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El mendigo de cigarrillos

Todos en Jerusalén conocían al viejo Berl Zlodowitz. El pobre y viejo Berl, un alma solitaria que vivía en un asilo de ancianos en uno de los nuevos vecindarios fuera de los muros de la ciudad.
Se rumoreaba que allá en Rusia, antes de la Revolución, Berl había sido un hombre adinerado, con un imperio de fábricas textiles en Minsk y proyectos filantrópicos por todo el mundo. Algunos hasta dijeron que él había construido la institución misma cuya caridad ahora lo alojaba y alimentaba.
Si estos rumores eran ciertos, nada quedó de su gloria anterior. Berl era la sombra de un hombre, desvalido y solitario, cuyas excentricidades lindaban con lo patológico.
Tomen, por ejemplo, su inevitable hábito de mendigar cigarrillos. Si pasabas junto a Berl por la calle, inevitablemente estiraría su mano y humildemente pediría:
«Por favor, ¿puedes darme un cigarrillo?»
Nadie lo vio fumar jamás estos cigarrillos, ni hubiera sido posible que los fumara todos; debe haber mendigado unos cien cigarrillos cada día.

Pero entonces, un día, el viejo Berl sufrió una transformación. Había una sonrisa en sus ojos, un regocijo en su caminar, hasta su vieja espalda encorvada pareció haberse enderezado un poco. Comenzó a hablar con la gente, e incluso dejó de mendigar cigarrillos. Repentinamente se reveló como un anciano vivaz, de mente lúcida y espíritu saludable.
Un sólo hombre conocía la historia que se ocultaba detrás de la metamorfosis de Berl. Su nombre era Rabí Iejíel Mijl Tikochinsky, y dirigía las instituciones «Etz Jaím» de Jerusalén que incluían al hogar de ancianos donde Berl vivía. Sólo años después, luego de que el anciano pasara a mejor vida, Rabí Iejíel dio a conocer lo que sabía de Berl Zlodowitz.

La relación de Rabí Iejíel con Berl se remontaba a muchos años atrás. Se encontraron cuando el Rabí estuvo en Minsk para recolectar fondos para sus obras de caridad. Berl lo había recibido en su lujosa oficina y había aceptado patrocinar la edificación y el mantenimiento de un hogar para los ancianos y desvalidos de Jerusalén.
Berl continuó manteniendo correspondencia con Rabí Iejíel y enviando su promesa anual hasta que todo contacto entre ellos se interrumpió al estallar la Gran Guerra de 1914.
La próxima vez que Rabí Iejíel vio a Berl, éste era un refugiado indigente golpeando a su puerta en Jerusalén.
No es preciso decirlo, el anterior patrono recibió una habitación en el asilo, y toda sus necesidades fueron cubiertas en la mejor medida de las posibilidades de la institución en esos años de escasez.
Rabí Iejíel solía venir cada día para sentarse unos minutos con Berl, y su corazón se apenaba al ver a su viejo amigo, cuyos problemas lo habían quebrado en cuerpo y espíritu.

Una mañana, cuando Rabí Iejíel tocó a la puerta de Berl, fue recibido con una amplia sonrisa, algo que no había visto sobre la cara de su amigo en veinte años.
«Reb Iejíel», dijo Berl, notando la sorpresa del Rabí, «hoy se me he dado una nueva chance en la vida. ¡Este es el día más feliz de mi vida!
«Siéntate, Reb Iejíel», continuó el anciano, «y déjame contarte un poco de mí. Tú sabes quién fui yo y qué soy hoy, pero no sabes cómo sucedió. Yo sí lo sé. Sólo puedo culparme a mí mismo. Di-s me había bendecido con riqueza y buena fortuna, y yo no supe hacer uso apropiado de Sus bendiciones. Sí, di generosamente para caridad; sí, mis fábricas proveían de sustento a centenares de familias judías; pero yo era ciego, ciego a la verdadera importancia de mi riqueza, ciego a mis responsabilidades hacia Di-s y hacia el hombre. Pensé que mi riqueza era mía, mi derecho por mi genio y esfuerzo. Pensé que mis obreros me debían sus vidas por las escasas monedas que les daba para alimentar a sus familias. Fui un tirano que usó su poder para aplastar a quienes no lograban complacerme. Si un obrero llegaba tarde al trabajo o se mostraba flojo en el cumplimiento de las expectativas que había puesto en él, lo fustigaba, rebajaba su salario, y lo amenazaba con despedirlo, amenaza que frecuentemente llevé a cabo pues no había escasez de hombres fuertes y sanos apiñándose en las ciudades y suplicando un empleo.
«Tiemblo al pensar en cuántas vidas hice miserable con mi crueldad. Virtualmente todas las fábricas en Rusia operaban de esta manera. Pero, ¿excusa eso mi comportamiento?

«Un incidente habría de perseguirme luego durante muchos años. Un obrero había llegado al trabajo diez minutos tarde. Lo cité a mi oficina. Cuando el hombre murmuró algo sobre una esposa enferma, yo le dije fríamente: `Pues tu esposa está enferma. ¿Qué me importa eso a mí?’ y lo envié de regreso a trabajar después de deducir de su salario media jornada, como claramente lo estipulaban las reglas pegadas sobre la puerta de la fábrica.
«En mi mente, este incidente marcó el punto decisivo de mi vida. Muy poco después los bolcheviques me despojaron de todas mis pertenencias. De alguna manera logré evitar el arresto cuando los industrialistas de Minsk fueron detenidos. Escapé a través de la frontera hacia Polonia y llegué hasta Jerusalén.
«Aquí encontré refugio y respiro, pero no tranquilidad. Me sentía acosado, no por los recuerdos de mi riqueza perdida, sino por el tipo de persona que ésta había hecho de mí. Seguí pensando en el obrero que toda la noche había atendido a su enferma esposa, sumisa y humildemente de pie ante mí en mi oficina, suplicando por su trabajo. ¿Qué se sentía al estar a merced de otro ser humano, al ser humillado por insensible indiferencia a tu destino? Tenía que saberlo. Sentí que hasta que yo no experimentara lo que hice vivir a ese hombre, no hallaría expiación para mi alma.
«Así que decidí convertirme en un mendigo. No quería juntar dinero –detestaba tratar con esa despreciable cosa– y todas mis necesidades me eran generosa y respetuosamente provistas por tu institución. De modo que mendigué cigarrillos. Durante muchas horas cada día me paraba en la calle, pidiendo cigarrillos a los transeúntes. Pero estos me trataron con bondad, quizás porque habían oído de quién era yo o por compasión a un viejo algo tocado de la cabeza.
«Esta mañana, me acerqué a un caballero elegantemente vestido y le pedí un cigarrillo. El hombre me contempló fríamente y dijo: `Pues quieres un cigarrillo. ¿Qué me importa eso a mí?’ Sus palabras, y especialmente el tono en que se dijeron, cortaron en lo más profundo de mi alma. Nunca había sido humillado tanto. Por un momento sentí que yo no era nada, que mi existencia no valía absolutamente nada. Y entonces un helado temblor pasó por mi espalda. ¡Porque éstas eran exactamente las mismas palabras que yo había dicho a ese obrero en mi fábrica hacía más de veinte años! Repentinamente sentí una alegría increíble. El círculo se había cerrado. Ahora podía morir en paz, sabiendo que Di-s había aceptado mi arrepentimiento…».

(extraído de la enseñanza semanal, www.jabad.org.ar).
(gentileza gráfico http://oilpaintingartwork.com

 

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