En la corte del sultán saladino
La fama del Rambam llegó a oídos del sultán Saladino, que lo invitó al palacio para conocerlo personalmente. El libro Shalshélet Hakabalá de Rabí Guedaliá Ibn Ijiá, relata:
Leí en un antiguo manuscrito que el Rambam debió huir de España a Egipto a raíz de una calumnia. Hablaba perfectamente el árabe, pero no el persa. En Egipto tomó alumnos de Alejandría y de Damasco, fundó una yeshibá muy importante y su fama llegó hasta muy lejos. Su sabiduría era notoria entre los judíos, no así entre los gentiles por el desconocimiento del idioma. (El Rambam) estudió entonces durante siete años la lengua persa hasta dominarla a fondo.
Su reputación era conocida en todo el país y el sultán lo tomó como médico personal. Era costumbre por entonces que en Egipto el rey se sentara algunos días determinados en un trono al que se subía por siete gradas. En ellas tomaban asiento expertos en las siete ciencias, tal como lo explicaremos enseguida. El Rey no sabía en cual grada ubicar al Rambam, porque su cultura superaba a la de todos los demás sabios.
Pero el Rambam era modesto y nunca quiso aceptar sentarse en ninguna de esas gradas.
Las siete ciencias eran:
Gramática: Es el arte de hablar y escribir bien.
Dialéctica: Es la lógica en el pensamiento y también el modo correcto de usar el idioma.
Retórica: Es la sintaxis y la redacción de la lengua (la teoría de la oratoria y del estilo).
Aritmética: Es la ciencia de los números y de las operaciones matemáticas.
Geometría: Incluye la geometría propiamente dicha, los números fraccionarios, los quebrados y las medidas.
Astronomía: Es el conocimiento del sol y de las órbitas de los planetas, las estrellas y las constelaciones.
Música: Las melodías, los sonidos agudos y graves.
Cómo se enteró el sultán de Egipto de la existencia del Rambam
Hay una leyenda que cuenta cómo conoció el sultán al Rambam, que dice así:
Al llegar el sabio a Egipto, pocas personas sabían de su grandeza y de su saber, si bien bastaba con mirar los nobles rasgos de su rostro para apreciar que irradiaba conocimientos y dignidad. Un día en que cruzaba la plaza del mercado, a la sazón atestada de gente, se le acercó un judío y le preguntó:
—¿Puede usted, distinguido señor, indicarme lo que debo hacer? Guardo en el sótano de mi casa un tonel de miel de abejas de primera calidad. Alguien de la casa bajó al sótano, tomó un poco de miel que puso en un frasco y salió corriendo. En su apuro olvidó tapar el tonel y lo dejó abierto. Días después fui yo a buscar miel. Me encontré con un bicho muerto medio hundido en el contenido del tonel. Quiero saber si está permitido o no comer del resto de la miel.
—Cuando haya sacado el bicho del barril podrá utilizar la miel.
Tras haber dictado su fallo, el Rambam prosiguió, dirigiéndose al hombre que lo escuchaba atentamente:
—Ahora, señor mío, quiero pedirle algo a mi vez. Dentro de un momento los musulmanes habrán concluido sus oraciones y saldrán de la mezquita cercana. Espere a que se acerquen a nosotros y cuando le haga una señal, pregúnteme en voz alta en árabe lo mismo que acaba de preguntarme. Después de que le responda, siga: “En el sótano de mi casa hay un barril de vino. Un árabe que pasó cerca del barril lo tocó sin querer. ¿Qué debe hacerse con ese vino? ¿Puede utilizarse? ¿O entra en la categoría de nésej?”
El judío aceptó obrar como se le pedía y ambos esperaron con paciencia a que los musulmanes salieran de la mezquita.
La calle volvió a llenarse de gente. El Rambam hizo la seña convenida y al verla el hombre comenzó a llamarlo a voces: “¡Jajam! ¡Jajam!” Ante esos gritos, el Rambam se dio vuelta y lo miró, movimiento que imitaron muchos de los presentes. El hombre repitió su pregunta y recibió la misma respuesta. Después hizo la interrogación que el Rambam le había pedido, a la que éste contestó en voz alta: “Un vino que ha sido tocado por un no judío no debe beberse, porque se ha convertido en vino nésej”. Dicho esto, se escabulló rápidamente entre el gentío. Los musulmanes, que habían escuchado el diálogo, se sintieron muy ofendidos. Estaban furiosos porque acababan de enterarse de que, para los judíos, el hecho de que ellos tocaran el vino era mucho peor que el contacto de un alimento con un gusano muerto. Quisieron matar a quien así había hablado, pero había desaparecido. Resolvieron buscarlo a cualquier precio hasta dar con él, pero todo fue inútil. No les quedó otra alternativa que la de plantear la situación al sultán.
En su huida, el Rambam llegó a la casa de una viuda que lo había albergado cuando él acababa de arribar a Egipto. Desde ese refugio seguía con atención todos los intentos que se hacían para hallarlo.
Enterado el sultán de lo que estaba pasando, envió a sus propios policías para participar en la búsqueda del hombre que tan gravemente había injuriado a los seguidores del islam. Quería llevarlo a juicio. Al ver que el tiempo pasaba y no aparecía, ofreció una importante recompensa a quien informara del lugar donde se escondía el ofensor, es decir, el Rambam.
El Rambam lo supo. Llamó a la dueña de la casa y le pidió: “Prepáreme agua caliente, porque deseo bañarme”. La viuda cumplió con lo que le pedía y al cabo de un rato le trajo un enorme recipiente de cobre lleno de agua. El Rambam tomó una piedra grande y la colocó en el centro del recipiente. Cerró la puerta, se sentó en la piedra y esperó.
El sultán había convocado para esa hora a un astrólogo a su palacio. El astrólogo comenzó su tarea e investigó todo el territorio de Egipto buscando al Rambam. Lo descubrió por fin y comunicó al sultán: “Lo veo. Está en una isla rodeada de una muralla de cobre, no lejos de aquí”.
“¿Es que hay cerca de aquí una isla tan rara y nosotros no lo sabíamos?”, se extrañaron el rey y sus sabios. El astrólogo se equivoca, pensó el sultán y llamó a otros. Pero no hicieron más que confirmar las palabras del primero.
La curiosidad del Sultán se hizo más y más viva. Se desesperaba por conocer el paradero del Rambam. Hizo anunciar: “El Rey pide al hombre que se esconde que aparezca ante él, prometiéndole una amnistía total y que no le ocurrirá nada de malo”.
El Rambam supo también del anuncio del sultán y resolvió presentarse ante él. Así lo hizo, diciendo:
—Soy el hombre que Su Alteza busca.
—¿Por qué ha hecho usted esto?
—Quise ser el médico del sultán y ganarme así la vida. De este modo logré atraer su real atención.
—Revéleme cuál ha sido su escondite.
—Cerca de aquí, en una casa muy próxima a este palacio.
—¿Por qué dijeron los astrólogos que estaba en una isla rodeada de una muralla de cobre?
—Era verdad. Estaba en un recipiente de cobre repleto de agua —explicó el Rambam, con una sonrisa en los labios. El sultán se dio cuenta de que tenía frente a sí a un hombre de inteligencia superior y conversó con él de diferentes temas. Minuto a minuto iba creciendo su admiración ante la sagacidad y la brillante personalidad del Rambam. Resolvió agregarlo a su equipo de asesores y hacerlo su médico personal.