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Cultura judía y pacto judío

Susan Handelman es Profesora de Inglés y Estudios Judaicos en la Universidad de Maryland. Es editora adjunta de la revista Wellsprings de Nueva York.

Hace unos años, una remarcable exposición de cultura judía recorrió los Estados Unidos. Llevaba el título de «El Legado Precioso» y había sido traída aquí desde el Museo de Judaica de Praga. Durante la Segunda Guerra Mundial los Nazis habían reunido un extenso tesoro de Judaica en Praga compuesto por artículos hurtados y expropiados a las devastadas comunidades judías de Europa. Habían recolectado este material para fundar un museo acerca de lo que pronto sería una «raza extinguida».
Lo qué apareció en la exposición «El Legado Precioso» fue simplemente una pequeña selección de los miles de objetos que todavía están almacenados en depósitos de Praga. La exposición estaba colmada de magníficos Rollos de la Torá, señaladores, coronas, cubiertas para Jalá, platos de Pesaj, etc.

Visité la exposición unos días después de abrir en Washington D.C., y detrás de mí en la fila había dos judíos de aspecto muy inteligente y buena posición económica, probablemente de los opulentos suburbios de Washington.
Nos movíamos a lo largo de una vitrina de libros hebreos impresos hace quinientos o seiscientos años, pero no estaban bien rotulados. Uno de los libros era muy pequeño y a primera vista parecía un manuscrito iluminado. Tras una inspección más minuciosa vi que estaba abierto en las primeras palabras del bircat hamazón, la «bendición después de las comidas»; y así lo reconocí como un Libro de Oraciones, un sidur. Incluso hoy, en la mayoría de los Libros de Oraciones las letras hebreas donde comienza esta bendición están impresas en un tamaño extra grande; y así era en este sidur.

Mientras miraba este Libro de Oraciones de más o menos el año 1500, abierto en las primeras palabras que yo habré dicho tan frecuentemente, que cada escolar en casi cada escuela judía aprende a decir de memoria, y que numerosos judíos que no se adhieren a muchas otras de las leyes judías todavía recitan con frecuencia después de una comida de Shabat, me sentí acogida por una abrumadora sensación de unidad y continuidad con estos judíos que hace 400 años dijeron estas mismas palabras y leyeron las mismas letras hebreas que yo estaba observando.

La pareja se acercó detrás de mí, y escuché al esposo decir a su mujer: «¿Qué crees que es esto?» Ella lo miró y contestó: «No lo sé. pienso que es un libro para niños». En ese momento, aquel extraordinario sentimiento de unidad con todo el pueblo judío se disolvió en un agudo dolor a causa de estos dos inteligentes y sofisticados judíos que no podían siquiera reconocer las palabras más elementales, no podían identificar siquiera un Libro de Oraciones.
Esta experiencia ilustró para mí la dolorosa verdad de que a fin de cuentas sencillamente no hay ninguna cultura judía perdurable sin erudición judía, sin el conocimiento de la lengua hebrea y las fuentes clásicas del judaísmo. Y por fuentes no me refiero a Bellow, Malamud, Roth y Mailer, sino a la Biblia, el Talmud y el Midrash. Y lo que quiero argumentar aquí es que tampoco hay cultura judía perdurable alguna sin el pacto judío.

La Condición de la Cultura Judía Contemporánea

¿Cuál, de hecho, es la condición cultural de los judíos?
Harold Bloom, uno de los más brillantes y mejor ilustrados críticos literarios que escriben hoy, ha sido muy pesimista acerca de lo que se ha dado en llamar «cultura judeoamericana». El compara esta frase a la de «el Sacro Imperio Romano» que, como dice, no fue ni sacro, ni romano, ni un imperio. Similarmente, escribe Bloom, «mucho de lo que se ensambla bajo la rúbrica de Cultura Judeoamericana no es americana, ni judía, ni cultura… [el concepto de cultura] nunca podría ser judío, si por judío entendemos cualquier cosa apenas un poco religiosa, pues cultura es tan obstinadamente secular en concepto».
¿Qué es, sin embargo, «cultura»? La palabra es invocada interminablemente en estos días, especialmente por judíos modernos en busca de una identidad judía. Miramos en la «cultura» para buscar «valores» y «tradiciones»; e invocamos la «cultura» para hacer que toda clase de cosas diferentes coexistan felizmente, desde bailes folclóricos israelíes hasta Freud, desde la Baraita a Saul Bellow, el Libro de Deuteronomio a la calle Dizengoff, los Hermanos Marx a Maimónides, como si en «cultura» pudiera encontrarse alguna medicina mágica para unir a todos los judíos, para energizarnos, sanar nuestras heridas, y resolver nuestros dilemas espirituales. (Rabí Sampson Rafael Hirsch dijo irónicamente en la última centuria: «Sólo cuando el judaísmo enfermó se hizo necesario tener hombres con título de `Rabino Doctor…'»).

