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El Shofar Misterioso

(extraído de «El Narrador 4», © Edit. Kehot Lubavitch Sudamericana)

Esta historia -vivida por un niño judío de Moscú- tuvo lugar en plena Segunda Guerra Mundial. Los ejércitos alemanes habían ocupado ya vastos territorios de Rusia y se aproximaban rápidamente a Moscú. La mayoría de los judíos habían sido evacuados de la capital rusa hacia áreas de Asia Central, especialmente Uzbekistán y Kazakhstán. De los judíos que huyeron allí se oían historias terribles. Sufrían hambre, epidemias y otras insoportables penurias. Por eso nuestra familia, así como otras, todavia dudaba si abandonar Moscú o no. Pero en las Altas Solemnidades del año 5702 (1941) la situación en Moscú se tornó tremendamente seria. La sanguinaria espada alemana colgaba literalmente sobre nuestras cabezas. La atmósfera estaba saturada de dudas y terror mientras la Fuerza Aérea Nazi volaba libremente sobre los cielos de Moscú haciendo llover sobre nosotros su fuego mortal. El Kremlin hacia tiempo que estaba vacio, abandonado por el «poderoso» gobierno soviético. Todo el aparato gubernamental había sido trasladado a Kuibishev y la mano de hierro del ejército ruso gobernaba la ciudad.

Mi padre -descanse su alma en paz- decidió entonces que debíamos prepararnos para abandonar Moscú cuanto antes. El tiempo se nos estaba acabando mientras cada día seguían llegándonos perturbadoras noticias; un día, que el camino a Tashkent había sido cortado por los alemanes; al día siguiente, que el ferrocarril que conducía a Alma Atá (la capital de Kazakhstán) había dejado de funcionar.
Las posibilidades de evacuación disminuían rápidamente. Sólo permanecía abierto un último camino. Había un tren que aún recorría el tramo de Moscú a Bashkiria en Siberia. Durante los días de Sucot y Simjat Torá nuestros corazones estaban realmente perturbados, ignorando si nuestra ruta de huida de Moscú aún permanecería abierta. Papá mantenía nuestros ánimos en alto, recordándonos constantemente que no debiamos perder la esperanza, mientras decía: «¡Tengan fe! Di-s cuidará de nosotros. No desesperemos».

Toda la noche siguiente a Simjat Torá estuvimos muy atareados empacando a toda prisa nuestras modestas, posesiones. Y bien temprano por la mañana tomamos el tren que nos llevaría en ese largo y dificil viaje a «algún sitio en Bashkiria». El tren era en realidad una cadena de vagones de carga de mercancías y ganado que ahora se había llenado de refugiados. La única protección que teníamos contra el amargo frío provenía de una pequeña estufa de hierro ubicada en medio del vagón. Viajamos durante veintiún largos y cansadores días dentro de esos vagones, más bien semejantes a una celda de prisión. Pero éramos «afortunados», pues ese fue el último tren que abandonó Moscú antes de que las fuerzas alemanas cerraran está última vía de escape. Los sanguinarios nazis rodearon Moscú y por último bloquearon por completo la capital rusa. Finalmente se nos permitió abandonar el tren en una estación distante y desolada en Bashkiria. Allí todos fuimos cargados sobre viejos camiones y se nos llevó a una aldea a setenta kilómetros, de distancia.

Se trataba de una aldea tan aislada que sus habitantes jamás antes habían visto judíos. Y al escuchar que entre los recién llegados había gente que se hacía llamar «Ievrei» (hebreos, judíos) ¡todos vinieron a ver qué clase de criaturas eran, y si realmente tenían cuerno! Unos días después arribaron al lugar más familias judias y eso nos hizo sentir un poco mejor.

2.

De acuerdo a estrictas ordenanzas, nuestra familia pasaba todas las horas del día trabajando en el campo. De todas formas esa era la única manera de obtener algo de comida para no morir de hambre. De modo que teníamos papas, y de tanto en tanto incluso obteníamos harina. Pero su calidad era tan deplorable, que era inútil para hornear. Entonces la utilizábamos para cocinar, mas los knéidelaj que preparábamos con ella se adherían a nuestras encías y estómagos como masilla. El nombre de esta harina era tan peculiar como su gusto: «Zaterucha».

Así pasó un invierno difícil y un verano para nada placentero. Cuando los Iamím Noraím (Altas Solemnidades de Rosh HaShaná y Iom Kipur) se acercaron nuevamente, mi padre comenzó a preocuparse por el problema del «minián» (10 hombres mayores para rezar). No nos era posible organizarlo en el lugar donde nos encontrábamos, pero habíamos escuchado que en una aldea no muy distante se organizaría muy en secreto un «minián» para Rosh HaShaná y Iom Kipur.

