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La Dignidad de la Diferencia

extraido de la Dignidad de la diferencia

Este es un libro sobre la globalización, sobre los desafíos que plantea, sobre las cosas buenas que trae, el sufrimiento que causa y la resistencia y el resentimiento que genera. Se han escrito muchos libros sobre el nuevo panorama global emergente, pero demasiados pocos sobre las cuestiones morales y éticas que lleva aparejadas1. Sin embargo, tales cuestiones se cuentan entre las más importantes que debemos abordar si queremos realzar la dignidad humana, mejorar las posibilidades de paz y evitar el choque de civilizaciones que predijo Samuel Huntington. Ocurren cosas malas cuando el ritmo de cambio supera a nuestra capacidad de cambiar, cuando los eventos se suceden más rápidos que nuestra capacidad de entenderlos. Es entonces cuando sentimos la pérdida del control sobre nuestras vidas. La ansiedad causa miedo, el miedo lleva al enfado, el enfado genera violencia, y la violencia – cuando se combina con armas de destrucción masiva– se convierte en una realidad mortal. El antídoto más poderoso contra la violencia es el diálogo, expresar nuestros miedos, escuchar los miedos de otros, y en este compartir de vulnerabilidades descubrir un germen de esperanza. He intentado aportar una voz judía a lo que debe suponer un diálogo global, ya que todos tenemos algo en juego en el futuro, y todos nuestros futuros se entrelazan inexorablemente.

…¿Podemos vivir juntos? ¿Podemos crear espacio los unos para los otros? ¿Podemos sobreponernos a largas historias de distanciamiento y amargura? Aquí no he dudado en ser radical, y he elegido intencionadamente expresar este radicalismo en términos religiosos. Creo que la globalización está planteando un gran desafío a las grandes religiones mundiales, un desafío que hemos podido evitar en el pasado, pero que ya no podemos ignorar más. ¿Podemos encontrar, en el «tú» humano, una traza del «Tú» Divino? ¿Podemos reconocer la imagen de Dios en aquel que no es igual que yo? Hay ocasiones en las que Dios se nos aparece en la cara de un desconocido. La era global ha convertido nuestro mundo en una sociedad de desconocidos. Esto no es una amenaza para la fe sino una llamada a una fe más grande y más exigente de lo que a veces suponíamos. ¿Puedo yo, un judío, escuchar los ecos de la voz de Dios en la voz de un hindú o sij o cristiano o musulmán o en las palabras de un esquimal de Groenlandia que me habla sobre un glaciar derritiéndose? ¿Puedo hacerlo y no sentirme menos, sino más? ¿Qué es lo que le ocurre a mi fe entonces, que hasta ahora había abarcado el mundo entero y ahora tiene que hacer sitio a otra fe, a otra forma de interpretar el mundo?

Aquí tengo que hacer una confesión autobiográfica. No soy un judío liberal.i Mi denominación es ortodoxa. Estoy acostumbrado a ser llamado fundamentalista por mis compañeros liberales, y es precisamente aquí donde el desafío contemporáneo es más agudo. El renacer de la mayoría de las religiones en las últimas décadas ha ocurrido en el lado conservador del espectro más que en el lado liberal. La fuerza de los movimientos religiosos conservadores ha sido precisamente que han representado una protesta en contra de la modernidad, en vez de un acomodo a la misma. Son expresiones de una profunda consternación ante algunos de los efectos secundarios del capitalismo global: sus desigualdades, su consumismo y explotación, su fracaso al enfrentarse a la pobreza y a la enfermedad, su insensibilidad de gigante al tratar con culturas y tradiciones locales y la pobreza espiritual que va de la mano de la riqueza material. Es la religión, no en su faceta moderna sino antimoderna, la que ha ganado adeptos recientemente, y es aquí donde la batalla por la tolerancia, la coexistencia y la no violencia debe ser librada.

