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Educación y Herencia I: Una búsqueda americana

Extraido del libro El Resplandor del alma judia

 

En cada cultura, la transición de la niñez a la vida adulta puede ser muy dolorosa, pero en nuestra sociedad este paso es todavía más turbulento, ya que se hace sin una estructura adecuada o una guía tradicional. Si se quiere lograr la madurez de los niños, la familia debe proporcionar el apoyo y la dirección necesarios. Toda nuestra religión está basada en este concepto: la transmisión de una herencia de generación en generación, la unión eterna que ata al padre con el hijo, a la madre con la hija.

Si el judaísmo auténtico ha tenido dificultades para echar raíces en Estados Unidos es en parte debido a la erosión de la familia. Es difícil relacionarse con un Padre Celestial sin haber establecido primero una relación con un padre terrenal. Es mediante nuestros ancestros que nosotros, el Pueblo Judío, hemos aprendido a comunicarnos con nuestro Dios. Son sus nombres los que invocamos cuando nos levantamos tres veces diariamente para nuestros rezos en meditación silenciosa y es por el nombre de nuestros padres que somos identificados cuando somos llamados a la Santa Torá. Pero, tristemente, la generación actual no conoce sus nombres judíos, y mucho menos el de sus padres.

Está escrito que cuando el Rey Salomón erigió el Templo en Jerusalén, intentó traer el Arca Sagrada al Santuario, pero las puertas estaban cerradas y no se abrían para él.
El Rey Salomón empezó a rezar y entonó himnos de alabanza a Dios, pero las puertas permanecían cerradas. Entonces Salomón elevó su voz y ordenó:
-¡Ábranse puertas, permitan que el Señor de los Ejércitos entre!
Aun así, las puertas permanecían cerradas.
Desesperado, Salomón gritó: -¡Dios Todopoderoso, recuerda la rectitud de David, mi padre!
Instantáneamente las puertas se abrieron y el Arca Sagrada fue llevada al Santuario.

Hay momentos en la existencia de todo hombre cuando las puertas de la vida se cierran ante él, cuando se siente atrapado y desesperanzado. Si en esos momentos tan sólo pudiera repetir las palabras de Salomón, sus ancestros aparecerían, le mostrarían el camino y lo conducirían a esas aguas tranquilas que su alma desesperadamente anhela. Pero alejado de su padre, sin conciencia de su pasado, el hombre contemporáneo no sabe cómo recordar la rectitud de sus antepasados. No obstante, si va hacerlo, no tiene más recurso que encontrar su camino de regreso, ya que solamente por ese camino eterno podrá descubrir a su Creador y vivir.

Es este camino el que yo descubrí un invierno en la casa de mis abuelos en Nadudvar. Los momentos que pasé con ellos están entre los más felices de mi niñez. Todavía puedo verlos de pie en frente de su gran casa, esperando nuestra llegada. A medida que nuestra carreta jalada por caballos se acercaba, ellos alegremente corrían hacia nosotros y nos abrazaban. Cuando estábamos parados ahí, envueltos en su amor, estábamos convencidos de que éramos los niños más afortunados.

-Mi teire kinderlaj, mis preciosos pequeños -mi abuela decía, mimándonos mientras nos conducía a su casa-. ¿Quieren comer? ¡Tengo todo preparado para ustedes!
Ansiosamente la seguíamos a su enorme cocina, con la boca echa agua en anticipación a las muchas exquisiteces que sabíamos nos esperaban. En la casa de mis abuelos cada comida era una fiesta y cada día una aventura en un mundo maravilloso.

En retrospectiva, parece extraño que nosotros de niños experimentáramos tanta emoción ahí, porque, para ser franca, no había mucho para mantenernos divertidos, pero mis abuelos siempre encontraban una forma maravillosa de encender nuestra imaginación. Había un cofre de tesoros especial que mi abuela tenía solamente para nosotros, «sus preciosos pequeños». Era una caja grande llena con toda clase de cosas fascinantes: botones de varias formas y colores, trozos de lazo y cordón, chucherías sin valor o importancia, pero para nosotros eran maravillosas y mucho más emocionantes que los caros juguetes que se encuentran actualmente en las guarderías.

