La grandeza del Ben Ish Jai
Una de las más grandes ilusiones de la vida de Rabenu Iosef Jaim, el «Ben Ish Jai», fue la de tener el Zejut (mérito) de hacer «Aliá» a Erez Israel. Y si bien en una ocasión transitó por sus senderos y pisó los lugares sagrados, lo hizo en son de peregrinación. Nunca pudo, por diferentes motivos, establecer su residencia fija en Israel.
El corazón del «Ben Ish Jai» destilaba un profundo amor hacia Erez Israel y sus habitantes. Desde su Bagdad natal dirigía sus ojos a nuestra tierra, interesándose por la vida y las costumbres de aquellas comunidades, en especial la de Ierushalaim. Intercambiaba cartas con sus Jajamim (sabios), mediante las cuales enriqueció sus ya vastísimos conocimientos sobre la Torá, al tiempo que por medio de dicha comunicación, que se estaba difundiendo, el nombre del «Ben Ish Jai» comenzó a conocerse y reconocerse en todo el mundo judío de entonces. Alrededor de su viaje se sucedieron varias anécdotas dignas de destacar, que resaltan la grandeza de Rabenu Iosef Jaim. Una de ellas es la que citaremos a continuación.
El día 25 de Nisán partió el «Ben Ish Jai» junto con su hermano Rabí Iejeskel y otros cuatro acompañantes. Para no tropezar con el problema del Shabat, eligió viajar en camellos individuales en lugar de una caravana pública, pues en este último caso, difícilmente accederían a sus petitorios. Por eso, antes de abandonar Bagdad, exigió del guía árabe y dueño de los camellos, que un rato antes de Shabat el viaje se interrumpa, para seguir camino al día siguiente después de Habdalá (ceremonia de culminación del Shabat). Una vez aceptada la condición, emprendieron viaje.
Llegó el primer día viernes y, luego de que Rabenu Iosef Jaim le recordó lo pactado al guía, éste se rehusó a cumplir su palabra, alegando que el lugar donde se encontraban resultaba totalmente inadecuado para acampar, en razón de que allí existía toda clase de asesinos y malvivientes, y él no estaba dispuesto a arriesgar su vida.
«Pues entonces nos quedamos aquí a pasar Shabat solos», anunció el «Ben Ish Jai».
«¿Aquí, en medio del desierto? ¿No se dan cuenta que están expuestos a morir en manos de los criminales?», advirtió el árabe.
Pero nadie iba a hacer desistir a Rabenu Iosef Jaim y los suyos de su decisión. Se apearon de los camellos; tomaron sus pertenencias y extendieron su tienda de campaña, dispuestos a recibir el Shabat.
El guía se alejó a toda marcha del lugar. Pero así como irresponsable, también era algo cobarde, por lo que regresó sobre sus pasos y se apostó cerca de los Iehudím, escondido detrás de una roca, a la expectativa de lo que podía suceder.
Cayó la noche. Rabenu Iosef Jaim y sus acompañantes habían encendido las velas y recitaron emocionados Kabalat Shabat y Tefilá Arbit (rezo de la noche). Luego, dieron paso al Kidush y saborearon las comidas que traían en sus alforjas. Tampoco faltaron las palabras de Torá y las canciones de sobremesa, cuya espiritualidad les hizo olvidar que se encontraban en un desolado e inseguro paraje.
Más tarde, todos fueron a entregarse a un reparador descanso, y en poco tiempo, el sueño los venció. Pero no todos dormían. El «Ben Ish Jai» seguía sentado con el libro del Zohar (libro de Cabalá) en sus manos, y no era la tenue luz de las velas lo que iluminaba las letras, sino el resplandor de su semblante, que irradiaba por el profundo regocijo con que leía las sagradas escrituras. El «Ben Ish Jai» se olvidó de su cansancio; no sentía nada de lo que sucedía a su alrededor; estaba totalmente inmerso en la Torá; estaba tan apegado a Su Creador que se podían percibir claramente las alas de los ángeles que lo protegían desde el Cielo… Así transcurrieron las horas.
Pero el fulgor de las velas de Shabat no sólo atrajo a los ángeles, sino también a unos terrícolas que nada de espirituales tenían. Aquellos tan temidos criminales, que merodeaban entre las sombras de la noche, encontraron una fácil presa en esos inofensivos viajantes. El temible grupo se acercó sigilosamente a la tienda de campaña, dispuesto a acabar con las vidas y apoderarse de sus bienes. A la cabeza de la pandilla avanzaba su líder, quien como el resto de sus secuaces, iba armado hasta los dientes. Y este mismo jefe, sorprendió a todos los que lo escoltaban, cuando de repente, a punto de tener a la víctima en sus garras, se detuvo. Se quedó observando la cara de Rabenu Iosef Jaim y quién sabe por qué razón, la imagen lo dejó paralizado. Guiado por un extraño impulso, se dio media vuelta y mascullando la orden de retirarse, se llevó a toda su horda de delincuentes lejos de allí. El Ben Ish Jai y su séquito se habían salvado. El guía árabe, espectador improvisado de la escena, se quedó maravillado, mudo de asombro. Y luego de unos segundos, salió de su escondite y casi de un brinco llegó hasta el Ben Ish Jai y cayó a sus pies.
«Perdóneme, santo varón. Me equivoqué con usted», reconoció el guía. «Ahora me di cuenta que es un enviado del cielo. ¡Y estoy dispuesto a cumplir fehacientemente lo que hemos acordado!».
Los Jajamim de Bagdad, alumnos de Rabenu Iosef Jaim, pudieron explicar la extraña actitud del jefe de la banda de manera totalmente natural, como consecuencia de un suceso acaecido tiempo atrás. Pero el reemplazo del milagro por la lógica, no hizo sino agigantar aún más la imagen del Ben Ish Jai. Lo que pasó fue que el hombre había sido citado a comparecer en un juicio que tenía con un Iehudí, que negaba deber un dinero que este árabe realmente le había prestado. El Ben Ish Jai, actuando como juez, usó su aguda sabiduría y descubrió que efectivamente el árabe tenía la razón, por lo que obligó al Iehudí a pagarle. El problema ahora residía en que el Iehudí no tenía dinero para saldar su deuda con el árabe. ¿Qué hizo Rabenu Iosef Jaim? Sacó la suma en cuestión de su bolsillo y se la entregó al Iehudí para que le pagara al árabe. éste, que con el correr de los años se convirtió en un malviviente, mantuvo siempre en su memoria la encomiable actitud del Ben Ish Jai. Y ese recuerdo latente fue lo que lo hizo desistir de atentar contra él y los suyos cuando lo tuvo enfrente, en medio del desierto.
Moreshet Abot 130
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