En el análisis de Paul Mendes-Flohr, si tomamos la cultura para denotar «las cualidades intelectuales y materiales particulares de sociedades y personas diferentes», el término es distintivo de nuestra propia conciencia como modernos, parte del enfoque pluralista del modernismo.
Con todo, el término es también paradójico. Pues, por un lado, una vez que comenzamos a hablar de pueblos varios teniendo diferentes «culturas», estamos implicando una multiplicidad, una pluralidad, una igualdad entre ellos. Por otra parte, cuando la categoría intelectual de «cultura» se estaba creado en el siglo XIX, «cultura» se identificaba con «alta cultura». Había un intento de reservar la cultura como una insignia de prestigio, asociada a los logros estéticos e intelectuales de Europa que se creían los más «avanzados». En otros términos, desde el principio había un conflicto básico entre una definición pluralista y elitista del término.
Y, continúa Mendes-Flohr, este conflicto «confundiría a los judíos en sus esfuerzos por encontrar un lugar para sí mismos y para su cultura ancestral en el mundo moderno». Pues la emancipación política de los judíos en Europa y su admisión dentro de la sociedad europea dependía parcialmente de la capacidad de los judíos para demostrar que ellos, también, habían adquirido «cultura». Uno tenía que probar que estaba versado en la cultura europea y las lenguas, o que el judaísmo, también, era una «alta cultura» y completamente armoniosa con el pensamiento occidental moderno. (Y ese proyecto continúa siendo perpetrado por muchos judíos hoy).

No es preciso decirlo, esta aculturación mediante la adquisición del pensamiento y las lenguas europeas frecuentemente tuvo lugar a expensas del conocimiento de la lengua hebrea y el pensamiento judío. Y los efectos secundarios se encuentran en el pesimista diagnóstico de Bloom de la condición de la Cultura Judeoamericana. Bloom pregunta: «¿Qué ha engendrado la judería americana, que la alta cultura americana haya absorbido? La respuesta probable es que el humor americano haya sido cambiado por el humor judío en ciertos modos de autoburla… No encuentro mucha contribución a la alta literatura».

Alfred Kazin, en un ensayo sobre literatura judeoamericana, argumenta que la contribución creativa original de los judíos a América no vino de la alta cultura, de las universidades o los periodistas. Vino, en cambio, de la cultura baja, de la cultura pop, los Hermanos Marx, Fanny Brice, Eddie Cantor y Al Jolson — todo lo cual se convirtió en la industria de la diversión de hoy. Y por supuesto, si invocamos a Irving Berlín (cuyo nombre original era Israel Baylin) como representante de la cultura judeoamericana, eso significa que la cultura judeoamericana incluye también «Sueño con una Navidad Blanca», «En Tu Bonete de Pascuas», y «Di-s, Bendice a América».

Cynthia Ozick, una eminente novelista contemporánea judeoamericana coincide con Bloom sobre este punto y escribe: «no hay escritores judíos importantes… No han habido gigantes literarios judíos en la diáspora. Marx y Freud son presencias extensas pero ellos son analizadores y jueces de la cultura… Ellos pertenecen a las ciencias sociales. Escritores imaginativos, en contraste, se ven obligados a nadar en el medium de la cultura. La literatura es un instrumento de la cultura, no su resumen».
En su óptica, el rol del judío es ser un juez de la cultura, no su medium. Y, argumenta Ozick, «Nada escrito o pensado en la diáspora pudo alguna vez perdurar a menos de que haya sido centralmente judío». Esto significa, probablemente, un adiós a figuras tales como Norman Mailer, Saul Bellow, Philip Roth, y muchos otros.

