El tiempo en la Torá
Hemos aprendido que nuestra experiencia en la vida se forma a través de etapas: la inspiración, la pérdida de inspiración y la lucha por recuperar la inspiración. También hemos visto que nuestras mentes y neshamot contienen elementos que corresponden con estas etapas. Profundicemos ahora en la naturaleza del tiempo a fin de descubrir la raíz de estas fuerzas. El resultado de hacerse sensible al tiempo de este modo será la capacidad para armonizar los elementos de la mente y la neshamá con los elementos del tiempo: cabalgar sobre las olas del tiempo.
El recipiente global que contiene al resto de la Creación es el tiempo. El tiempo es un medio que no es ni monótono ni unidimensional; fluye en ciclos que tienen pulsaciones de energía. Estos ciclos se corresponden exactamente a los diversos niveles de energía que mencionamos con respecto a la dimensión humana; o mejor, consitituyen el marco o continente de la dimensión humana; existimos en el tiempo y resonamos con él. Si pudiéramos aprender a sentir el flujo de estos ciclos de tiempo podríamos “sintonizar” adecuadamente nuestra energía espiritual y amplificar inconmensurablemente nuestro crecimiento espiritual.
El tiempo transcurre cíclicamente a través de unidades constituidas por instantes, horas, días, semanas, meses y años. De hecho, estos ciclos en realidad son espirales porque ningún instante es igual a otro; cada nueva visita a un mismo punto en el tiempo se corresponde su idéntico anterior, sólo que en un plano más elevado. El trabajo que se exige es “corregir” o llenar correctamente de energía cada punto; ningún punto se presenta jamás dos veces y, por ello, cada día de la vida humana, cada instante, precisa de un esfuerzo espiritual específico. El Néfesh Ha’jaim explica que shajarit (el rezo matutino) de hoy es completamente diferente del shajarit de mañana; hoy no es mañana y necesita su propio trabajo especial. Las mismas palabras tendrán mañana un efecto completamente nuevo. Estos puntos en el tiempo son nuestro más valioso capital; en realidad son nuestra vida misma.
En otros términos, cada instante está cargado con la energía específica para ayudarnos a lograr lo que debemos lograr en ese momento; el tiempo no es un molde pasivo en el cual grabamos nuestras acciones, sino la fuente de energía para esas acciones.
Analicemos esta idea. Por ejemplo, con frecuencia tenemos la idea de que celebramos el aniversario de ciertos eventos porque recordamos que tales eventos ocurrieron en esos momentos particulares y, por lo tanto, han hecho ese tiempo algo especial: celebramos Pésaj en la primavera porque el Éxodo ocurrió en tal momento. Pero de hecho lo contrario es cierto. La verdad es que el Éxodo ocurrió en ese entonces porque las fuerzas metafísicas del tiempo hicieron posible, e incluso necesario, tal acontecimiento. El tiempo es causa, no un observador. Simplemente hay que recordar que el patriarca Abraham comió matzá [pan sin levadura] en Pésaj a pesar de que en su época no había habido un Éxodo para conmemorar, y ni siquiera había aparecido aún el pueblo judío. Las energías de esa época del año exigen matzá, exigen Pésaj. Es cierto que los preceptos de Pésaj conmemoran el Éxodo, pero el Éxodo mismo, con todos sus detalles, es él mismo una expresión de las energías inherentes en el tiempo.
Y lo mismo aplica a cada Yom Tov [festival] y a cada día. Este es el significado profundo de la frase ba’yamim ha’hem ba’zmán ha’zé -“en aquellos días en esta época”: en esta época del año una energía equivalente a aquella que en ese entonces pulsó en el mundo está presente; nuestra misión no es conmemorarla sentimentalmente, sino utilizarla.