El fallecido Sir Isaiah Berlin, un hombre al que yo conocía y respetaba, resumió el credo liberal en una cita que hizo famosa al final de su gran ensayo titulado «Dos conceptos de libertad»: «darse cuenta de la validez relativa de las convicciones propias, y aun así defenderlas a ultranza, es lo que diferencia a un bárbaro de un hombre civilizado».8 Ese es un sentimiento noble. Sin embargo, Michael Sandel, uno de los críticos más elocuentes del liberalismo, replicó sobre esa cita: «si las convicciones de uno son solo relativamente válidas, ¿por qué defenderlas a ultranza?». Esto se ha convertido en una cuestión que reverbera. Si las libertades de palabra y de asociación son meras convenciones de la modernidad occidental, ¿qué derecho tengo yo de criticar a aquellos que las rechazan como una forma de decadencia? Si el respeto por la vida humana solo es un valor entre muchos, ¿qué derecho tengo yo de oponerme al terrorista suicida que cree que asesinando a otros se asegura un lugar en el paraíso?

El relativismo es demasiado débil para aguantar la tormenta del fervor religioso. Solo un fervor igual y contrario puede hacerlo. No creo que la santidad de la vida humana y las libertades inalienables de una sociedad justa sean relativas. Son absolutos religiosos. Fluyen directamente de la proposición de que no fuimos nosotros los que creamos a Dios a nuestra imagen, sino Dios quien nos creó a la Suya. Pertenecen a la tradición que comparten judíos, cristianos y musulmanes, que han vivido tanto tiempo en mutua hostilidad. La cicatrización debe provenir de las experiencias religiosas de aquellos cuyas vidas son gobernadas por dichas experiencias. Debe venir, si es que debe venir de algún lado, del mismo centro del huracán. Esto quiere decir que cada uno de nosotros, en nuestra fe, tiene que luchar contra las fuentes del extremismo dentro de nuestra propia fe.

En el capítulo 3 propongo un argumento revolucionario: que cierto paradigma que ha dominado desde los días de Platón el pensamiento occidental, tanto religioso como secular, está equivocado y es profundamente peligroso. Es la idea de que, cuando buscamos la verdad o la realidad suprema nos movemos desde lo particular hacia lo universal. Las particularidades son imperfecciones, fuentes de error, de parroquialismos y de prejuicios. La verdad, por contra, es abstracta, atemporal, universal, la misma para todos en todas partes. Las particularidades engendran la guerra; la verdad engendra paz, ya que cuando todos comprendemos la verdad, el conflicto se disuelve. ¿Cómo podría ser de otra manera? ¿No es el tribalismo nada más que otro nombre para la particularidad? ¿Y no ha sido el tribalismo fuente de conflictos durante tantos años?

Hay algo seductor en esta idea que ha tenido cautivada a muchas mentes. Alfred North Whitehead dijo una vez que la filosofía occidental no era más que una serie de «anotaciones a pie de página a Platón». Podría haberlo dicho más firmemente: no solo la filosofía occidental sino las religiones occidentales han estado hechizadas por el fantasma de Platón. El resultado es inevitable y trágico. Si toda verdad –religiosa o científica– es la misma para todos en todo momento, entonces si yo tengo razón tú tienes que estar equivocado. Si a mí me importa la verdad entonces tengo que convertirte a mi modo de pensar, y si rehúsas convertirte, cuidado. De este modo de pensar surgieron algunos de los crímenes más grandes de la historia y mucho derramamiento de sangre.

La civilización occidental ha conocido cinco grandes culturas universalistas: la antigua Grecia, la antigua Roma, la cristiandad medieval y el islam, y la Ilustración. Tres eran seculares, dos religiosas. Trajeron consigo grandes dones para el mundo, pero también mucho sufrimiento; sobre todo, pero no exclusivamente, a los judíos. Como una ola se llevaron por delante tradiciones locales o formas diferentes de hacer las cosas. Fueron para la diversidad cultural lo que más tarde sería la industrialización para la biodiversidad. Exterminaron formas más frágiles de vida. Disminuyeron la diferencia.