Pero seguimos todavía con un acuciante problema. ¿Qué es «centralmente judío»?
Como uno podría esperar de un crítico literario, Bloom piensa que el aspecto distintivo de los judíos es que ellos fueron tradicionalmente un pueblo «centrado en los textos». Y «Si todavía somos un pueblo, sólo puede ser porque tenemos algunos textos en común». Con todo, como reconoce, la mayoría de los judíos contemporáneos ha perdido esta obsesión y relación especial con las Escrituras y el Talmud.
Ozick afirma que un «texto centralmente judío» significa algo litúrgico… no sólo plegaria, sino la personificación de lo que ella llama «imaginación moral recíproca a diferencia de imaginación lírica aislada». Ella lo describe como «una voz coral o comunal, el eco de la Voz del Señor de la historia».
Como comentó un académico erudito bíblico una vez, el género judío literario auténtico no es la novela, el lírico, o el drama, sino la antología. Y en cierto sentido, eso es lo que la Biblia, el Talmud y el Midrash son — antologías, colecciones, voces corales y comunales. Voces que no solamente tienen un diálogo entre muchas tradiciones, sino también las voces de la conversación del pueblo judío con Di-s. Un diálogo de un tipo muy especial, una especie de «reciprocidad» — que es también un término que usamos para hablar de pacto.

Pero `pacto’ es también una relación obligatoria y un cierto llamado a la responsabilidad. Como escribió una vez el poeta judeofrancés contemporáneo Edmond Jabes: «Ser judío es tomar responsabilidad para todos los libros a través de la obsesión del único libro». Y quizás fue esta noción judía del «Libro de Libros», esta idea del mundo creado por y para la Torá, lo que se oculta detrás de algunas de nuestras nociones culturales occidentales más profundas acerca de la espiritual edificación de «literatura».

Vinculando Cielo y Tierra

Creer en el poder de los libros y la educación para «cultivar» o edificar a la persona nos remonta a las raíces etimológicas de la palabra «cultura». Viene, de hecho, del latín y es de una raíz que significa «cultivar, morar, tomar cuidado de, tender, preservar». Eso se refirió originalmente a la relación de la humanidad con la tierra, la naturaleza. En otros términos, uno cultivaba para hacer que algo fuera apto para la habitación humana. Esta noción se conecta con la reverencia romana por la tradición, por conservar la tradición griega, y así la cultura llegó a verse asociada con la continuidad de la tradición.

En su gran tratado teológico, «La Estrella de la Redención», el filósofo judeoalemán Franz Rosenzweig notó la conexión etimológica entre las palabras «cultura» y cultus, el servicio de la tierra (cultivo) y el servicio del cielo (culto). El cuidado, la veneración, el culto, también son el servicio del cielo. Y el empeño judío paradigmático de Rosenzweig fue conectar el servicio de la tierra con el servicio del cielo.
Desde luego, según la filosofía jasídica, la conexión de tierra y cielo es precisamente el significado de la Entrega de la Torá en Sinaí. Como el Midrash (Shemot Rabá 12:3) cuenta, un estado enteramente nuevo se inauguró con la Entrega de la Torá:
«Si bien el Santo, bendito sea, decretó que `Los cielos son cielos del Señor, mas la tierra El ha dado a los hijos de los hombres’, cuando deseó dar la Torá invalidó el decreto inicial y dijo: `Que los [mundos] inferiores asciendan a los superiores, y que los superiores desciendan a los inferiores. Y Yo tomaré la iniciativa, como está dicho (Exodo 19:20): `Y el Señor descendió sobre el Monte Sinaí’ y [luego] está escrito (Exodo 24:1): `y a Moshé dijo: Asciende al Señor'».

Uno de los temas fundamentales del pensamiento jasídico es que el máximo propósito de la Torá y el servicio del judío consiste en que la tierra se convierta en una «morada» para Di-s; que mediante el esfuerzo humano, los planos inferiores, terrenales, materiales, estén impregnados de espiritualidad sin verse negados sino refinados, elevados, y santificados. Pues la intención Divina es tener una «morada en los mundos inferiores». La santidad no se encuentra en la retirada del mundo, o la práctica asceta, sino en la involucración y transformación del mundo con todo el propio ser material así como también el espiritual.

