Notas destacadas
Notas (110-120)
+100%-

Atrapado detrás del banco (mes de elul)

Tzvi Jacobs nació como Herbie Jacobs en 1954 en Charleston, Carolina del Sur. Estudió en el Charleston Hebrew Institute hasta su bar mitzvá, fue a la escuela pública, y se graduó en biología en la Universidad del Sur, Tennessee

Era justo antes del mediodía, el 1 de Setiembre de 1989. Yo cruzaba con mi automóvil una derruida sección del centro de Elizabeth, Nueva Jersey, y reconocí una sucursal de mi banco.
Estacioné en el desértico parque detrás del banco, di la vuelta hacia la entrada frontal, y entonces recordé que había dejado mi cheque en el automóvil. Caminé de regreso, destrabé la puerta del automóvil, y mientras me inclinaba hacia adentro, recorrí un surtido de papeles y cuentas que llenaban los bolsillos de mi abrigo. Encontré el sobre con mi preciosa asignación mensual. Ya había gastado la mayor parte, habiendo enviado una andanada de cheques el día anterior para saldar algunas cuentas largamente demoradas. Coloqué mi abrigo de vuelta sobre el asiento, me enderecé y me volví para cerrar la puerta del automóvil.
«¡Ugh!», respingué.
Tres hombres habían formado un bien ajustado círculo a mi alrededor. Vestían desgarrados jeans, camisetas sucias, y despedían un nauseabundo olor a alcohol. El hombre a mi izquierda sostenía por el cuello una botella vacía de whisky, con su fondo apuntando hacia arriba. Parecía que iba a martillar algo… o a alguien. Sus oscuros ojos vidriosos revelaban una mirada cruel y desesperada. El tipo flacucho a mi derecha se veía casi amistoso, pero un poco asustado y hambriento. Pero el del medio –ése era «Lerch», directamente salido de Los Locos Adams. Su enorme cabeza rectangular estaba casi encima mío.

«¿Tienes algo de sencillo?», preguntó Lerch, extendiendo su enorme mano hacia la nuez que se sacudía arriba y abajo en mi delgado pescuezo. Mis ojos desorbitados observaron el laberinto de líneas de su palma y lentamente recorrieron su brazo extendido. Una calavera con huesos cruzados, una bailarina, y una variedad de otros tatuajes que retrataban escenas de decadencia y humor, adornaban su desnudo y largo brazo. En la cima, los andrajosos bordes de una manga rasgada acentuaban su ancha espalda. Giré nerviosamente mi cabeza y alcé los ojos a su sobresaliente barbilla. Una profunda cicatriz había formado un foso desde su barbilla hasta casi su ojo izquierdo. Lerch gruñó. A su sonrisa le faltaban al menos tres dientes.
«Como una par de dólares», dijo el tipo de la botella vacía. «Estamos realmente hambrientos».

La reglas de supervivencia urbana que había leído recientemente en Reader’s Digest corrieron por mi cabeza. «Nunca saques tu billetera cuando un forastero te pide cambio». Estos tipos probablemente me vieron regresar del banco. Si vieran que mi billetera está vacía, podrían enojarse de verdad.
Otra regla: «Mantén la calma». Suspiré profundamente. ¿Por qué me estaba sucediendo esto? Okay, todo sucede por una razón. Todo es para bien. Sólo teme a Di-s.
Todas las enseñanzas jasídicas sobre la vida corrían por mi mente. Tenían sentido en la Ieshivá, donde había estado estudiando el año pasado. «Mantén la calma», me repetí. Después de todo, hoy es Rosh Jodesh Elul, el primer día del mes de Elul. Elul es un mes propicio, el último del año judío, cuando se supone que Di-s es muy accesible a todos. Según explican los maestros jasídicos, como el rey que abandona su palacio y viaja por las calles y campos, Di-s Se hace más accesible y escucha graciosamente los pedidos de la gente ordinaria.
¡Oh Di-s, por favor, estate conmigo ahora! Tengo una esposa y un bebé de tres meses.

