Las letras de las diez expresiones creadoras

El Baal Shem Tov explica el Verbo Divino no como una metáfora, sino como poseyendo una realidad concreta. Este habla de Di-s que creó los cielos, está realmente presente en ellos; las sílabas y letras mismas de «Haya un firmamento» sostienen los cielos y hacen posible que existan. No se trata solamente de algo ocurrido en el pasado, sino de algo que está teniendo lugar todo el tiempo; Di-s siempre habla.
Cuando un hombre habla, sus palabras, como sustancia definida, se disipan en la nada. La Palabra de Di-s perdura por siempre. Nosotros comprendemos esto metafóricamente, como ilustrando que el habla Divina hace que sucedan las cosas. Pero no solamente lo que se manifiesta persiste, sino también las palabras y letras mismas continúan existiendo.
Tratemos de imaginar que el habla Divina no es un fenómeno transitorio, sino continuo, repitiéndose a sí mismo una y otra vez. Como si –y hay que recordar que ésta es apenas una ilustración– uno encendiera una lámpara eléctrica. En corrientes alternas, tales como las que empleamos para propósitos ordinarios, la corriente eléctrica va y viene todo el tiempo. Así, uno puede observar la Creación del mundo como ese encendido de la corriente. Lo que se logra al accionar un interruptor no es una acción completa; sólo libera un movimiento repetido y continuo de energía que perdura dependiente de la fuente. El habla Divina es, así, eterna en manifestación y se renueva continuamente. Es la formación de un modelo que perdura como una interacción dinámica.
El Baal Shem Tov explicó una vez, en otro contexto, cómo esto era válido para la Revelación de la Torá sobre el Monte Sinaí, que celebramos año a año en Shavuot, el 6 de Siván. Era un hablar de la Palabra Eterna también en el sentido de que estaba siendo hablada eternamente. Este habla Divina no ha cesado jamás; somos nosotros quienes hemos dejado de escuchar. En el evento del Sinaí no solamente se dijo lo que se dijo, sino que se nos acordó que nuestros oídos se abrieran para escuchar lo que se estaba diciendo.
Y el Baal Shem Tov concluye diciendo que cualquiera puede tener el privilegio de pararse junto al Monte Sinaí y escuchar la Torá en cualquier momento de su vida. El evento ante el Monte Sinaí fue singular y único, no porque la palabra de Di-s haya cesado de ser hablada, sino porque nosotros no dejamos que nuestros oídos queden abiertos para oírla.
Por lo tanto, leemos en el Tania (Shaar HaIjud VeHaEmuná): «Si las letras de las Diez Expresiones con las que la tierra fue creada durante los seis días de la Creación partieran de ella (apenas) por un instante, Di-s libre, se revertiría a la nada y nulidad absoluta, exactamente como antes de los seis días de la Creación». Con lo que se reitera que la partida de las letras no es solamente una cuestión de pérdida de fuerza vital o de alguna otra privación. Si el habla Divina cesa, el resultado es una retorno a la no-existencia. Las letras de esta expresión Divina no crearon las cosas del mundo; son la sustancia misma de las cosas.
Quizás resulte útil traer aquí otro ejemplo y, nuevamente, éste debe ser entendido sólo como una ilustración y no como algún tipo de descripción. Cuando en nuestra visión moderna del mundo hablamos de materia, es sólo en términos muy generales y relativos que la reconocemos como sólida e inerte. Un objeto, por ejemplo una mesa, está compuesto de partículas en constante movimiento cuya solidez física es más bien discutible. Los electrones pueden de hecho concebirse como puntos concentrados de ondas de energía. En suma, incluso dentro del plano del mundo físico nosotros estamos atrapados en una red de irrealidad; lo que parece sólido no lo es realmente tanto. No es que nuestros sentidos nos engañen; estos proporcionan una proyección suficientemente directa de las cosas tal como éstas parecen ser y como están destinadas a ser. Lo que el maestro está diciendo es que toda la materia, incluso aquella que nos parece verdadera y sólida, deriva su existencia de la palabra Divina.