Lo que recuerdo más vividamente de esos años de mi niñez son los momentos cuando mi abuelo me permitía acompañarlo a su estudio. Adoraba esas visitas a su biblioteca. Me encantaba sentarme en sus piernas, jugando mis juegos silenciosos al rítmico sonido de su dulce voz cantando pasajes de los Libros Sagrados. Y cuán especial me sentía cuando por un momento él interrumpía sus estudios, se servía un poco de té caliente y me hacía señas para que le trajera un plato con pequeños cubos de azúcar.
-Gracias, mi preciosa pequeña -sonreía y tomaba el plato con los cubos y me subía a sus piernas-. Es tiempo de que tú yo tomemos un refresco.

¿Cómo puedo transmitir la alegría que sentía al romper esos deliciosos cubos y sorbía del caliente líquido dorado? ¿Cómo puedo relatar esas maravillosas historias que mi abuelo me contaba y cómo puedo comunicar la seguridad y satisfacción que experimentaba cuando él me sostenía en sus brazos y me quedaba dormida, con su larga barba blanca cubriendo mi cabeza?

Mi abuelo era un hombre santo, un rabino, un sabio. Su hermosa cara siempre radiaba bondad y paz interna. Nunca lo vi perder la calma, mostrar enojo o incluso molestarse. Era un hombre de Dios y su misma presencia comunicaba serenidad, calidez y santidad.

Una fría mañana de invierno, me aventuré sola al estudio de mi zeide. Esperaba que me sentara sobre sus rodillas y compartir un poco de té nuevamente con él, pero cuando abrí la puerta me asusté terriblemente. Mi zeide estaba sentado en su silla, los enormes libros estaban abiertos ante él, pero en lugar de cantar la melodía con la que usualmente estudiaba Torá, mi zeidy estaba llorando.
Con pánico, corrí con mi padre.
-¡Tati! ¡Tati! Algo horrible debe haber sucedido. ¡Zeide está llorando!
Mi padre me tomó de la mano.
-Vamos, mi niña -me dijo consolándome-. Vamos a pasear afuera y te voy a explicar todo.

Mientras mi padre me ponía mi abrigo de invierno y las botas, noté también que sus ojos estaban húmedos con lágrimas. Lentamente empezamos a caminar, pero debido a que la nieve estaba muy profunda, mi padre me ordenó que caminara detrás de él y siguiera sus huellas. Habíamos caminado un pequeño tramo cuando mi padre se detuvo y me señaló el camino que habíamos hecho en la fresca y limpia nieve. Inclinándose hacia mí, me preguntó amablemente:
-¿Sabes por qué caminé delante de ti?
-Sí -repliqué rápidamente-, para que yo no me cayera, para que pudiera seguir tus huellas.
Mi padre afirmó con los ojos expresando satisfacción con mi respuesta.

-Pero no es sólo en la nieve profunda donde un padre debe hacer un camino para sus hijos. Hay otro camino, un camino que tú, mi niña, no entiendes todavía. Es un camino que está lleno de adversidades, un camino en el que muchos se internan solamente para perderse. Es ese camino el que tu zeide está preparando para nosotros con sus lágrimas. Cuando tu zeide estudia los Libros Sagrados, él no sólo estudia a fin de adquirir conocimiento para él mismo, sino que estudia a fin de hacer el camino para nosotros, sus hijos. Expresa un rezo y deja salir una lágrima para que todos nosotros seamos estudiosos de la Torá, seguidores de los mandamientos de Dios y así afirmar nuestra herencia.

Yo era entonces solamente una pequeña de cinco años. No entendía completamente la importancia de las palabras de mi padre, pero el recuerdo de las lágrimas de mi zeide nunca me abandonó y en los momentos difíciles escuchaba la voz de mi padre susurrando, alentándome: «Es fácil. Tu zeide hizo el camino por nosotros. Solamente tienes que seguir sus huellas».