Por lo tanto, entendemos ahora que cada año es un círculo, cada uno de cuyos puntos es único. Cada punto de ese círculo es sumamente poderoso, genera olas de energía que hacen que ciertos eventos y logros se hagan posibles en ese punto mismo. Cada punto exige un cierto esfuerzo por parte de nosotros, tanto individualmente como a nivel de pueblo. El lapso de vida de cada individuo es un círculo o una espiral; cada uno de los días de nuestra vida exige una cierta sensibilidad, un cierto crecimiento, un logro específico. Hay oportunidades que se presentan en ciertos momentos que no se repetirán otra vez. Este es también el significado profundo de la declaración del Kohelet (Eclesiastés), la cual afirma que “para todo hay una época, y un momento para cada propósito…”
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Estudiemos ahora la unicidad que tiene la oportunidad propia de cada momento. El Talmud relata lo que sigue a la petición de Moshé Rabenu a Dios en el sentido de que Él le muestre más de Su gloria, de Su presencia. Dios se niega, arguyendo que Moshé no puede ver más.
Podemos imaginar la respuesta de Moshé: “Pero cuando estuve presente ante la zarza ardiente, Tú me ofreciste mostrármela y yo tuve miedo de ver. Ahora que me siento capaz de ver, por favor te pido que me reveles más.”
El Talmud cita la respuesta de Dios: K’she’ratziti lo ratzita; ajshav she’atá rotzé, eini rotzé -“cuando Yo quise revelarme a ti, tú no quisiste; ahora que tú quieres, Yo no quiero”. Allí mismo el Talmud cita una opinión que afirma que cuando Moshé había ocultado su rostro antes y había tenido miedo de mirar no había hecho nada malo. Su conducta había sido apropiada y digna de alabanza. Esto no era un castigo. Pero ése era el momento, y lo perdistes. Este ya no es el momento. ¡Qué lección en oportunidades perdidas!
En Shir Ha’shirim (Cantar de los Cantares) se declara: “Yo duermo, pero mi corazón está despierto; [escucho] el sonido de mi amado que llama: Ábreme, hermana mía, mi amada, mi paloma, mi pura… Ya me he quitado el manto, ¿he de ponérmelo de nuevo? Y me he lavado los pies, ¿he de ensuciarlos?” Y después de la demora: “Me levanté para abrirle a mi amado, pero mi amado se había ido…” Una pequeña pereza -una oportunidad perdida. Esa llamada en la puerta debe ser respondida.
Esto implica que la persona debe desarrollar una sensibilidad exquisita al flujo de energía del tiempo; debe saber qué cosa se puede lograr en cada momento. Los sabios de la Cabalá hablan de esto detalladamente. Los discípulos del Arizal, el cabalista que vivió en Tzefat hace más de cuatrocientos años, relatan que ya tarde en erev shabat, el viernes por la tarde, mientras se hallaban junto con su maestro en las colinas de Tzefat para recibir el Shabat, él de repente se volvió a ellos y dijo: “Vayamos a Yerushaláim.” Ellos se quedaron sorprendidos; sólo faltaban algunos momentos para la puesta de sol y Yerushaláim estaba a una larga distancia de Tzefat. Obviamente, él quiso decirles que serían transportados allá por encima del tiempo, quizás quiso decirles que algo mucho más grande pasaría que el simple hecho de que llegarían a Yerushaláim. Hubo un instante de titubeo en el grupo -alguien dijo algo acerca de avisar a su familia- y entonces el Arizal dijo con tristeza: “Es demasiado tarde.”
El más grande talmid (discípulo) del Arizal, Rabí Jaim Vital, relata el siguiente episodio en sus escritos. Después del fallecimiento de su maestro él se hallaba en Yerushaláim. Un día, el sultán de Yerushaláim se le acercó y le ordenó abrir las aguas del Guijón. El Guijón era un manantial subterráneo que fluía dentro de Yerushaláim, el cual, según cuenta el Talmud, había sido cerrado por el rey Jizquiyahu en contra de la opinión de los sabios de su generación.
Sabemos que el sellar o abrir estas aguas tiene un sentido más profundo que el técnico, pero por el momento destacaremos por lo menos el nivel superficial. El sultán sabía que el gran cabalista Rabí Jaim Vital tendría el poder espiritual para abrir el manantial, cerrado desde la antigüedad. Rabí Vital no quería hacerlo, pero sabía que su vida correría peligro si se negaba a ello, por lo que utilizando una técnica cabalística se transportó inmediatamente a Damasco.
Esa noche, su maestro, el Arizal, se le apareció en un sueño.
“¿Por qué te negaste hoy a abrir el Guijón?”, preguntó a su talmid.