Así, hasta en la tierra o el agua hay esencia espiritual. La piedra tiene más alma, de alguna forma, que el cuerpo humano, porque está más completamente dominada por el su alma, mientras que el hombre tiene más alma que la piedra, porque tiene más esencia independiente. El alma de la piedra es la fuerza Divina, dotadora de forma, que la sostiene; si esta fuerza Divina partiera de la piedra, no habría más piedra. Cuando el alma del hombre parte de su cuerpo, éste último continúa existiendo por un corto tiempo. Quitar el alma de la piedra es como cortar la corriente eléctrica; no hay más luz y todo se ha extinguido.
Nosotros enfrentamos el problema muy humano basado en el hecho de que el alma y el cuerpo no son idénticos. Si el alma dominara tanto al ser humano que la vida expresara únicamente al alma, entonces el ser humano desaparecería tan pronto como el alma se fuera. Lo que, dicho sea de paso, se vincula a la cuestión de pecado y arrepentimiento. Pues si una persona pecó de tal suerte que su castigo es ser cercenado, entonces su alma se consumiría y la persona dejaría de existir. Toda la idea del arrepentimiento es que un ser humano, de algún modo, continúa existiendo, al menos ciertos remanentes lo hacen, a fin de poder hacer enmiendas. En otras palabras, los seres humanos tienen, en este sentido, una vida doble; la del cuerpo y la del alma. Y es esto lo que genera problemas en la vida espiritual, porque el cuerpo tiene sus propios deseos; no expresa meramente los del alma. Por ejemplo: yo decido poner mi mano en el fuego y puedo observar cómo el cuerpo protesta.
Esto es lo que sucede en las relaciones entre el cuerpo y el alma en el hombre. Pero la materia inerte no tiene semejante alma; no hay conflicto de deseos. El alma de un objeto es la esencia de su fisicalidad. Aquello que conocemos cómo la piedra física es una proyección material de las letras del habla Divina que le da su ser. Tal como las dimensiones espaciales características de la materia son proyecciones del movimiento y la disposición de moléculas, así es todo lo que sabemos del mundo: un resultado de la expresión Divina que aparece como una piedra, flor, o cualquier otra cosa.
Leemos en el Tania que «aunque el nombre `piedra´ no fue mencionado en las Diez Expresiones registradas en la Torá, no obstante corrientes de fuerza vital fluyen a la piedra mediante combinaciones y sustituciones de las letras que se transponen en los 231 portales». Esto exige explicar la relación entre aquello que es Divinamente dicho y los infinitos detalles que se crean con ello. Cuando, por ejemplo, está escrito: «Di-s dijo: `Haya un firmamento´», las palabras que leemos son una versión humana de aquello que dijo Di-s. Lo inconcebible hablado por lo Divino se traduce de dos maneras. Primero es traducido por el firmamento mismo (en todos sus detalles). Luego se traduce en aquello que está escrito en la Torá.
Para usar un ejemplo, podríamos concebir ondas sonoras como siendo recibidas y registradas por una cinta magnética o por un registro de fonógrafo. La cinta magnética las convertirá en algún tipo de señal electromagnética; el registro los convertirá en ranuras sobre el material plástico. Estas son dos traducciones diferentes de las ondas sonoras que, cuando el sonido se proyecta, se traducen de vuelta en la misma cosa. Ahora bien, las ondas sonoras, por sí mismas, no son una señal magnética sobre la cinta ni ranuras en un registro. Cuando yo deseo mostrarlas a alguien, tengo que recurrir a una u otra de las conversiones o traducciones. En este sentido, las letras del habla Divina según se manifiestan por el firmamento son una versión diferente, u otra traducción, de la misma cosa que está escrita en la Torá. Aunque uno se da cuenta de que son idénticos, hay que ser consciente de que ellas son, ambas, proyecciones humanizadas, o sea, capaces de ser recibidas y entendidas por el hombre a través de sus facultades limitadas. Así, también, hay personas talentosas que pueden mirar una página de notas musicales y no solamente cantarlas, sino leerlas con placer tal como otro lee un libro, y a veces con un deleite todavía mayor que si estuvieran oyendo un concierto de la pieza.
