Aprender a enfrentar nuestras emociones
Extraído de Aprendiendo a ser padres por Miriam Levi
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La parte más difícil para los padres durante el cuidado cotidiano de sus hijos es el enfrentamiento con sus propias emociones. «¿Qué puedo hacer?», dice una madre. «Sé que no debo enojarme, pero cuando los niños pelean me hacen enojar tanto que antes de que pueda controlarme, ya estoy gritándoles». Otra mamá cuenta: «Después de haberme descargado sobre los niños me lleno de sentimientos de culpa. Entonces intento compensarlos y concedo más de lo debido».
Estas madres comprenden que, cuando se dejan dominar por sus sentimientos, reaccionan al comportamiento de sus hijos en forma indebida. Si queremos ser padres más eficaces y exitosos, debemos encontrar el camino para enfrentar nuestras emociones; de no ser así, nos veremos inmersos en una lucha desgastante e interminable para no perder nuestro control sobre ellos. En una situación así, es muy difícil lograr nuestra misión educativa.
¿De dónde provienen estos sentimientos que se apoderan de nosotros? Las personas suelen decir: «¡Esto me enfurece tanto!», o «¡él despierta en mí sentimientos de culpa!», como si los sucesos externos fueran causantes de nuestras emociones. Sin embargo, según el método cognitivo moderno, somos nosotros mismos quienes creamos estos sentimientos adjudicándolos a los sucesos. En otras palabras, nuestros sentimientos surgen principalmente de las cosas que nos decimos a nosotros mismos, de nuestros pensamientos. En conclusión, sentimos como pensamos.
Según esta descripción, nuestro pensamiento se dirige por medio de pequeñas conversaciones internas. A veces somos conscientes de estos «diálogos internos», pero en otras ocasiones éstos se producen con tanta rapidez que ni siquiera los percibimos. En cambio, conocemos bien los sentimientos y conductas que se producen tras estos diálogos. Mediante ejercitación podremos aprender a identificar los sentimientos que provocan la explosión de nuestras emociones. Seremos capaces de analizar su fundamento, debatirlos y modificarlos gradualmente. Así llegaremos a un estado emocional más suave y apacible. Si aprendemos a dominar y a evitar las sensaciones que obstaculizan nuestras reacciones, podremos también cambiar costumbres arraigadas. Sólo si logramos manejar nuestras emociones mejorará también nuestra capacidad para enfrentarnos con los problemas en la crianza de los niños.
En este capítulo trataremos dos de los sentimientos que más dificultan a los padres educar a sus hijos: el enojo y la culpa.
¿POR QUé NOS ENFADAMOS?
El enojo es la dificultad principal de los padres y una de las fuerzas más destructivas dentro del ámbito familiar. «El enojo en el hogar», dicen nuestros Sabios, «es como gusanos en el sésamo: termina con toda parcela buena». «Todo aquel que se enoja, todo tipo de infiernos lo dominan», y «su vida no es vida». La mayoría de las personas que se enfadan fácilmente reconocen el daño que su furia provoca y saben cuánto sufrimiento ésta acarrea. Pero generalmente se enfrentan a ella sin fuerza, ya que desconocen sus raíces.
El fundamento del enojo está basado mayormente en que nosotros esperamos que los hechos se sucedan según nuestros deseos. El Talmud denomina al enojo como una «fuerza* extraña» que se encuentra dentro del hombre. Esta «fuerza» ordena cómo debe suceder cada acontecimiento. Cuando una persona o situación contradice esta orden, el hombre reacciona con enojo y culpa. Quizá a esto se refirieron nuestros sabios al decir: «Todo aquel que se enoja es como si rindiera culto a dioses paganos».
Nuestro deseo de que todo suceda según queremos es también la base del enojo con nuestros niños. Por ejemplo, a menudo las madres pierden su calma y gritan a sus hijos cuando dejan la habitación desordenada. Sin embargo, no es el desorden el que despierta el enojo en la madre, sino lo que ella se dice a sí misma en relación con esto. Si ella pensara: «¡Qué lío! Ojalá los niños no dejaran el cuarto en este estado», sería su reacción emocional más considerada. Quizá lo lamentaría, pero es de suponer que no se enfurecería tanto. Pero es probable que la madre enfadada se diga a sí misma: «¡Nunca he visto un desastre como éste! ¿Por qué mis hijos serán tan desordenados? ¿Por qué no pueden mantener el orden en su habitación?» De estas protestas surge una demanda: «¡Mis hijos deben cuidar el orden en su cuarto!» Quizá no estemos conscientes siempre de esto, pero ocurre.
Hay quien exclama: «¿Y qué hay de malo en esto? ¿Acaso el orden no es algo importante y todo padre debe tratar de inculcarlo a sus hijos?» El problema es que en el momento de enojo nuestro anhelo de perfección prevalece. La madre que se enoja en efecto se está diciendo: «¡Mis niños tienen que comportarse siempre como yo quiero!» Esta es una demanda poco real e ilógica. El deseo de enseñar a nuestros hijos costumbres de orden es loable, pero el enojo obstaculiza nuestra voluntad de forjar en ellos buenas cualidades.