Hay un pensamiento similar en la relación cultura-pacto en el comentario rabínico sobre la historia de Noaj –Noé–. Las experiencias de Noaj al construir el Arca y sobrevivir el Diluvio están entre las historias más familiares de la Torá. Pero después del Diluvio sucede algo bastante inquietante. Cuando las aguas retroceden y Noaj sale del Arca, Di-s lo bendice a él y a sus hijos y dice: «Yo estableceré Mi pacto contigo» (Génesis 9:11). Entonces, sin embargo, Noaj planta un viñedo, se emborracha y se desnuda dentro de su carpa. Su más joven hijo, Jam, vio su desnudez y se lo contó a sus hermanos mayores afuera. Los otros dos hijos de Noaj, Shem y Iéfet, «tomaron una capa, la colocaron sobre sus propios hombros, caminaron hacia atrás, y cubrieron la desnudez de su padre» (Génesis 9:20?24). Noaj despertó y bendijo a Shem y a Iéfet: «Que Di-s extienda a Iéfet, y que more en las carpas de Shem» (Génesis 9:27).
En el capítulo siguiente, la Torá proporciona la «Genealogía de las Naciones», remitiendo todas las naciones a Noaj y a sus tres hijos. Shem es el ancestro de los Semitas, cuyo linaje conduce finalmente a Avraham y los judíos; entre los descendientes de Iéfet está Iaván, el ancestro de los griegos. En el Talmud, los Sabios relacionan el nombre «Iéfet» con la palabra hebrea iofi, «belleza», pues Grecia, de hecho, fue una de las fuentes primarias de la belleza y cultura de Occidente.

Rabí Sampson Rafael Hirsch comentó que el versículo acerca de Iéfet morando en las carpas de Shem significa que belleza y cultura no son fines en sí mismos sino que precisan ser iluminados y orientados por «Shem», o sea, por la espiritualidad judía, por la Torá.
En suma, el judaísmo tiene que ser algo más que una «cultura». Incluso para actuar como el «juez» de la cultura de Ozick, uno necesita alguna perspectiva externa. La cultura judía debe ser más que folklore, solidaridad u orgullo étnico, patrones de nacimiento y geografía, o estructuras políticas.
Que Iéfet verdaderamente more en las carpas de Shem significa tratar de traer a Di-s al mundo; o, como lo explica el pensamiento jasídico, imbuir lo material con lo espiritual. El arte y la literatura pueden participar en ese intento, como ha escrito el filósofo moderno Steven Schwarzschild: «La verdadera estética, Kantiana y judía, incluye indirectamente al arte pero decisivamente a la ética… Describe al Mesías como la anticipadora construcción del mundo por parte del hombre, para que éste sea como debe ser, como Di-s quiere que sea».

Una Cultura Judía Viviente

Los judíos desesperadamente precisan aprender hoy cómo traer a Iéfet a las carpas de Shem, cómo reconectar el servicio de la tierra con el servicio del cielo. Y esto alude a cada judío. No simplemente al rabino, erudito, maestro, artista, o curador de museo. La verdadera cultura judía, en definitiva, no puede ser la cultura sólo de artistas e intelectuales. Tzibur es una palabra hebrea que denota «comunidad». Tzibur, interpretó una vez un rabí, es una sigla para las tres siguientes palabras: tzadikím, «los justos», beinoním, «los hombres intermedios»; y reshaím, los «malvados». Tzibur, así, significa que tienes que incluir a todos, justos, intermedios y malvados; de otra manera, no tienes una comunidad. Ni tienes una cultura viviente.

Rabí Adín Eben-Israel (Steinsaltz) es un gran erudito israelí contemporáneo del pensamiento jasídico y talmúdico, y un hombre bien informado sobre la cultura occidental. Una vez describió la manera en que los judíos estudian el Talmud de la siguiente manera:
«Cuando comienzas a estudiar cada día, primero tomas el Talmud y lo besas. Luego abres el libro, estudias y reflexionas sobre lo que dice discutiendo su significado con tu compañero de estudio (javruta). Y después de haber terminado de estudiar cierras el libro, y lo besas nuevamente. ¿Por qué lo besas? No lo has dicho, pero quizás lo besas porque después de toda tu «cultura», todo tu ingenio intelectual, todo tu conocimiento creativo, todos tus desacuerdos con tu colega de estudios, reconoces que hay allí algo que te trasciende a ti y a tu intelecto, y que te vincula con todo el pasado judío y todos los demás judíos.
Y éste es también uno de los significados más profundos de la Entrega de la Torá.

La Torá cuenta que los judíos «llegaron al desierto de Sinaí. Acamparon en el desierto; y allí acampó Israel ante el monte» (Exodo 19:2). Rashi, el clásico comentarista, nota que el verbo usado en la frase «Y acampó (vaíjan) Israel allí» está en singular, no en plural. Esto significa que eran «como un hombre con una mente, mientras que todas las demás veces que acamparon fue con quejas y disenso».
De modo que mientras los judíos argumentamos, discutimos, diferimos uno con otro, también tenemos que recordar y aprender a besar los libros sagrados, y al hacerlo, besar uno al otro y ser uno con Di-s.

(extraído de Jabad Magazine, www.jabad.org.ar)


 

Susan Handelman

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