Esto es más o menos similar a lo que uno podría decir de un gran alma que lee la Torá: él oye la palabra de Di-s en ella, y para él es una cosa muy diferente que para uno que lee oraciones lógicas. De hecho, puede decirse que lo mismo es cierto para cualquier reacción al mundo; la recepción depende de las capacidades propias. Hay una famosa historia de Rabí Shneur Zalman de Liadí quien, poco antes de su muerte, llamó a su nieto, luego conocido como el Tzemaj Tzedek, y le preguntó: «¿Qué ves tú?» El muchacho contestó que veía las cosas ordinarias de una casa. «Y yo», dijo el anciano, «veo sólo la palabra de Di-s». Hay un nivel, entonces, en el que la persona toma conciencia de la cosa misma en lugar de ver lo que es evidente de sus modos de proyección.
Las letras, y las palabras de Torá que hacemos con ellas, son traducciones a un modo específico de comunicación, una grafía llamada escritura. Por otra parte, cada letra es una fuerza Divina, y por lo tanto estas letras no pueden aparecerse a nosotros directamente tal cual son; además, también hay combinaciones diferentes de letras. Las mismas letras se combinan, no solamente en la forma de palabras, sino también de otras maneras, círculos dentro de círculos, de un nivel de significado a niveles más altos, de esencia a esencia; y dentro de estos círculos hay diversas revelaciones de la misma cosa.
Las letras, así, se combinan en diversas permutaciones hasta que obtenemos la palabra «piedra». Lo que explica que las Diez Expresiones contienen todas las letras para la combinación; no es un accidente resultante de la agrupación casual de las letras: es una unión muy definitiva de tres letras hebreas específicas (alef, bet, nun — even, «piedra» en hebreo) que pertenecen a la tierra. La palabra «piedra» no tiene ninguna de las «letras» de «cielo» en sí, sino más bien las tres letras terrenales necesarias para experimentar sus diversas transmutaciones. Ejemplos de la química moderna pueden ayudarnos a captar la idea. Cuando se trabaja con fórmulas químicas, hace una diferencia considerable si yo reemplazo cualquier letra por otra. En la química orgánica moderna, es importante incluso designar la dirección, sea derecha o izquierda, tal como hay ciertas palabras hebreas, compuestas de tres letras, la tercera igual a la primera, que tienen dos significados distintos según en qué «dirección» se lean.
Así, cada objeto creado tiene su propia forma, su propia esencia especial, conectada con las letras que lo formaron; y estas letras son una clara articulación de las Diez Expresiones. Cuando las Diez Expresiones se articulan a sí mismas en otro plano, y en otro nivel, no se manifiestan en la forma de una piedra. En un mundo más alto, estas Diez Expresiones tienen otro significado; sólo como se transmutan y descienden a este mundo asumen el significado que tienen para nosotros.
Podría ser adecuado aquí observar que casi en cada dominio estas divisiones son necesarias y útiles. Pues en el complejo revoltijo de casi todas las cosas compuestas en el mundo, una cosa individual es definida según «número», por ejemplo el tamaño y nivel ocupado por la fórmula en su composición, etc. En el cálculo integral hay un problema similar, de tomar una fórmula y elevarla a una cierta potencia, la cuarta o quinta o cualquiera, con la que experimenta una determinada transmutación que da al resultado otro significado. Todo lo cual es sólo el reflejo de parte del problema que estamos tratando aquí, en el que los niveles no son elevados a la cuarta o quinta potencia, o siquiera a la centésima, sino a la millonésima, en la que los niveles se expanden y crecen en todas direcciones. De modo que la fórmula básica de las Diez Expresiones es quebrada en un extenso número de mundos, en cada uno de los cuales se dan instrucciones diferentes; las fuerzas Divinas se manifiestan de manera diferente de modo que cada objeto y detalle, no solamente el fragmento de roca como piedra, sino cada partícula de sustancia en el universo, no importa dónde, deriva su ser especial de una fuerza vital particular. Y este habla Divina, la combinación especial de letras que sostiene el ser de esta partícula, es singular y única, y la partícula próxima a ésta es otra, con otra historia, otra esencia y otro nombre.
