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Autoestima e Identidad


Las personas con poca autoestima tienen, naturalmente, lo que se conoce popularmente como «problemas de identidad». No se trata de un sentimiento de humildad sino de desvalorización devastadoramente deprimente. Estas personas pueden actuar con desesperación para obtener una identidad, siendo cualquiera mejor que ninguna.

Recuerdo cierta vez en que realicé una evaluación psiquiátrica de un joven que había sido arrestado por robar un banco. El asalto había sido planeado tan chapuceramente que su propósito parecía ser que el ladrón fuera arrestado y no que consiguiera dinero. El joven señalaba orgullosamente su foto en la primera plana del periódico. ¡Lo había logrado! Ahora era alguien; alguien negativo, pero alguien, al fin.

Si bien no todos los intentos por resolver el problema de identidad son tan marcadamente patológicos como éste, muchos están, sin embargo, lejos de ser saludables. El tener una sana autoestima evitaría la necesidad de resolver cualquier problema de identidad.

Una persona que siente que carece de identidad puede tratar de adquirir una perteneciendo a algo. Esto es descripto por el Gaón de Steipl (Jaié Olam, vol. 1, cap. 5) en su perspicaz observación de personas que defienden ideales y congregan a la gente bajo el estandarte de algún movimiento ideológico al que luego glorifican o incluso adoran. El establece que en esta forma las personas que no pueden sentirse valiosas adquieren un sentimiento de valorización identificándose con algo que ellas pueden considerar sublime.

Otra técnica para adquirir una identidad se parece un tanto a la descrita en el caso del súpertriunfador, en el hecho de que aunque pueda tener algunos elementos compensatorios, éstos se producen a un costo extraordinario. Las personas sin un sentimiento de identidad pueden esforzarse y alcanzar posiciones y títulos prestigiosos. Para la pregunta que antes había resultado tan dolorosa, «¿qué soy?», ellas tienen ahora una respuesta: «soy un médico», o «soy un abogado» o «soy presidente de una organización», o «soy el dueño de una mansión o de un lujoso automóvil». Como en el caso del súpertriunfador, los intentos para remediar deficiencias inexistentes resultan insatisfactorios y estas personas se convierten, invariablemente, en desdichados médicos, abogados, poseedores de elegantes automóviles, etc. La falta de efectividad de esta táctica para alcanzar una identidad está bellamente ilustrada en una de las leyendas de los «sabios de Jelm».

Uno de ellos visitó cierta vez una casa pública de baños y se encontró en un «terrible aprieto», porque sin las ropas que lo distinguiesen de los demás todos parecían ser esencialmente iguales. «Entre todos estos hombres que parecen iguales», se dijo a sí mismo, «¿cómo sabré cuál soy yo?» Luego de pensarlo cuidadosamente, se le ocurrió una brillante idea.

Tomó un trozo de cuerda roja y la ató alrededor del dedo gordo de su pie. ¡Ahora era otra cosa! No había forma de que pudiera perderse entre tantos hombres iguales.

Desafortunadamente, mientras se enjabonaba y duchaba, la cuerda roja se deslizó fuera de su dedo y otro bañista la pisó de tal manera que quedó enganchada en el dedo gordo de su pie. Después de un rato, el «sabio de Jelm» advirtió al portador de la cuerda roja, luego miró su propio pie y, por supuesto, no vio nada. Quedó confuso y acercándose al otro hombre le dijo: «Perdóneme, pero quizá pueda usted ayudarme. Sé muy bien quién es usted, pero, ¿podría usted decirme quién soy yo?»
Este jugoso relato popular contiene una profunda enseñanza psicológica. Si mi identidad es una cuerda roja, quienquiera que la lleve puesta tiene mi identidad. Si mi identidad es el exótico automóvil o el hogar, ella será el resultado del título y yo permaneceré invariable.

La afirmación «soy un médico» expresa lo que hago, y la expresión «soy dueño de esa mansión» indica lo que tengo, pero ninguna de las dos dice qué soy yo. Si nos resulta difícil describirnos a nosotros mismos como no sea en términos de lo que hacemos o poseemos, ello indica cuánto nos hemos desviado del verdadero sentido del propio yo.

Dr. A. Twerski

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