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La profundidad de un corazón judío

de «Wellsprings», NY

Una lluvia torrencial golpeaba su rostro, pero la tormenta no impidió a Reb Leib Sara’s llegar hasta una aldea, apenas horas antes del comienzo de Iom Kipur. Estaba aún a cierta distancia del destino que se había propuesto inicialmente, pero se sintió muy aliviado cuando descubrió que también en esta aldea habría un grupo de judíos con el cual orar en el santo día.

No es que aquí hubiera exactamente un minián, el quórum de diez hombres adultos necesario para la plegaria comunal. Pero lo lograrían. Ocho hombres, los judíos habitantes del pueblo, a los que se sumarían dos más que vivían en los bosques cercanos.
Reb Leib Sara’s, el célebre discípulo del gran maestro, Rabí Israel Baal Shem Tov, se sumergió en las aguas de un arroyo cercano purificándose para el solemne Día del Perdón, comió la cena que precede a la Festividad, y se apresuró para ser el primero en llegar a la pequeña sinagoga de madera.
Allí se acomodó en uno de los bancos y se entregó a sus meditaciones y devociones personales con que solía dar comienzo a Iom Kipur.

Uno a uno fueron llegando los lugareños, a tiempo para el inicio de Kol Nidré… pero no había minián; los judíos del bosque, presa de una falsa acusación, habían sido arrestados y no llegarían al pueblo.
«¿Quizás podamos hallar al menos un único judío que viva en estas tierras?», preguntó Reb Leib.
«No», respondieron los aldeanos. «Sólo estamos nosotros».
«¿Quizás», insistió el Rebe, «viva aquí un judío que se haya convertido a otra creencia, abandonando la fe de sus ancestros?»
Los aldeanos quedaron perplejos al oír semejante extraña pregunta del forastero. Lo observaron intentando digerir sus palabras, con la sorpresa claramente dibujada en sus rostros.
«Los portales del arrepentimiento no se cierran siquiera delante de un apóstata», continuó diciendo Reb Leib. «He escuchado decir a mis maestros que incluso cuando uno revuelve cenizas, puede dar con una chispa capaz de encender un enorme fuego…».

Ahora fue uno de los aldeanos el que habló.
«Hay un apóstata aquí», se aventuró a decir. «Es nuestro poretz señor feudal , el terrateniente dueño de todas estas tierras, incluyendo la aldea. Pero este apóstata ya se sumergido hondamente en el pecado por más de cuarenta años. Verás, la hija no judía del terrateniente anterior se enamoró de él, de modo que su padre prometió a nuestro poretz que si se convertía a su creencia y se casaba con la muchacha, lo haría su único heredero. El poretz no soportó la tentación, y eso es exactamente lo que hizo».
«¿Tuvo hijos o hijas de su mujer no judía?», preguntó el Rebe.
«No», respondieron los aldeanos a coro. «Ella murió hace algunos años, sin darle hijos».
«Muéstrenme su mansión», dijo Reb Leib.

Reb Leib se quitó el talit en un santiamén, y corrió tan rápido como pudo a la mansión, con su kipá blanca sobre la cabeza y su blanco kitel (túnica de Iom Kipur) revoloteando al viento. Golpeó a la pesada puerta de la mansión y, sin aguardar respuesta, la abrió y se encontró frente al poretz.
Durante momentos que parecieron años, ambos se quedaron mirándose uno al otro, en silencio.
El tzadik y el apóstata.
Cara a cara.

El primer impulso del poretz fue llamar a uno de sus fornidos sirvientes para que sujetara al intruso y lo arrojara al calabozo en los sótanos de su mansión. Pero el rostro luminoso y los penetrantes ojos del tzadik ablandaron su corazón.
«Me llamo Leib Sara’s», comenzó a hablar el inesperado visitante. «Tuve el privilegio de conocer a Reb Israel, el Baal Shem Tov, quien fue admirado incluso por muchos hombres de la nobleza. De su propia boca escuché decir en cierta oportunidad que cada judío debe recitar la corta plegaria que pronunciara el rey David: `¡Señor! ¡Sálvame de la culpa de sangre!’ Pero damím, la palabra hebrea para `sangre’, también significa `dinero’. De modo que mi maestro explicó el versículo de la siguiente manera: `¡Sálvame, de modo que nunca llegue a considerar el dinero como mi Di-s!…’.