De hecho, se menciona después en el Tania que cada cosa tiene su propio nombre, hasta el artículo más pequeño e inconspicuo. Por lo que, dicho sea de paso, se dice que cuando los padres dan un nombre a su hijo, creyendo saber exactamente por qué lo hacen, la verdad es que no saben por qué lo eligen. Y si cometen una equivocación y dan un nombre errado, el niño lo cambiará después porque no el que le corresponde. Este intento de definir quién es uno rebalsa la identidad de cada alma, que también tiene un nombre apropiado, una fórmula específica.
Es así, pues, que cada estrella en el cielo también tiene su nombre: «El cuenta el número de las estrellas; El las llama a todas por sus nombres…» (Salmos 147:4).
Por otra parte, hay cosas que, como puntos sobre un mapa topográfico, pueden ser suficientemente definidas por sus coordenadas, la intersección de latitud y longitud. Y si hay tres dimensiones, los números apropiados de cada una proveen suficiente información para definirla. Ahora bien, imaginemos algo con miles de dimensiones, o aun millones, cada una requiriendo su propio nombre o número, a fin de expresar la fórmula de su ser que es el poder que lo anima, su fuerza vital. Es de esto que la cosa deriva sustento y lo que explica la esencia de su alma, aun cuando fuera una piedra, lo que no significa, por supuesto, que si hablo a una piedra ésta me comprenderá, sino más bien que todo lo creado por el habla Divina necesariamente tiene un tipo de alma propia.
Curiosamente, el gran sabio, el Maharal de Praga, también habla de esto, en sus propios términos, sin sobretonos cabalísticos, diciendo que el milagro se basa en el hecho de que el ser humano que realiza un milagro ve el habla Divina en el mundo más claramente que como ve la sustancia material del mundo, y el habla Divina está dada, en cierto grado, a la manipulación de aquél que la capta. Es decir, aquél que se percata de que no hay mesa aquí ha ido más allá de la mesa, mientras que para quien no ve esto, la mesa sigue siendo una mesa.
Parece que entonces queda una pregunta: ¿Dónde me encuentro yo desde el punto de vista de las cosas? ¿Cuál es mi relación con los objetos del mundo? Cosas como, por ejemplo, el milagro que todos pueden realizar, caminar sobre lo que es llamado las aguas del lago, cuando se congela. El problema es, entonces, cómo puedo relacionarme con las cosas en su estado cambiante, y en que grado soy capaz de expandir mis relaciones a una condición inmóvil estática.
Desde este punto de vista, el milagro es cuestión de cambiar un poco las cosas en el mundo.
Dicho sea de paso, la cuestión del arrepentimiento también es un problema similar. Con el arrepentimiento, alcanzo un determinado nivel en virtud del cual cambio algo, y toda la idea del arrepentimiento es que altera alguna realidad genuina en el mundo. Sólo cuando la persona alcanza semejante nivel se puede decir que ha hecho enmiendas. El mundo y sus objetos parecen estar fijos sólo porque todos nosotros estamos suspendidos dentro de la misma dimensión. El hombre que es capaz de actuar sobre las cosas en una dimensión diferente, tal como el del mundo microscópico o el de la física nuclear, no siente diferencia alguna entre la materia sólida y cualquier otro tipo de materia. En cuanto a lo que atañe a los electrones, todo da igual, si atraviesan gases o metales sólidos.
Podemos agregar que también en nuestra existencia ordinaria vivimos en una serie de niveles, y cuando estoy en un determinado nivel, para que algo tenga una forma discernible en otro nivel, basta con que parezca ser así. De modo que lo que es espiritual y lo que es físico depende de la relación que yo tengo, desde mi punto de ventaja, con las cosas en cuestión.
(extraído de Jabad Magazine, www.jabad.org.ar).
por Adín Eben-Israel