La Grandeza y la Caída de Adán

Extraido de Revista Judaica
A fin de comprender una transgresión, uno debe entender al transgresor. A Moisés, maestro de todos los profetas, el más confiable en el universo de D’s, el más humilde de los hombres, le fue negada la preciada meta de entrar en la Tierra de Israel, debido a que golpeó la piedra y castigó al pueblo (Números 20:7-13).
Hay muchas explicaciones diferentes de este error; los comentaristas mismos encuentran difícil explicar cómo es que la acción y las palabras de Moisés fueron tan serias como para merecer tan severo castigo. Cualquier comprensión del pecado de Moisés, como así el de cualquiera de nuestros antepasados, requiere darse cuenta de que ellos eran tan grandes que sus acciones eran medidas por parámetros muy por encima de los nuestros.
UN GRAN ALCANCE
¿Quién era Adán, cuyo pecado jugó un rol tan fundamental en la historia y en el destino del hombre?
«Adán se extendía desde la tierra hasta el firmamento… desde un extremo al otro de la tierra» (Talmud – Jaguigá 12a).
Esta declaración de los Sabios tiene una dimensión profundamente espiritual. No había faceta alguna de la creación, desde la más mundana hasta la más sublime, que Adán no abarcara. Nada se ocultaba de él. Más aún, nadie jamás ha comprendido cómo cada una de sus acciones podía determinar el curso de la creación. Los ángeles sabían que, en última instancia, no eran ellos quienes lo controlaban, sino que él los controlaba a ellos, pues la Providencia Divina hizo que el funcionamiento de la tierra dependiera de las acciones del hombre.
«[Después de la muerte de Adán] sus dos talones eran como dos soles» (Talmud – Babá Batrá 58a). Incluso tras su pecado y muerte, la santidad de Adán era tan impresionante que la parte menos importante de su cuerpo, su talón, era tan brillante como el sol.
Con estas meras reflexiones sobre la grandeza de Adán, aún no llegamos a conocer nada de su impresionante naturaleza. Es suficiente con saber que la distancia entre su majestuosidad y nosotros, es como la distancia entre el cielo y la tierra. Sólo en estos términos podemos esperar tener una remota comprensión de su pecado. No obstante, seguramente tampoco podremos tampoco entenderlo a menos que borremos de nuestras mentes el necio mito de «las manzanas en el Edén».
EL PECADO DE ADáN
El mundo de Adán era muy diferente del nuestro. él labraba y plantaba sin herramientas: era conciente, en su vida cotidiana, de que trabajaba el Jardín del Edén a través del cumplimiento de los mandamientos positivos y lo protegía por medio de evitar la transgresión.
Nosotros, también, ‘sabemos’ esto, pero sólo en un sentido abstracto. Sabemos que nuestras acciones cuentan, pero como parte de un mundo físico de causa y efecto, nos encontramos notando y sintiendo la eficacia de medicinas y cirujanos, de topadoras y albañiles, de bombas y de físicos. Es verdad, el Talmud dice: «No es la serpiente venenosa la que mata, sino que la transgresión mata» (Berajot 33a). La serpiente, la bala, el automóvil que se da a la fuga, la enfermedad, no son sino los mensajeros que ejecutan un decreto sellado por la contravención humana. No son ellos la causa de muerte ni un ápice más que la blanca sábana extendida sobre el rostro del paciente fallecido.
Puede que hallemos tan difícil de creer esto de que las causas espirituales traen aparejados efectos físicos, que la mayoría de nosotros rápidamente señalemos una impresionante lista de factores externos que provocaron tales efectos. Pero eso no es nada más que un síntoma del ocultamiento de D’s en este mundo de ocultamiento. Los grandes creyentes judíos sabían que esto era así:
«Bendito es el hombre que confía en D’s y que hace a D’s la fuente de su confianza» (Jeremías 17:7).
Jidushei HaRim explica que las dos partes del versículo son interdependientes: cuanto más uno confía en D’s, más D’s justifica su confianza con el resultado de que su confianza en él continúe creciendo. Nuestros más grandes personajes no tuvieron dificultad en abandonarse a su suerte por servir a D’s, sin saber de dónde provendría el desayuno del día siguiente. Efectivamente, la Torá fue entregada sólo a la generación que comía el maná (Midrash-Mejiltá). Ellos aprendieron, en sus vidas diarias, que podían vivir en un desierto yermo sin temor, en la segura confianza de que la promesa de D’s era su garantía del sustento para los siguientes días. Solamente después de desarrollar una fe semejante, fue Israel digno de recibir la Torá. Tal como decía el Rebe de Kotzk: la grandeza de la Torá puede obtenerse sólo cuando existe indiferencia frente a la necesidad de seguridad económica. La Torá es la sabiduría de D’s; el sabio de Torá une su propia mente con la inteligencia del Creador. Al grado en que se interesa por sus necesidades en este mundo, no puede él escapar a sus señuelos para ascender a un nivel más elevado.
Para nosotros, envueltos en nuestra ética de trabajo y en una semana de 40 horas, la fe es un beneficio adicional que nos podemos permitir sólo luego de haber conseguido una falsa seguridad. Después de contar una inspiradora historia sobre la fe perfecta de un gran tzadik, volvemos a hacer un concentrado esfuerzo de fe. Adán no sólo sabía sino que veía que su servicio a D’s era el factor determinante de su éxito.
Rabbi Nosson Scherman