«Ahora bien, mi madre, cuyo nombre era Sará, era una mujer santa. Cierta vez, al hijo del terrateniente local se le metió en la cabeza que se casaría con ella, y le prometió dinero y nobleza si aceptaba su propuesta. Mas ella santificó el nombre de Israel. A fin de salvarse de las garras de aquel villano, se casó rápidamente con un viejo y pobre judío, un melamed maestro de niños. Tú no has tenido la inmensa fortuna de superar la prueba, y a cambio de plata y oro te has mostrado dispuesto a abandonar tu fe ancestral. Sin embargo, has de saber que nada puede interponerse en el camino del arrepentimiento. Lo que es más, hay quienes logran ganar su lugar en el Mundo Venidero en un instante. ¡Esta es esa hora! Hoy es vísperas de Iom Kipur. El sol pronto se pondrá. A los judíos que viven en tu aldea les falta una persona para formar un minián. Ven conmigo ahora, pues la Torá nos dice: `El décimo será sagrado para Di-s'».

El terrateniente empalideció ante las palabras pronunciadas por este hombre de rostro singular y vestimentas blancas.
Mientras tanto, los ocho aldeanos aguardaban en la sinagoga, aterrados. ¿Quién sabe qué nueva desgracia les traería este extraño forastero con su osadía?
La puerta de la sinagoga se abrió de par en par, y Reb Leib entró con paso acelerado, seguido por el poretz. La ojos de este último miraban al suelo, y de ellos rodaban pesadas lágrimas. A una señal de Reb Leib, uno de los aldeanos entregó al apóstata un talit. El poretz se lo puso, cubriendo su cabeza y su rostro por completo.
Reb Leib avanzó hacia el Arca Santa, y extrajo dos Rollos de la Torá. Uno lo entregó al más anciano de los aldeanos, y el otro lo puso en manos del poretz.
Reb Leib comenzó a entonar solemnemente la melodía tradicional: «Por sanción del Todopoderoso, y por sanción de la congregación,… declaramos permitido orar con aquellos que han pecado…».
Un profundo suspiro surgió de las profundidades del quebrantado corazón del hombre. Nadie pudo mantenerse impasible, sin emocionarse, y todos lloraron junto a él.

Durante todas las plegarias de esa noche, y desde el amanecer del día siguiente hasta el momento mismo de la puesta del sol, el poretz se mantuvo absorto en las plegarias, con humildad y dolor. Y cuando sus llantos hicieron estremecer todo su cuerpo al tiempo que recitaba la confesión, los otros nueve hombres se estremecieron con él.

En el momento más elevado de la plegaria de Neilá, cuando la congregación estaba a punto de pronunciar las palabras Shemá Israel, el poretz se inclinó hacia adelante; introdujo profundamente su cabeza en el Arca Santa, abrazó los sacros Rollos de la Torá depositados allí, y con una poderosa voz que heló a los presentes, gritó: «Oye, Israel, el Señor es nuestro Di s, el señor es Uno». Luego se paró como un soldado, firme, y comenzó a declarar una y otra vez, con todas sus fuerzas: «Di-s es nuestro Señor». Con cada repetición su voz se hizo más potente.

Finalmente, al exclamarlo por séptima vez, su alma partió de su cuerpo.
Esa misma noche los restos del poretz recibieron sepultura en el cementerio de un pueblo próximo. Reb Leib mismo tomó parte en la purificación y preparación del cuerpo para su entierro, y durante el resto de su vida observó el aniversario del fallecimiento de este penitente cada Iom Kipur, recitando el kadish para la elevación de su alma.

(extraído de Jabad Magazine, www.jabad.org.ar).

 

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