Mis manos se ocultaban detrás de mí, sujetando el sobre, y sosteniendo la casi cerrada puerta del automóvil.
«Sí, tengo algo de cambio para ustedes», dije, mientras sutilmente arrojaba el sobre de vuelta en el automóvil, y cerraba la puerta detrás de mí.
Todo sucede por una razón — eso lo creía firmemente. Cada viernes, como parte del programa de la Ieshivá, yo solía visitar pacientes judíos en el Morristown Memorial Hospital. Miré a estos hombres. ¿Quién dice que tengo que ir al hospital para visitar enfermos? Sabía que era casi imposible, pero quizás…
«¿Alguno de ustedes es judío?», pregunté, más bien dócilmente.
«Yeah. Yo soy judío», dijo Lerch.
«¿Eres judío?», dije, incrédulo. Debe ser un ardid.
«¿Tienes un nombre judío?»
Estirando su cabeza en alto con orgullo, como un soldado de infantería que responde a su comandante, Lerch dijo: «Shmuel Iánkel ben Móshe», declarando su nombre judío, el hijo de Moshé. A sus ojos, yo probablemente parecía un rabino, con mi sombrero negro y larga barba.
«¿Tuviste una bar mitzvá?», pregunté.
«Uh huh».
«¿Tuviste una bar mitzvá? ¿Dónde?»
«En Asbury Park. El Rabí Carlebach me barmitzvó«.
«Wow, ¡eres judío!»
«Por supuesto, soy judío. Boruj ató ado- elokenu melej haolam...».
Lerch –o quizás debería decir Shmuel Iánkel?? cantaba la bendición para la Haftorá que había recitado para su bar mitzvá hace quizás 20 años. El hombre bajo sacudió la botella de whisky contra su palma. Temblé. Mejor será que intente apaciguarlo.
«Hey, ¿por qué piden cambio?», pregunté. «Deberían pedir millones. Hoy es exactamente un mes antes de Rosh HaShaná, el Nuevo Año judío, y ustedes pueden pedir a Di-s tanto como quieran. Porque un mes antes de Rosh HaShaná, Di-s deja Su palacio y desciende a las calles con la gente, y nosotros Le podemos pedir cualquier cosa. De hecho, Di-s Se muestra gracioso con nosotros ahora. Tengo un poco de cambio en mi bolsillo, soy simplemente un estudiante en un seminario rabínico, pero Di-s… El tiene billones».

Mientras hablaba, deslicé la llave del automóvil de mi bolsillo posterior. Manteniendo mi mano derecha detrás de mí, destrabé la puerta del automóvil y alcancé una bolsa sobre el asiento.
«Shmuel Iánkel, ¿sabes qué es esto?», pregunté, mientras corría el cierre de la bolsa de terciopelo negro y extraía dos pequeñas cajas. Gesticuló vigorosamente, con su enorme sonrisa sin dientes, como si yo le mostrara algún caramelo delicioso.
«¿Eres diestro o zurdo?», pregunté, desatando rápidamente las correas de cuero de alrededor de la caja de tefilín. «Bueno, extiende ahora tu brazo izquierdo». Deslicé el extremo del lazo corredizo del tefilín de la mano sobre su enorme puño, subí por su brazo, pasando la línea de tatuajes y… ¿qué es esto? Una serie de pequeños puntos, en la cima del antebrazo, del lado de adentro del codo.
«Oh, mi Di-s», pensé, «éstas deben ser marcas de agujas. Ha caído realmente bajo».

Deslicé mi kipá de debajo de mi sombrero. «Aquí, Shmuel Iánkel, déjame ponerte esto en la cabeza para que puedas decir la bendición conmigo». Se inclinó para que yo pudiera alcanza la cima de su cabeza.
«Ahora, repite conmigo. Boruj…«.
Dije cada palabra de la bendición y él repitió tras mí. Entonces apreté el nudo alrededor su antebrazo, y envolví las correas de los tefilín alrededor de su brazo, tratando cubrir con éstas, como pude, algunas de las desnudas figuras. Mientras sujetaba la correa de cuero alrededor de su antebrazo, expliqué que los tefilín de la mano se ciñen alrededor del antebrazo, cerca del corazón, para demostrar que nuestras acciones deben ser cordiales y comprometidas con Di-s.

«Ahora, Shmuel Iánkel, baja tu cabeza, y te pondré la otra caja de tefilín. La cabeza está encima del corazón, para enseñarnos que nuestra cabeza debe mandar y dirigir los deseos del corazón».
«Okay, extiende nuevamente tu mano». Envolví la correa del «tefilín de la mano» alrededor de su dedo medio. «Esto muestra que estamos casados con Di-s. Nuestra cabeza, corazón y acciones deben unirse, todos, con Di-s.
El tipo con la botella había estado caminando de aquí para allá sobre el asfalto, como un tiburón nadando frente a su presa. «Hagamos algo ya, de una buena vez», el Tiburón finalmente mordió.
«Quédate quieto», mordió Shmuel Iánkel a su vez. «¿No ves que estoy rezando?»
El Tiburón retrocedió como un pececillo. Dejó caer su botella sobre el asfalto y la pateó a los matorrales.
Yo tragué saliva. «Antes que un judío pueda rezar a Di-s, Quien considera a cada uno como su único niño, debemos aceptar sobre nosotros el mandamiento de amar a nuestro semejante judío. Decimos las siguientes palabras: `Asumo sobre mí el mandamiento positivo: amarás a tu prójimo como a ti mismo’. Ahora, cubre tus ojos con tu mano derecha, así, y diremos la plegaria Shemá. Shemá Isroel Ado-nai Elo-heinu Ado-nai Ejod [`Oye Israel, Di-s es nuestro Señor, Di-s es Uno’]».

