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El Divorcio de un Amigo

Extraido de Jabad Magazine

La infidelidad y sus consecuencias no es un tema más. La Torá no mira hacia otro lado. El judaísmo tiene mucho para decir acerca de ello y por sobre todo, posee normas que ayudan a evitar este terrible flagelo que golpea a la familia.

La Torá ve la atracción entre el hombre y la mujer como algo natural, el deseo como algo fuerte y poderoso. No solo aprueba esta atracción sino que exalta el resultado de esta unión dentro de un marco sano y amoroso. Sin embargo, limita este impulso a los confines de una vida sagrada, dentro del sacro lazo del matrimonio.

La Torá comprende muy bien que este impulso proviene del instinto animal de la persona; la razón y la espiritualidad no son su hábitat natural. Posee una vida propia. Una fuerte vitalidad. Es por esto, que para restringir y dominar esta expresión y mantenerla dentro los senderos apropiados, la Torá nos provee de “cercos” que protegen al deseo sexual de su mismo poder.

Algunos de estos cercos tienen que ver con la idea de desalentar al hombre y a la mujer a ser persuadidos por situaciones potencialmente propicias a la intimidad. Por ejemplo, a un hombre y una mujer solteros no se les está permitido estar a solas dentro del mismo cuarto. Si por algún motivo deben estar juntos, como sería el caso de una situación laboral, la puerta debe mantenerse abierta. Existen numerosas circunstancias en las que se permiten interacciones diarias, pero de un modo que desalienta y afortunadamente previene una intimidad fuera de lugar.

La Torá también comprende que este deseo físico sobreviene de diferentes maneras y con diferente intensidad, algunas personas tal vez necesitarían un cerco extra para no meterse en problemas.

La Torá, sin embargo no tiene una lista de regulaciones particulares para cada individuo. Cuando se crea un cerco en contra de alguna tendencia sexual específica o alguna situación potencialmente comprometedora, la Torá aplica este cerco a todos por igual. Este concepto puede parecer o sentirse como un “castigo colectivo” donde todos sufrimos estas molestas restricciones, nos sintamos bien de aplicarlas o no. Pero mi perspectiva ha cambiado recientemente.

Un viejo amigo de la secundaria se está divorciando. El culpable: adulterio. Un romance entre dos compañeros de trabajo. No deseo entrar en detalles, solo diré que es una persona a la cual conozco mucho, ya desde antes de hacerme religioso, alguien con quien he estado en contacto y por cuyos hijos me he interesado a través de las décadas.

Ya desde aquellos días en el secundario, él era un muchacho que continuamente rechazaba las costumbres pasadas de moda, para quien el derecho de expresión individual y auto-actualización eran los ídolos de la vida moderna. Un maestro de su fe, creía que tenía el control de sus emociones, pensaba que dominaba sus deseos e instintos. Las reglas nunca se aplicaron a él. Las cuestiones morales eran una adquisición independiente. Los años pasaron, y encontró mi vida religiosa extraña, atractiva y curiosa. Era tan liberal que hasta aceptaba mi observancia sin imponer desafíos, para el era una expresión de mi derecho a vivir la vida que yo deseaba.

Cuando oí sobre su latente divorcio, no se me ocurrió otra cosa que creer que su pensamiento había sido afectado por sus decisiones. Mientras este hombre casado pasaba más y más tiempo con su compañera de trabajo, (también casada) quedándose hasta altas horas de la noche trabajando, realizando viajes de negocios y celebrando victorias comerciales, yo podía oír en su voz un tono de persuasión que le aseguraba a si mismo que sus motivos eran puros y sus pasiones estaban bajo control, sus matrimonios eran inviolables a la tentación o a la destrucción.

Según él, sólo cuando la situación pasó impulsivamente todos los límites, él y su compañera de trabajo se vieron bajo un aprieto. El adulterio y la traición golpearon con devastadoras consecuencias. Hijos y esposos heridos para siempre. La pareja se vio trágicamente enredada en una situación que no tenía vuelta atrás.