Todo sucedió hace muchos años, antes de que los secuaces de Hitler destruyeran la hermosa casa de mis abuelos, antes de que mis amados zeide y buba, junto con muchos de mis pequeños primos, fueran deportados a Auschwitz y lanzados a las llamas. Un solo sobreviviente nos relató que mi zeide se rehusó a abandonar a sus pequeños nietos y con su último respiro trató de protegerlos de los gases venenosos. Estoy segura que cuando hizo eso, sus lágrimas continuaban cayendo y pensó en nosotros, sus preciosos pequeños, y pavimentó el camino para otra generación.

Con el paso del tiempo, el Todopoderoso, en Su infinita misericordia, me otorgó el privilegio de dar vida a mi primer hijo y en medio de mi alegría recordé esas lágrimas. Llamé a mi hijo Yisrael en recuerdo a mi zeide y recé para que él, junto con todos mis hijos, puedan continuar caminando por ese camino bien andado, que él pueda continuar sobre las huellas y se convierta en otro eslabón de esa gloriosa herencia.

Años más tarde, cuando mi hijo hizo su bar mitzvá, mi querido padre le citó el pasaje bíblico asignado para ese Shabat: «Ahora Yisrael, ¿qué es lo que el Señor tu Dios quiere de ti? Solamente que reverencies al Señor tu Dios, que camines en Su camino» (Deuteronomio 10:12).
-¿Es la reverencia a Dios un asunto tan simple -mi padre preguntó- que la Biblia lo minimiza usando el diminutivo solamente?
Y del mismo modo que planteó la pregunta, él respondió diciendo:
-Sí, es un asunto simple para ti, mi hijo, ya que tienes un abuelo que pavimentó el camino. Tú necesitas solamente seguir sus huellas.

El nombre de mi padre es Abraham y, mientras él hablaba, podía haber jurado que escuchaba la voz del primer Abraham. Mis abuelos, mis antepasados, fueron fusionados en uno. Miré a mi hijo y fui invadida por un indescriptible sentimiento de alegría. Quería gritar y proclamar: «¡Escucha mundo! Mi zeide Yisrael, que fue lanzado a las llamas de los crematorios, nunca pereció. ¡Mi hijo está caminando sobre sus huellas!»

Cada uno de nosotros en su pasado tiene un abuelo que pavimentó el camino por nosotros con lágrimas de amor. Ese camino está esperando ser descubierto, para conducirnos de regreso a nuestras raíces, a nuestra herencia.
Pero, ¿cómo? ¿Cómo descubres el camino eterno? ¿Cómo extraes algo de esa fuente de sabiduría? ¿Cómo haces, en realidad para abrir esas puertas antiguas de los padres?

Roy Neuberger, hijo (quien en la actualidad es nuestro presidente de Hospitalidad de Hineni), era en 1974 editor de un periódico del norte de Nueva York. Estaba escribiendo una historia sobre el fenómeno del renacimiento del judaísmo. Cuando vino a entrevistarme, me presentó ese mismo desafío.

Invité a Roy a abrir los Libros Sagrados y, a medida que estudiaba, descubrió que él, Roy, un americano, era parte del más grande drama que se desplegaba en los anales de la historia. Sus antepasados habían sellado el Pacto con Dios y, con la Biblia en mano, fueron a las cuatro esquinas del mundo para convertirse en una bendición para toda la humanidad. Pero esta dispersión era solamente el preludio de un destino más grande que verá a su pueblo regresar a la tierra para convertirse en luz para las naciones e introducir paz para toda la humanidad.