Precisamente antes de Rosh Hashaná, cuando todos estábamos listos para ir, mi padre se enfermó seriamente y la idea de viajar a cualquier lugar quedó totalmente descartada. Mi padre estaba destrozado. Más que su enfermedad, lo perturbaba el pensamiento de «¡Cómo podremos estar sin escuchar el sonido del shofar en Rosh HaShaná! Pero conseguir un shofar en este olvidado rincón estaba sin duda fuera de todo cálculo. El patio alrededor de la casa en que vivíamos era bastante grande, silvestre y descuidado. No obstante, yo conocía cada palmo suyo, con sus matas y zanjas. Cierto día me sorprendió mucho ver en el patio algo que pensé que sin duda era irreal. ¡Ni más ni menos que la cabeza de un carnero, allí mismo, a mi pies! ¡Completa, con sus cuernos! ¡Un Angel de la Guarda debe haberla puesto ahí! ¡Ahora podríamos tener un shofar! Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Y quién se encargaría de ello? Pero lo importante era que teníamos los cuernos, así que ya hallaríamos la forma.

Antes que nada, sabía que debía ocultar mi tesoro. Encontré un sitio conveniente, confiado en que nadie lo encontraría allí. Afortunadamente mi cuñado nos visitaría pronto y yo tenía la certeza de que encontraría la manera de convertir en shofar a alguno de los cuernos. A duras penas pude esperar el arribo de mi cuñado. Inmediatamente le conté acerca de mi maravilloso hallazgo. Lo llevé al patio, cuando nadie andaba por allí, y fuimos al lugar de escondite. ¡Imaginen mi horror cuando miré en el pozo y vi que no habia rastros ni de la cabeza ni de los cuernos! ¡Estaba pasmado! ¿Cómo pudo haber sucedido? También me sentía avergonzado, pues seguramente mi cuñado pensaba que yo no estaba en mi sano juicio y que soñé todo lo sucedido, porque el tema me tenía muy preocupado.

Días enteros estuve como en medio de una bruma. Me sentia totalmente miserable y no hallaba paz.
Días después estaba caminando por el patio cuando de pronto… ¡ahí, frente a mis ojos, estaba «mi» cabeza de carnero, con los cuernos y todo, como si me esperara allí desde los Seis Días de la Creación!
Esta vez no iba a correr riesgos. Me quité la camisa y envolví en ella la cabeza del carnero. Corrí con ella en mis brazos y se la entregué a mi cuñado, que justo en ese momento salía hacia su trabajo. No se detuvo a hablar conmigo, pero la llevó consigo al campo donde cortaba trigo. No era una tarea fácil, pero mi cuñado, como yo sabia, era una persona que se daba maña para todo. Logró cortar uno de los cuernos, vaciarlo, limpiarlo, ¡y el resultado fue un shofar de lo más kasher y hermosos

Ni siquiera debió ocultar qué era lo que estaba haciendo. Explicó a los demás obreros que estaba fabricando un instrumento musical, una especie de flauta, ¡y ellos lo observaban trabajar con gran interés y aprobación!

El primer día de Rosh HaShaná, el pequeño grupo de judíos se reunió en nuestra casa. Mi pobre y enfermo padre hizo un esfuerzo sobrehumano para levantarse de la cama. Con renovadas fuerzas que extrajo de su determinación y voluntad, entonó las bendiciones que se recitan antes de hacer sonar el shofar, para luego hacerlo sonar de manera intachable. Cuando los sonidos de este maravilloso shofar enviado del Cielo llenaron la habitación, todos los judíos presentes, jóvenes y ancianos, respondieron al mismo tiempo con un torrente de lágrimas. La mayoría lloraba por sus propios problemas. Muchos habían perdido hermanos, hermanas, padres, hijos. También lloraban, seguramente, pues el sonido del shofar los había despertado a arrepentirse. Oraban tan fervientemente como lloraban. Y no faltaban razones para hacerlo. Yo también lloré, aunque no estaba muy seguro de por qué las lágrimas rodaban sobre mis mejillas. Después de la Guerra trajimos con nosotros a Moscú este extraño shofar. Lo cuidamos como si se tratara de nuestros propios ojos.

Una noche negra, la «N.K.V.D.» (Policía Secreta) de Moscú arrestó a mi querido padre y lo envió a prisión. Se llevaron todos los sefarím (Libros Santos), así como también el shofar que había llegado a nosotros de una manera tan extraña y que nos fue quitado en circunstancias más crueles aún. Algún tiempo después la Policia nos notificó que podíamos retirar las pertenencias de mi padre. Yo me encargué de hacerlo. Los sefarím estaban allí, mas no el shofar. Cuando pregunté por el shofar, me contestaron que no sabían nada de él. No tenían constancia de un objeto así.

Ahora, cada Rosh HaShaná, al oír el sonido del shofar, sigo escuchando todavía el memorable sonido de aquel shofar detrás de la Cortina de Hierro, que parecería haber venido del Cielo y, probablemente, fue llevado nuevamente allí.

 

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