que, muchas de ellas, recitaron el Vidui (confesión de los pecados) en pleno Shabat, pensando que aquella sería su última noche.
Dentro del grupo, había una joven de sólo dieciséis años, que al ver a sus compañeras, mayores que ella, en esta situación, decidió tomar la iniciativa y ayudarlas a soportar el frío y la helada nieve que caía sobre ellas.
Con voz firme y clara, pausadamente, comenzó a rememorar el Shabat, de cuando todavía estaban en sus cálidos hogares.
«Nuestras madres encendían las velas con lágrimas en los ojos, mientras que la larga mesa estaba cubierta por un delicado mantel blanco. Al rato llegaba el padre, acompañado por los hijos varones, de regreso del Bet Hakneset, con gran alegría cantaban Shalom Aleijem, ¡qué melodía impresionante!
Junto a la mesa estaba toda la familia, mientras el ama de casa servía exquisitos manjares. Palabras de Torá endulzaban los oídos y, entre plato y plato, bellas melodías endulzaban los corazones».
Su relato era tan vívido y emotivo, que logró transportar a su auditorio, desde ese oscuro mundo, hacia sus acogedores hogares de antaño.
Aquellos recuerdos, dirigidos directamente a sus corazones, les dieron la fuerza necesaria para permanecer, toda la noche, paradas a la intemperie, y también ellas se sumaron a los cantos de Shabat. Así pasaron la noche, hasta que fueron llevadas nuevamente a su pabellón.
Esta joven, gracias a quien se salvaron sus compañeras, pudo, tiempo más tarde, subir a Israel, formar una numerosa familia y tener satisfacción de toda su descendencia.
Mientras hay quienes van por el mundo diciendo que la Shoa no existió, nosotros seguimos manteniendo vivo el recuerdo de nuestros hermanos, aprendiendo de su fortaleza, la cual se alimentaba de su profunda Emuná en Hashem, y de su entrega hacia sus hermanos, conscientes de la importancia vital de ayudarse unos a otros, incluso en el peor de los momentos.
En cada generación, Esav se presenta con mayor o menor fuerza, tomando diversas formas y mostrando distintas caras. Sólo la Emuná en Hashem nos da la fuerza necesaria para enfrentarlo y mantenernos en la senda que nos marcaron nuestros antepasados.