Por primera vez Roy entendió el significado del sufrimiento de su pueblo, ya que éste también había sido predicho en el Libro de Dios. Y con eso, él también ganó comprensión de sus propias frustraciones: «Ya que Me abandonarán y romperán Mi pacto que He hecho con ellos, serán devorados por muchos males» (Deuteronomio 31:16-17).
Todo se hizo claro para él. Divorciado de Dios, no podía esperar sobrevivir. Con su recién encontrada comprensión, Roy se apegó con fervor a su herencia. De ahí en adelante su vida y la vida de su familia estarían fusionadas con el eterno pasado. El Libro exigía que él elevara cada uno de sus pensamientos, cada uno de sus actos al servicio Divino. «Ustedes serán santos para Mí, porque Yo, el Señor, su Dios, soy santo» (Levítico 19:2).

Roy leyó las palabras una y otra vez. Penetraron hasta las profundidades de su alma y hubo una transformación total en su vida. Sus actos más instintivos y reacciones mecánicas se pusieron bajo control de Dios. «Siento como si toda mi vida hubiese estado jugando con un rompecabezas y de repente todas las piezas hubieran caído en su lugar», me confió.

Pero de todos los cambios que Roy experimentó, el descubrimiento del Shabat tuvo el impacto más grande en él. Roy, como sus contemporáneos, fue atrapado por un interminable carrusel. Vivía esclavizado por el reloj y siempre estaba ocupado. Aun cuando había determinado a relajarse, sentía compulsión por trabajar. De hecho, había veces que se esforzaba más para divertirse que estar todo un día en la oficina. Pero luego descubrió el Shabat y una nueva calma descendió sobre él. Desde el momento en que su esposa encendía las velas de Shabat era capaz de contactar a su ser interno y llegar a su esposa y a sus hijos como nunca antes.

Con el advenimiento del Shabat, Roy en realidad, era capaz de divorciarse de su medio ambiente y entrar a un mundo que estaba separado del tiempo. El teléfono podía sonar, pero él no sentía compulsión por contestarlo. El correo llegaba y permanecía sin abrirse; la televisión, la radio, el aparato de alta fidelidad, todos eran silenciados. Roy descubrió un nuevo sentido de libertad. Era como si Dios Mismo hubiese venido a aliviar sus cargas, a calmar sus nervios. El día tenía un poder propio que no podía ser simulado en ningún otro momento, ya que el Todopoderoso Mismo descansa el séptimo día y Él Mismo lo bendijo. Desistir del trabajo ese día era unirse al Creador en sociedad y participar de las bendiciones de paz que Él otorgó.

Observando el Shabat, Roy abrió esas puertas antiguas de sus padres. Cada aspecto del día era un recordatorio de su pasado, una unión con sus raíces: los dos panes de jalá sobre la mesa recuerdan el maná que sustentó a su pueblo mientras atravesaban el desierto de Sinaí; el mantel blanco como la nieve trae a la mente las capas de rocío en las que Dios envolvió el pan celestial; el vino era una copa de santificación con la que sus abuelos glorificaban el día de descanso de Dios; y las dos velas eran recordatorios del doble mandamiento de observar y santificar el Shabat. A la luz de las velas, Roy reunió a sus hijos y les otorgó la bendición con la que el patriarca Yaacob bendecía a sus propios hijos: «Que Dios te ponga como Efraim y Menashé… Que Dios te ponga como Sará, Ribká, Rajel y Leá… Que Dios te bendiga y te cuide. Que Dios ilumine Su rostro ante ti y que te agracie. Que Dios dirija Su rostro a ti y te conceda la paz».

Cuando sus manos reposaban sobre la cabeza de sus hijos, los enojos insignificantes que habían dividido a su familia durante la semana se evaporaban. Ángeles y Patriarcas entraban a su casa y renovaban su alma. El Shabat había llegado. Las puertas se habían abierto, y Roy solamente tenía que seguir las huellas.
Escribo con el objetivo de que las puertas se abran para todos nosotros, para que todos descubramos el antiguo camino. Pero si habremos de hacerlo, primero tenemos que entender por qué y cómo lo perdimos.

 

Esther Jungeris

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