Etica Medica: ¿Quién decide?
Extraido de Revista Judaica
Ningún área de la ciencia se ha enfrentado a más temas de interés vital humano que la medicina, en particular, los dos extremos de la vida: del embarazo hasta el alumbramiento por un lado y el proceso de la muerte por el otro. A pesar de su tardío comienzo, la comunidad médica ha hecho grandes progresos en ponerse al día con muchas de las implicaciones éticas involucradas en esto. Varios estados norteamericanos han establecido grupos operativos, en tanto que definiciones de muerte han sido propuestas por una Comisión Ad Hoc de la Facultad de Medicina de Harvard (1968), perfeccionada después por la Comisión del Presidente para el Estudio de los Problemas Éticos en la Medicina y la Investigación Biomédica y de Conducta. (1981). Hoy en día, no hay ningún hospital sin su comisión de ética médica y está llegando una legislación sobre testamentos, completa y a prisa.
Sin embargo, a pesar del progreso, el judaísmo permanece en desacuerdo con el tema central de quién decide. El especialista en Bioética Rabino Dr. Moses Tendler, lo expone de esta manera: «Por defecto, la sociedad ha asignado al médico el rol de teólogo y moralista, un rol para el que no tiene idoneidad. El temor por la enfermedad y la muerte, ayudado por el aura impensadamente cultivada de misterio y por el profundo respeto por el laicado para los logros científicos, ha resultado en esta elección sobreentendida de la comunidad médica como árbitro de las verdades más fundamentales de la moralidad de la Torá y de la civilización occidental.»
En referencia a la tendencia de los doctores de presumir idoneidad en la decisión de asuntos sobre ética médica, los sabios del Talmud declararon: «Los mejores médicos están destinados a ir al infierno». Los sabios enfatizaron que justamente los mejores médicos, los líderes en su campo, son los más proclives a caer en esta trampa. Pues los doctores son científicos, no especialistas en ética; y como dice Will Durant: «La ciencia nos dicta cómo curar y cómo matar; reduce el índice de muertes por menor y luego nos mata en la guerra por mayor; pero sólo la sabiduría puede decirnos cuándo curar y cuándo matar».
En el tema del aborto la situación se vuelve peor aún. Aquí, uno de los más importantes asuntos éticos de nuestros tiempos es estar muy significativamente decidido por el proceso político. Quienquiera tenga el más poderoso grupo de lobbying, mejores avisos y mayores protestas, ése se gana el día. Este método de dirimir asuntos es desaprensivo para el judaísmo. Tristemente, muchos grupos judíos se han unido a la refriega.
El judaísmo está por igual tan consternado por los métodos del movimiento pro-vida como por el movimiento pro-opción. Hay un acuerdo básico sobre que el argumento esencial del aborto es dónde la vida comienza. Los endurecidos defensores de la pro-opción revisarían seriamente su postura si se les probara que la vida humana comienza desde un principio. Y el más tenaz de los pro-vida no tendría justificación si se le demostrara que la vida sólo comienza al nacimiento.
Ahora bien, si el tema del aborto es de vida o muerte, difícilmente es éste un caso para el Capitolio y para esos piqueteros. Como mínimo deberíamos estar todos temblando ante la misma perspectiva de que cualquiera de nosotros tenga que tomar la decisión en sus manos. ¿No tendríamos que debatir primero cuáles debieran ser las clasificaciones de aquellos que decidirán este tema? ¿Cualquier periodista está capacitado para tomar una lapicera y pasar su opinión sobre algunos de los más pasmosos asuntos del día? Tampoco los doctores están, ellos mismos, más calificados para decidir en asuntos que, si bien ocurren en el entorno médico, son éticos y metafísicos, no interrogantes médicos.
Un doctor está tan calificado para dar su juicio sobre cuándo la vida comienza y termina, como un chef lo está acerca de qué alimentos son carcinogénicos, o un programador de computación acerca de qué camino está por tomar el mercado de las PC. Todos puede que suenen inteligentes. Ninguno tiene más probabilidades de tener razón que un educado ciudadano.
Pensar rigurosamente en lo ético es un oficio altamente especializado. El eticista sabe si está pensando deontológicamente o teleológicamente -eso hace toda la diferencia-. Es conciente de que, lo que él piense acerca de la centralidad de la familia, del valor y del propósito en la vida, el derecho a la autodeterminación y D´s, no sólo va a influir en sus respuestas, sino que determinará las mismas preguntas que se le hagan. Y esas preguntas ya nos estarán señalando una respuesta específica. Como dicen los Sabios: «La pregunta de un hombre sabio es la mitad de la respuesta». La pregunta: «¿Deberían las madres de color, pobres y solteras ser cargadas con un bebé a quien probablemente no sean capaces de cuidar correctamente?», sugiere una respuesta. Cambie eso a: «¿Deberían los inocentes bebés ser asesinados en el mismo vientre que se supone que tendría que ser la fuente del cuidado y de la vida?», y ya estaremos apuntando al otro lado.
Los graduados de Yeshivá, luego de muchos años de analizar esa obra magistral que es el Talmud, han sido entrenados para identificar todas las variables relevantes, priorizarlas, saber cuándo un precedente constituye una comparación exacta o no. Pero aún el rabino ortodoxo promedio no tiene el nivel de idoneidad para ser llamado un calificado eticista -no por su ignorancia de la medicina actual, ahí es donde el doctor como consultor desempeña un rol- sino en razón del enorme caudal de sofisticación y sabiduría que los propios asuntos requieren. Hay, de hecho, sólo unos pocos sabios hoy en el mundo tan preparados.
Moralmente, la humanidad no se aquietará con las recién encontradas fronteras médicas. Somos personas más poderosas cada vez más de lo que solíamos ser. Ese poder facilitará alturas morales sin precedentes en el propio lugar donde el abismo incita; hacia arriba hemos de ir, o hacia abajo en las tenebrosas profundidades. Es tiempo de que la ciencia, la ciencia médica en particular, regrese a su legítimo lugar como hija de la ética, sirviéndola fiel y humildemente. Y si el doctor debe ser humilde, dejemos que el bioeticista lo sea más todavía.