¿Es que ya nadie se ruboriza?

de Wellsprings (NY)
Es notable como la memoria de una experiencia puede yacer durante hace años en los recesos de la mente, medio olvidada y desprovista de particular significación, hasta que un día algo, como una cerilla que arde en una caverna oscura, la trae a plena conciencia y repentinamente brinda significando a la experiencia.
Algo así me sucedió al leer el nuevo libro de Manis Friedman, ¿Es Que Ya Nadie Se Ruboriza? (de aquí en más, a ser referido como ¿…Ruboriza?).
El título original inglés de pre-publicación del libro era Borders, «Fronteras». Alguien en la Editora Harper debe haber decidido que no era un título suficientemente atrapante para el mercado popular, pero este poderoso libro sobre el matrimonio y las relaciones es realmente acerca de todas esas fronteras que se desmoronaron hace una generación, cuando nuestras costumbres sociales comenzaron a cambiar.
El desmantelamiento de esas fronteras –entre aceptable e inaceptable, público y privado, permitido y prohibido– prosiguió tan inexorablemente como la demolición del Muro de Berlín, y sólo un poco más lentamente.
Todo se da por sentado hogaño, pero parece que todavía nos bamboleamos del impacto de esa revolución. Si algo de valor se perdió, pocos entre nosotros saben qué nombre darle o qué era exactamente; las perspectivas históricas comúnmente toman un tiempo largo para resolverse con claridad, a veces siglos. Estoy más bien contenta que Friedman haya presentado su perspectiva ahora, cuando podemos usarla.
Su tesis es que nuestras relaciones sufren como resultado de haber perdido algunas una vez claras fronteras en lo que concierne a la privacidad y el recato. El pone ante nosotros la imagen de los matrimonios que existieron en generaciones anteriores, los matrimonios europeos de nuestros abuelos y bisabuelos. Estos matrimonios, si hemos de creer en la descripción, lograron un nivel de compromiso y satisfacción mutua que era literalmente santa. Estas relaciones se basaban en la capacidad para darse por entero y aún así seguir hondamente respetuoso uno del otro. Las «bobes» y los «zeides», aprendemos, realmente tuvieron algo.
Darlo todo de sí y respetar las fronteras de la privacidad, entonces, van juntos. Pero dos tendencias que surgieron durante las últimas dos décadas son la exaltación de la autoabsorción, que ha sido extensamente documentada y comentada, y la pérdida de un claro concepto de privacidad, que no lo ha sido.
¿…Ruboriza? comienza con un análisis del respeto a la privacidad mental, de no entrometerse en la mente de otro. «El respeto que tenemos por la privacidad de otra persona –no importa cómo esa persona haya elegido definirla– nos permite nutrir una relación íntima. Tan pronto como nos infiltramos donde no se nos ha invitado, destruimos las fronteras y disipamos la intimidad. En un ambiente tal, nuestras relaciones no pueden florecer».
Si no existe un núcleo muy privado del ser que esté cerrado ya sea al escrutinio externo o a la franqueza indiscriminada, nuestra capacidad para una relación genuinamente íntima está minada.
Fue esta línea de pensamiento lo que encendió toda clase de conexiones en mi cerebro.
Estaba repentinamente de regreso en una situación a comienzos de los años ´70, cuando entrar en contacto con una misma ya se había tornado una forma de arte, y la comunicación era un fin en sí mismo, un medio de autovalidación. La «Década Yo» había llegado, y con ella un incrementado respeto por la capacidad de ser abierto, que había nacido y sido nutrido en los ´60 (cuando teníamos universidades abiertas, matrimonios abiertos, mentes abiertas, y posibilidades abiertas de todo tipo).
El primer incidente en mi reencendida memoria comenzó en un autobús en Tel Aviv, donde me encontré con una joven norteamericana que, igual que yo, exploraba Israel. Viajamos juntos por un día o dos, y durante ese tiempo me regaló un aluvión de información que yo no quería saber, sobre sus sentimientos y vida privada. Esta joven no tenía frontera alguna; se derramaba por todo el lugar.