Hoy en día estamos viviendo en el sexto orden universal: el capitalismo global. Es el primero que no está propulsado por una serie de ideas sino por una serie de instituciones, entre ellas los mercados, los medios de comunicación, las corporaciones multinacionales e internet. Pero su efecto no es menos profundo. Amenaza a todo lo que sea local, tradicional y particular. El 11 de septiembre de 2001 ocurrió cuando dos culturas universales, el capitalismo global y una forma fundamentalista del islam, cada una amenazada profundamente por la otra, se encontraron y chocaron.

Es hora de exorcizar el fantasma de Platón clara e inequívocamente. El universalismo debe verse equilibrado por un nuevo respeto hacia lo local, lo particular, lo único. Hay ciertamente principios morales universales; el Antiguo Testamento los menciona en «la alianza con Noé». La tradición judía interpretó que esta alianza se refería a siete mandamientos básicos: las prohibiciones de la idolatría, de la blasfemia, del asesinato, del robo, de la transgresión sexual y de la crueldad caprichosa hacia los animales, más el mandamiento positivo de instituir un sistema de justicia. Estos mandamientos constituían un código compartido de humanidad anterior y que trasciende las diferencias religiosas. Según Maimónides, un no judío que cumpla con estas leyes a causa de su creencia en la verdad revelada de la revelación mosaica es uno de los «píos de las naciones del mundo» y tiene parte en el mundo venidero. Quien lo haga en función de su raciocinio es uno de los «sabios» de las naciones Por lo tanto, según las enseñanzas judías una persona no tiene que ser judía para servir a Dios.

Esta antigua tradición ha adquirido nueva importancia en un mundo amenazado por los choques de civilizaciones. Sugiere que la proposición que hay en el centro del monoteísmo no es la que a menudo se ha creído que era: un solo Dios, por lo tanto un solo camino hacia la salvación. Por el contrario, es que se adora a la unidad en la diversidad. La gloria del mundo creado es su asombrosa multiplicidad: las miles de lenguas habladas por la humanidad, la proliferación de culturas, la inabarcable variedad de expresiones imaginativas del espíritu humano, en la mayoría de las cuales, si escuchamos detenidamente, oiremos la voz de la sabiduría que nos dice algo que necesitamos saber. A esto es a lo que me refiero con la dignidad de la diferencia.

Esta es una idea vasta y difícil, y llegué a ella solo después de pelearme mucho con el lugar que ocupa la religión en el mundo moderno y postmoderno. He empleado mucho tiempo en discusiones con grandes líderes religiosos de otros credos. He disfrutado mucho mi amistad con líderes cristianos y con muchos otros: hindúes, sijs, budistas, jainistas, zoroastrianos y bahá’ís. De manera no menos significativa, he encontrado una compenetración instantánea con representantes del islam, no solo de Gran Bretaña sino también de Oriente Medio. En Gran Bretaña y en el plano internacional hemos trabajado juntos, desarrollando relaciones que nos han permitido –especialmente en momentos tensos como los que siguieron al 11 de septiembre de 2001– apagar la ira, combatir los estallidos de hostilidad locales, y generar, gracias a nuestros miedos compartidos, una sensación de solidaridad y buena voluntad.

Pero también he sido consciente de algo que no se dice. A menudo, cuando los líderes religiosos se reúnen y hablan, el énfasis se pone en las similitudes y en las cosas en común, como si las diferencias entre religiones fueran superficiales y triviales. Esto no es, sin embargo, lo que sale a la luz en tiempos de conflicto. Es entonces cuando lo que a un extraño le parecen variaciones menores cobra una importancia inmensa, dividiendo comunidades y convirtiendo amigos en enemigos. Freud lo llamaba «el narcisismo de las pequeñas diferencias». No hay nada tan pequeño que, bajo gran presión, no pueda convertirse en un signo de identidad y por lo tanto en razón de distanciamiento. En otras palabras, no solo necesitamos una teología de lo común –de los principios universales de la humanidad–, sino también una teología de la diferencia: por qué ninguna civilización tiene el derecho de imponerse sobre otras por la fuerza; por qué Dios nos pide respetar la libertad y la dignidad de los que no son como nosotros.