Yo estaba muy disgustado por las noticias; preocupado por su esposa e hijos; asustado por la fragilidad de las relaciones humanas, por la susceptibilidad de los sentimientos y las emociones. A pesar de sus peculiaridades e idiosincrasia, mi viejo amigo era un buen muchacho. Una persona consciente, con una linda familia. Sus puntos de vista y sus filosofías no eran más que un producto del momento y él recibía opiniones de su propio pensamiento. El fue tanto el perpetrador como la víctima.

La combinación de deseo y soledad (según él, ya había problemas dentro de su pareja que contribuyeron a la situación) ubicaron a estas dos personas en un camino sin retorno. Un camino que cualquier persona sin barreras podría haber pisado. Liberado de estas barreras inexistentes, la lujuria y la soledad, la pasión y la aventura encontraron un campo fértil dentro de la privacidad de las reuniones de negocios a puertas cerradas, los almuerzos, los viajes de negocios y los incontables momentos de potencial intimidad que componen las ilimitadas relaciones que para la Torá no están permitidas. Si esto le pudo pasar a él, le puede pasar a cualquiera, Di-s no lo permita.

Mis pensamientos iban y venían entre el dolor por las dos familias, el enojo contra mi amigo, la compasión por su situación, y un abrumador sentimiento de terror al ver la creciente estadística de divorcios y la destrucción que esto trae aparejado. Pensé profundamente cuánto valoraba a mi familia, cuán responsable me sentía por sus hijos. Me avergoncé por el dolor causado por la ruptura de su matrimonio y por la de tantas familias. Fue en ese instante en el cual logré una nueva mirada dentro del punto de vista que plantea la Torá.

La ley judía no prescribe un castigo colectivo por el mal comportamiento de una minoría. No nos fuerza a observar incómodas restricciones para expiar los aberrantes pecados de las tendencias de unos pocos.

Más bien, mi voluntad de vivir con ciertas barreras y de restringir mi comportamiento, aún si creo que estas limitaciones se aplican o no a mi visión personal sobre la tentación, es parte de un consenso común y de una responsabilidad colectiva de proteger a cualquier familia judía en el mundo.

Tan trágica es la situación de una familia destruida, que la Torá nos pide a cada uno de nosotros que contribuyamos, poniendo nuestro granito de arena, para proteger a la institución judía más sagrada: la familia. Tan devastadora es la disolución de una sola familia que se nos pide que participemos con entusiasmo en el mantenimiento de normas comunales de comportamiento que nos defiendan del dolor y el daño que pudieran causar estas disoluciones.

Como miembros de la gran familia judía, todos compartimos de manera equivalente el bienestar de nuestros hermanos y hermanas, de sus uniones y de sus familias. Observar y adherir a estas limitaciones no es un acto de sumisión, es un acto de cooperación y participación común.

Es en este espíritu que observamos las leyes y limitaciones del comportamiento, tanto por el bienestar de nuestras propias familias, como por el bien de algún niño, cuyo padre se encuentra solo en un ascensor o detrás de la puerta cerrada de una oficina con una mujer atractiva, el cual podría ser llevado en algún momento a someter a su hijo a la terrible situación de caos que conlleva el divorcio. No importa cuan diferentes puedan ser los escenarios, no importa si las posibilidades son remotas, voluntariamente adherimos a estas incómodas, pesadas y tediosas barreras por solo hecho de salvar una familia o prevenir el daño de, aunque sea, un solo niño.

Más que ver estas leyes como un castigo colectivo, tomo a estas barreras como guardianes de mi gente, protectores de mi familia, tanto de la pequeña familia a la que llamo propia como a la gran familia que llamo pueblo judío.

Dentro de la tormentosa, complicada, confusa y comprometida vorágine de la vida moderna, gracias a Di-s poseemos una isla de verdad, de sabiduría y de prácticas en las cuales mi familia, e incontables otras familias, encuentran sensatez y protección dentro del mar de la locura mundana. Una isla llamada Torá, con cercos que nos rodean y nos mantienen a salvo dentro de cualquier camino que tomemos.

Jay Litvin

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