Lo que me resulta interesante, sin embargo, es mi propia reacción. Yo no sabía –al menos al principio, antes de tornarse evidente que la joven no era enteramente normal– dónde deberían haberse trazado las líneas de la franqueza. ¿Estaba siendo yo demasiado reservada, demasiado crítica, demasiado distante? Quería algunas reglas, al menos para saber qué decir.
No las tenía.
Al final fue cuestión de sentimientos: los míos –vagamente– que algunas fronteras habían sido violentadas, versus los suyos –explosivamente– que estaba en orden dejar que todo colgara hacia afuera.
El siguiente incidente involucra un ejercicio popular en el movimiento de autoactualización. Este se simbolizaba por est, el imperio de conocimiento de Werner Erhart con sede en California donde, por un arancel, una podía aprender a estar en contacto con todos los sentimientos que eran inadecuadamente sentidos y expresados en el curso de la vida de uno, y entonces expresarlos, o sentirlos, en una sala llena de extraños. El ejercicio tiene diversas variantes, todas involucrando mantener contacto visual directo por algo así como un minuto con un número de personas en sucesión.
Mirar a los ojos de otro, alguna vez una experiencia de intimidad, era ahora una prueba pública de la capacidad, o no, de superar las inhibiciones, experimentar franqueza, o entrar en contacto con cualquier otra sensación que podría verse estimulada por semejante experimento.
El bochorno puede haber sido una de las sensaciones, no por algún fracaso personal sino simplemente como resultado de la invasión del espacio personal. Estoy segura que ninguna persona consideró el bochorno como una señal de salud mental; por el contrario, la inquietud generada por la exposición pública forzada fue vista seguramente como una señal de ese estado de recidivismo conocido como estar tieso. El recato, la cualidad de mantener las fronteras entre lo privado y lo público, no estaba de moda, o siquiera en el léxico actual.
Aquí es donde entra Manis Friedman, diciéndonos que la turbación –las protuberancias en una pista destinadas a mantener a los automóviles circulando por el carril apropiado– es una señal de advertencia que uno ha cruzado una frontera y está violando la propiedad privada.
La ironía es que toda la franqueza y aumentada comunicación no ha conducido a una capacidad incrementada de intimidad. La atmósfera social que desalienta el recato sirve también para disipar la energía singular que en una relación íntima debe dirigirse hacia una persona.
Las relaciones mejoradas no parecen ser un resultado de toda la apertura. En nuestra época a menudo están plagadas de miedos, y no solamente a causa del Sida y otras enfermedades. (El Sida mismo, observa Friedman, es sintomático de una pérdida de fronteras. El cuerpo ya no sabe que el algo que lo ataca es «otro» y debe combatirse). Al eliminar el recato –la frontera que define el comportamiento aceptable– se vuelve fácil caer en una relación que tiene el aspecto de intimidad pero ninguno de sus compromisos. Un núcleo del ser, por protección, se riza adentro y dice, `despiértame cuando es seguro salir´. Como no hay protección, hay miedo de invasión. Nos tornamos demasiado vulnerables, y sólo podemos protegernos des-sensibilizándonos de alguna manera, segando una parte vital de la capacidad de amor e intimidad.
No te equivoques: Friedman no habla solamente de relaciones en general, sino también acerca de la más básica de las respuestas físicas humanas, aquella que debe apagarse todo el día cuando nos vemos atacados por un ambiente cada vez más inmodesto. La pérdida del concepto de la privacidad física es una por la que pagamos en la forma de llana y directa sensibilidad. Mientras actualmente se trazan líneas de batalla sobre temas de obscenidad, censura, y libre expresión, ¿…Ruboriza? no trata nada de eso. El tema aquí es qué se ha perdido y cómo podemos restaurarlo.