La dignidad de la diferencia es más que una idea religiosa. Es la aguja que enhebra los diversos hilos del argumento que construiré en los capítulos que siguen. Hasta un extremo asombroso, se suponía que la modernidad debía haber sido la marcha triunfante de un mismo grupo de ideas interrelacionadas. Su modelo era la ciencia; su discurso, la razón despojada de otros aditamentos basados en la tradición. Mediante los intercambios de los mercados y la división del trabajo se generaría riqueza. Mediante la industrialización y la tecnología se conquistaría a la naturaleza. Mediante cálculos utilitarios se maximizaría la felicidad. El mundo se convertiría en una gran máquina productora de satisfacción, repartiendo cantidades cada vez mayores de esa medida de todo llamada «progreso». Ese mito, noble pero radicalmente inadecuado a la situación humana, sigue sobreviviendo entre los fundamentalistas del mercado y sus correligionarios que mantienen que la desregulación máxima en todas las esferas de la actividad humana, en sí misma, conseguirá lo que Leibniz una vez creyó que era el terreno de Dios: todo para mejor en el mejor de los mundos posibles.

Yo sugiero un modelo y una metáfora diferentes. El mundo no es una máquina única. Es una ecología compleja e interactiva, en el cual la diversidad –biológica, personal, cultural y religiosa– es esencial. Cualquier intento de reducir esa diversidad a través de los muchos tipos de fundamentalismos que existen hoy en día –del mercado, científico o religioso– resultaría en una reducción de la rica textura de nuestra vida en común, en un estrechamiento potencialmente desastroso de nuestros horizontes de posibilidad. La naturaleza, las sociedades, las economías y las organizaciones políticas construidas por el ser humano son sistemas de complejidad ordenada. Eso es lo que las hace creativas e impredecibles. Cualquier intento de imponer sobre ellas una uniformidad artificial en nombre de una sola religión o cultura, representa una trágica incomprensión de qué es lo que las hace florecer. Gracias a que somos diferentes, cada uno tiene algo que contribuir, y cada contribución cuenta. Un instinto primitivo que se remonta al pasado tribal de la humanidad hace que veamos lo diferente como una amenaza. Ese instinto es enormemente disfuncional en una era en la que todos nuestros destinos están entrelazados. Extrañamente, es el mercado –el contexto menos claramente espiritual de todos– el que proporciona un mensaje profundamente espiritual: que es a través del intercambio como las diferencias se vuelven una bendición, no una maldición. Cuando la diferencia lleva a la guerra, ambos lados pierden. Cuando lleva al enriquecimiento mutuo, ambos ganan.

Las crisis ocurren cuando intentamos afrontar los desafíos de hoy en día con los conceptos del ayer. Por eso es por lo que necesitamos nada menos que un cambio de paradigma para prevenir que una era global se convierta en escenario de guerras intermitentes pero destructivas. Hablo desde la tradición judía, pero creo que cada uno de nosotros desde su propia tradición, religiosa o secular, debe aprender a escuchar y estar preparado para ser sorprendido por los demás. Debemos abrirnos a sus historias, que pueden chocar profundamente con las nuestras. Debemos incluso, en ocasiones, estar listos a escuchar sus dolores, humillaciones y resentimientos y descubrir que su imagen de nosotros es cualquier cosa menos nuestra imagen de nosotros mismos. Debemos aprender el arte del diálogo, del cual surge la verdad, no, como en los diálogos socráticos, de la refutación de lo falso sino por el proceso, bastante diferente, de dejar que nuestro mundo se amplíe por la presencia de otros que piensan, actúan e interpretan la realidad de manera radicalmente distinta a la nuestra. Debemos atender a lo particular, no solo a lo universal. Y es que cuando las civilizaciones universales chocan, el mundo tiembla, y se pierden vidas. Conseguiremos la paz solo cuando nos demos cuenta de que Dios ama la diferencia, y que, por fin, nosotros también debemos hacerlo. Dios ha creado muchas culturas, civilizaciones y religiones pero solo un mundo en el que convivir. Y se está haciendo cada vez más pequeño.

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