El Rambam y el Raabá (Rabí Abraham Ibn Ezrá)
Como hemos dicho, el gobernante egipcio reconoció plenamente la grandeza del Rambam y lo designó médico de la corte. Desde entonces el sabio debió dedicar a la familia real muchas horas de su precioso tiempo y su agenda diaria se hizo aún más pesada.
Por aquel entonces estaba en Egipto uno de los más grandes poetas del judaísmo sefaradí, Rabí Abraham Ibn Ezrá, el Raabá. Era un distinguidísimo sabio en Torá y en ciencias; se destacaba en poesía, filosofía, astronomía, idiomas y en otros muchos terrenos. Escribió libros sobre diversos temas. Pero, pese a sus enormes conocimientos, fue siempre muy pobre.
El Raabá nació en España, de donde se vio precisado a salir cuando los almohades llegaron al poder. Yendo de un lugar a otro, recorrió muchas naciones.
Entró a Egipto poco después de que el Rambam hubiera sido nombrado médico del sultán.
Al enterarse de la sabiduría y posición del Rambam, el Raabá quiso encontrarse con él. Deseaba conversar con el sabio sobre temas de Torá y también pedirle ayuda económica, que necesitaba urgentemente.
Sin embargo, pese a todos sus esfuerzos, no lo conseguía. El Rambam estaba tan ocupado que el Raabá nunca lo encontraba en su casa. Las cosas llegaron a tal punto que el poeta escribió un verso sobre sus intentos fallidos: “Me levanto temprano para ver al Ministro y me dicen que ya montó. Llego al atardecer y me dicen que ya duerme. O cabalga o descansa. El pobre ha nacido sin estrella”.
Pero no se rindió, sino que se las ingenió para salirse con la suya de un modo muy personal. Había oído que el Rambam era capaz de diagnosticar un mal con sólo mirar al paciente. Lo tomó en cuenta y se presentó en el consultorio haciéndose pasar por un enfermo más.
En la clínica del Rambam había muchas camas, en las que se iban instalando los pacientes a medida que llegaban. El Raabá se ubicó en una de ellas y esperó con impaciencia la visita del doctor.
Por fin el Rambam penetró en la sala. Fue pasando de enfermo en enfermo, anotando en un papel lo que había de administrarse a cada uno. Al llegar el turno del Raabá, lo miró como a los otros y escribió la correspondiente receta.
Finalizada la visita, los ayudantes recogieron como de costumbre las notas de su amo y fueron entregando las medicinas indicadas. Al tomar la receta que correspondía al Raabá, comprobaron, sorprendidos, que decía: “Dense a este enfermo cuatrocientos dinares de plata de mi caja personal. Con ellos se curará”.
Se dice también que ambos sabios se hicieron muy amigos. Mientras el Raabá permaneció en El Cairo fue visitante asiduo del Rambam, que proveía todas sus necesidades.
Una vez el Raabá sintió una molestia en la vista. Trató de curarse solo, pero notó que el trastorno se iba intensificando y buscó la ayuda de su amigo. Le esperaba una amarga desilusión: contra su costumbre, el Rambam se comportó muy mal con él. El Raabá se quejó de dolores en los ojos y el Rambam casi no le prestó atención. Se alejó de él sin saludarlo y ordenó a uno de sus ayudantes: “Encierre a este hombre en el corral de las bestias, porque eso es lo que le conviene”.
El ayudante cumplió rápidamente el mandato de su amo y antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, el Raabá se vio encerrado tras las puertas del corral, muy bien atrancadas.
El Raabá suspiró entre sollozos. “¿Qué ocurre ahora? ¿Por qué?”, se preguntaba, desesperado. “¿Quién hubiera esperado que mi amigo, mi benefactor, fuera capaz de hacerme una cosa así, por mero capricho?” El Raabá pasó llorando toda la noche. Ni por un momento pudo cerrar los ojos.
Al amanecer se abrió bruscamente la puerta y en el vano se destacó la silueta del mismísimo Rambam.
—¿Cómo estás, amigo mío? —preguntó alegremente, en el mismo tono en que habitualmente hablaba con el Raabá.
Admirado, el Raabá lo miró. No estaba seguro de si vivía un sueño o una realidad.
El Rambam, sonriendo, le explicó:
—Cuando apareciste ayer tarde por mi casa me di cuenta enseguida de lo que te estaba pasando en la vista y cómo tenía que curarte. Sabía por experiencia que el mejor remedio en este caso era la humedad de tus propias y abundantes lágrimas, que arrastrarían consigo, lavándolo, todo vestigio del mal. Por eso obré de ese modo, para conseguir que lloraras mucho. Realmente, ahora que te miro veo que tu enfermedad ha desaparecido totalmente.
Después que el Raabá hubo dejado Egipto para continuar su peregrinar, ambos siguieron en contacto epistolar. El Rambam leyó los escritos y comentarios del Raabá y quedó tan admirado de la alta calidad de los mismos que ordenó a su hijo estudiarlos tan a fondo como le fuera posible.
Gracias los temas son muy interesantes Shalom.