Dentro del matrimonio, lo que falta «es la capacidad de compartir nuestra morada privada, ese lugar privado que existe dentro de cada uno de nosotros que es personal, sagrado y profundo. Cuando tiene lugar una violación del lugar privado, cualquiera sea la razón, nuestras relaciones se vuelven impersonales, profanas y huecas».
En el matrimonio judío de antaño, como emerge aquí, esta capacidad de tanto nutrir como compartir un lugar privado era natural en ambos, hombres y mujeres. La capacidad de dedicarse a satisfacer las necesidades de la otra persona, en lugar de asegurarse que las propias sean satisfechas, se alza en resonante contraste con el egocentrismo que se tornó culturalmente aceptable mientras la «Década Yo» de los ´60 cambió a la «Década de la Envidia» de los ´80, y mientras aprendimos a buscar el Número Uno, afirmarnos, y triunfar.
Esta devoción es lo que Friedman llama «rendición», el abandono del ego y la autosatisfacción. No existía la pregunta de mujeres siendo más sometidas o dedicadas que sus esposos. «Idealmente, en un matrimonio tradicional fuerte, el esposo se rinde a la esposa y la esposa se rinde al esposo. Ni más ni menos. Tan responsable como la esposa se siente por el esposo, el esposo se siente por la esposa». Para el hombre judío, la familia lo era todo. Las cosas que nosotros pensamos hoy como proveedoras del lastre para la autoestima –carrera, dinero, poder– no eran necesarias. La gente tenía uno al otro, tenía a Di-s, y tenía un sistema matrimonial saludable basado en el recato. Este tipo de recato nutre la sensibilidad en niveles diversos, psicológicos y físicos.
El concepto de recato de la Torá, tzniut, nos permite ocupar el muy sensible y viable espacio entre la licencia ilimitada para hacer lo que queramos y las restricciones irrealistas que no toman en cuenta a la naturaleza humana. El intento de redibujar las fronteras de la permisibilidad, por ejemplo, ha producido conceptos no-judíos como el celibato o la abstinencia. La abstinencia es negativa. Sólo puede existir en oposición a algo, y como la instrucción de `no pienses en elefantes´, no deja mucha alternativa.
El recato, por otra parte, es una alternativa. Tzniut es un valor positivo, un mandamiento de la Torá que cada uno puede aplicar. No tiene significado semántico decir «¿recato de qué?» No es de algo, es algo. Es vivir de la manera que el creador pretendió que viviéramos, eligiendo entre lo que se permite y lo que no, manteniéndonos dentro de las fronteras que El nos dio. El sistema matrimonial tradicional judío fomenta las relaciones óptimas al crear un ciclo de separación y reunión que refleja necesidades físicas y emocionales, y asegura la conservación de una sensibilidad saludable y un sentido lozano de recato.
«Al darnos recato con el que vivir», escribe Friedman, «Di-s nos mantiene cuerdos. Al darnos leyes sanas, El nos permite luz cuando todo lo demás es oscuro. Si vivimos nuestras vidas de la manera que se espera que lo hagamos, si enseñamos a nuestros hijos como se espera que lo hagamos, esa luz brillará en nuestros hogares». La oscuridad afuera, entonces, poder mitigarse; podemos crear nuestro propio ambiente moral.
Este es un mensaje apropiado para todos, y no está dirigido exclusivamente a judíos, aunque temas judíos, ejemplos y parábolas, aparecen por todas partes. Sería difícil encontrar otro libro tan permeado con la sabiduría de la Torá y la comprensión jasídica, y con todo tan cabalmente conectado con la realidad de la existencia moderna como ¿Es Que Ya Nadie Se Ruboriza?
Confesaré aquí que odio el título, pero, sin reservas, recomiendo el libro a cada esposo, esposa, consejero matrimonial, terapista, maestro, y padre. Léalo; cambiará la manera en que ve la privacidad y muchas otras cosas más.
(extraído de Jabad Magazine, www.jabad.org.ar)
Tzivia Emmer