Shmuel Iánkel enjugó sus ojos con la mano. Estaban mojados de lágrimas.
«Di-s está aquí contigo, Shmuel Iánkel», dije, con una voz estrangulada. «Pídele cualquier cosa que tu corazón desea».
Shmuel Iánkel guardó silencio, pero casi podía oír su corazón sollozando. Una lágrima rodó desde su ojo por la profunda cicatriz a lo largo de su mejilla.
«Solía ir a la sinagoga siempre», dijo Shmuel Iánkel. «Me gustaba hacerlo. Pero después de mi bar mitzvá mis padres se divorciaron y no fui nunca más».
Durante toda esta ceremonia en el estacionamiento, el tipo melenudo se mantuvo quieto, inmóvil. Parecía hechizado. ¿Por qué?
«¿Cómo te llamas tú?», pregunté.
«Mike», me dijo arrastrando un acento francés. «Mis amigos me llaman Mike. Pero mi verdadero nombre es Michel.
«¿Michel, eres judío?» Sabía que era altamente improbable, pero tenía esa mirada tan anhelante en sus ojos.
«No, soy católico», dijo. «Realmente ya no practico más».
«No importa qué eres. Di-s creó a todos, y cada uno es único».
«Mi madre», dijo Michel, titubeando, «mi madre me contó que nació judía. Cuando era una pequeña niña, los Nazis mataron a sus padres y algunas monjas la llevaron a su monasterio y la criaron. Así se volvió católica».
«Michel, ¡eres judío!», exclamé. «Si tu madre nació judía, entonces tú eres judío. Nada puede quitarte eso. Una vez judío, siempre judío. Está grabado en tu alma. Ponte estos y celebraremos tu bar mitzvá«.

Yo estaba más nervioso que Michel. Poniendo mi kipá sobre su cabeza, dije, «Repite conmigo. Boruj...».
«Boh ruk», dijo, con voz temblorosa. Era obvio que jamás había pronunciado el sonido de la gutural «j» hebrea en su vida. Le puse emocionado los tefilín en el brazo y la cabeza. La caja negra se sentó sobre su fibroso cabello negro. Sus oscuros ojos rutilaron y Michel parecía un príncipe perdido hace mucho que se había arrastrado por los fangosos callejones de la europa medieval, siendo golpeado y abusado, y ahora había tropezado finalmente con las puertas de su hogar real, clamando a su padre, el rey. El rey salió a la calle, y Michel corrió y abrazó a su amando padre.
Michel repitió las palabras del Shemá y mantuvo silencio, con los ojos cerrados, durante un minuto que pareció interminable.
«Podemos sacarlos ya», susurré finalmente.
Como un bebé indefenso, Michel extendió su brazo y me dejó desenrollarlos.
Yo no podía creer lo que estaba sucediendo. El Rey debe estar realmente en el «campo». Me volví al tercero tipo, el tiburón convertido en pez, y pregunté:

«¿Y tú, cómo te llamas?»
«Joe», soltó. Sus manos temblaban.
Joe se había ubicado a resguardo a unos metros de distancia, frente a la capucha de mi viejo Ford Galaxy. Yo seguía junto a la puerta del automóvil.
«¿Tu madre es judía?»
«¡No! Es católica. Mi abuela era católica. Y yo soy católico. Y no me pongo esas cosas».
«No te preocupes, Joe. No tienes que hacerlo, no se espera que lo hagas», dije, mostrándole que las devolvía a la bolsa. «Un gentil no tiene que cumplir este mandamiento. Pero los no-judíos logran una parte en el Mundo Venidero, tal como los judíos, si siguen los siete mandamientos que Di-s les encomendó».
Expliqué entonces los Siete Preceptos Noájicos, tartamudeando un poco cuando describí la prohibición de robar. «La única trampa es que la persona tiene que observar estas leyes no porque tengan sentido, y no porque tema ser apresado, sino porque Di-s las ordenó a la humanidad, mediante Moshé, el Dador de la Ley».
Joe escuchó silenciosamente, sin ninguna respuesta visible.

«Hey, celebremos la bar mitzvá de Michel», dije, quebrando el silencio. «Tengo algo de pastel en el automóvil».
Partí la tarta con Shmuel Iánkel, Michel y Joe.
«LeJáim. Salud», dije, alzando mi porción.
Expliqué a Michel qué gran día era éste para él, y cuán afortunado era por haberse puesto tefilín por primera vez en su vida. Mis dos amigos judíos me agradecieron por la bar mitzvá, todos nos estrechamos las manos y nos dijimos adiós.

«Esperen, aquí tengo algo de cambio», dije, yendo tras ellos. Pero Shmuel Iánkel alzó su brazo, fuerte y alto, parándome en seco. «Gracias, pero estamos bien. Estamos bien».

(extraído de Jabad Magazine, www.jabad.org.ar).

 

Tzvi Jacobs

Deje su comentario

Su email no se publica. Campos requeridos *

Top