“Tuve miedo de utilizar los nombres sagrados de Dios que eran necesarios para hacerlo”, Rabí Jaim respondió.
“¿Y cómo llegaste a Damasco entonces?”
Como es obvio, Rabí Jaim no tenía respuesta para eso. Entonces el Arizal le dijo:
“¿Sabes que tu alma es un guilgul (reencarnación) del rey Jizquiyahu y que tú vinistes al mundo para abrir de nuevo el manantial que habías cerrado tantos años antes?”
Solamente podemos imaginarnos lo que Rabí Jaim sintió. Él escribe que su reacción fue responder: “Mañana regresaré allá y lo haré.”
Pero el Arizal dijo: “No puedes hacerlo. Hoy era el día y ahora la oportunidad se ha ido.”
A pesar de que no es asunto nuestro profundizar demasiado en estos temas, de un modo palpable vemos aquí el gran poder que tiene cada momento específico. Al parecer, una de nuestras pruebas especiales es utilizar correctamente las oportunidades. No podemos perder el momento. Pero tampoco podemos ser dojek et ha’shaá -“forzar la hora”; demasiado pronto es tan inútil como demasiado tarde. La gente de Efraim abandonó Egipto pensando antes que el resto del pueblo judío, pensando que la hora de la redención ya había llegado. Se equivocaron, y como consecuencia de ello fueron aniquilados. El secreto consiste en elegir el momento propicio.
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¿Cómo puede uno saber cuál es el momento? ¿Cómo se vuelve uno sensible a las oportunidades? Sabemos que Dios nunca nos presenta dificultades demasiado profundas para que las aprovechemos; si estamos destinados a aprovechar una oportunidad dada, se nos proporcionará una alusión necesaria, a cada quien según su sensibilidad. Para alguien muy desarrollado espiritualmente, la alusión puede ser muy sutil: cuando el profeta Elisha (Eliseo) era todavía un joven que araba el campo de su padre, cierto día Eliahu (Elías), el más grande profeta y líder de esa generación, pasó cerca de él. Al pasar, arrojó su manto sobre Elisha. Eso fue suficiente. Elisha se despidió de sus padres y siguió al hombre que justo en ese instante se había convertido en su maestro, y finalmente se convirtió él mismo en un profeta y en uno de los más grandes hombres que han existido. Aderet Eliahu, el manto de Eliahu: eso fue suficiente. Elisha sabía que una mera alusión o un gesto de un gran hombre debe ser tomado en serio. Tales actos están cargados de significado. No puedo ignorar la llamada.
Un talmid del Jafetz Jaim cuenta la historia de su despedida de su Rebe. Siendo un hombre joven, cuando dejó la Yeshivá de Radún, fue ante el Jafetz Jaim para despedirse de él y pedirle una berajá (bendición). Al entrar ante la presencia del Jafetz Jaim, antes de prounciar una sola palabra, el Jafetz Jaim le dijo:
“Yo soy un kohén.”
El talmid se quedó paralizado. ¿Qué quería decirle con eso el Jafetz Jaim?
El Jafetz Jaim prosiguió: “Y tú no lo eres. ¿Sabes lo que eso significa? Te lo diré. Cuando el mashíaj [Mesías] llegue y el bet ha’mikdash (el Templo) sea reconstruido, todos iremos corriendo a él. Cuando tú llegues a las puertas, te dirán: -No puedes entrar; no eres kohén. Pero a mí sí se me permitirá entrar. ¿Sabes por qué? Porque hace miles de años, en el desierto del Sinaí, se cometió un gran pecado y había que vengar el honor de Dios. Moshé se levantó y gritó: Mi la’Hashem elai -‘¡El que esté de parte de Dios, a mí!’ Mis ancestros, la tribu de Leví, inmediatamente respondieron a la llamada y corrieron a su lado. Pero los tuyos no. Y yo soy descendiente de kohanim y tú no lo eres; ésta es la consecuencia y ésta es la diferencia entre tú y yo.”
Luego de una pausa, dijo las últimas palabras a su talmid:
“Algún día, en algún lugar de tu vida, allá fuera en el mundo, oirás la llamada mi la’Hashem elai -‘¡El que esté de parte de Dios, a mí!’ Cuando oigas esa llamada, ¡corre hacia él!
Akiva Tatz