FALTA DE TOLERANCIA
Aunque estas pretensiones se basan en el principio del enojo, en la mayoría de los casos no son las causantes directas de éste. El móvil que incita al enojo es nuestro diagnóstico acerca de la situación, al decir que es «sencillamente insoportable». En los momentos de enojo no pensamos solamente en cuán incómodo es para nosotros que los niños no se comporten como quisiéramos. Nos decimos: «es terrible» y «es imposible tolerar esto». Si opinamos que un niño tiene que acercarse a nosotros exactamente en el momento que lo llamamos porque consideramos que sería «insoportable» si no lo hiciera, o pretendemos que los niños nos ayuden en las tareas del hogar con ganas y alegría, y toda queja y murmullo de su parte nos resulta insoportable, será imposible no enfadarse. Una madre que ve a sus hijos reñir y piensa: «No deberían pelear tanto», pero igualmente lo considera algo normal en la relación entre hermanos, no se desesperará de la misma manera que una mamá que ve las riñas como algo «terrible» e «insoportable».*
OPINIONES NEGATIVAS
El enojo no sólo involucra intolerancia ante una situación determinada. Ligado a éste también hay prejuicios. Cuando nuestros hijos se comportan en forma incorrecta, pasamos inmediatamente del «¡Imposible soportar esto!» al «¡Qué niños malvados!»; por ejemplo, cuando nos enojamos con un niño por no acudir a nuestro llamado, no es solamente por el «terrible» malestar que nos ocasiona, sino que también lo culpamos por provocarnos esa desagradable sensación. Es de suponer que pensemos: «Me escuchó, sabe que tiene que venir; entonces, ¿por qué no viene? Seguro no quiere atender. Sencillamente es un niño malo». Pero con esto le estamos asociando características negativas: lo vemos como malo. Nuestro enojo se acrecienta cuando, según nuestra opinión, el niño actúa mal para irritarnos, o si nos parece que podría portarse mejor si quisiera.
No siempre somos conscientes de la opinión negativa que se oculta tras el enfado. Pero si recordáramos los pensamientos que lo acompañan, lo descubriríamos con facilidad. Por ejemplo, cuando un niño nos responde con desprecio, tendemos a pensar: «¡¿Cómo se atreve a dirigirse a mí de ese modo?!» No hay aquí una opinión negativa expresa hacia la conducta del niño, pero ésta se trasluce en forma clara. La percibiremos con sólo preguntarnos: «¿Qué tipo de niño es éste que osa hablarme de esta forma?» (¡un mal niño!), sino pensamos: «¡No puede hablarme de ese modo!» o «Debido a que me habla así, él es… (¡terrible!)». Quizá no resulte agradable reconocerlo, pero el prejuicio surge casi siempre.
El enfado contiene las mismas opiniones negativas que el enojo, pero en forma más considerada. Aunque las evaluaciones se parezcan, son menos extremistas. En una escala de 10 podríamos situar al enojo, según su fuerza, entre 6 y 10, mientras que el enfado se fijaría entre 1 o 2 si es leve, y entre 3, 4 o 5 en caso de ser más elevada.
En los momentos de enfado tendemos a hablar en forma prepotente. Decimos al niño que molesta a su hermana: «¡Déjala!», o retamos a un niño que no limpia la mesa según le pedimos: «¡Me parece que te dije que sacaras los cubiertos!» Hay padres que al sentir rabia provocan al niño. Por ejemplo, si está jugando con su vaso durante la comida le dirán: «Veo que no estarás conforme hasta que el vaso se rompa».
Al sentir enfado, las opiniones negativas son un tanto más suaves que al sentir enojo; por eso quizá resulte más difícil identificarlas.
INTOLERANCIA A LAS FRUSTRACIONES
Los padres que suelen enfadarse con sus hijos aparentemente carecen de la suficiente energía para enfrentar una frustración. Debido a esta carencia sienten que no pueden soportar dolor, incomodidad o desilusión. Estos padres ansían que sus vidas sean fáciles y cómodas siempre, sin sufrimientos o momentos desagradables. Pero los niños, por naturaleza, nos ocasionan innumerables dificultades durante su crecimiento. Nos quitan horas de sueño, nos atan a nuestra casa, nos agregan trabajo, nos ocasionan grandes gastos y, debido a que también tienen sus ideas, no siempre se comportan como desearíamos.
A pesar de esto, aunque en ocasiones quisiéramos que las cosas se vean de manera diferente, podremos sentirnos conformes si sabemos aceptar los momentos desagradables y las frustraciones con frialdad. Pero si en el momento que limpiamos la leche derramada por nuestro niño pensamos: «Ahora debo limpiar este desastre. ¡Es terrible! ¡Este trabajo es lo único que me faltaba!», sin duda alguna nos enojaremos tanto por la situación como con el niño que la provocó.
Esta convicción de que no nos pueden ocurrir acontecimientos enervantes y frustrantes es la que despierta nuestro enojo. Demandamos que las cosas sean diferentes y nuestra intención es: «Esto tiene que ser como yo quiero, no podré soportar la situación de otra manera». Los momentos de frustración o incomodidad nos enfurecen sólo si nos repetimos: «¡No merezco padecer algo así!»
Es interesante prestar atención a la demanda oculta en el enojo: «¡Debo lograr lo que me propongo!» Al no obtener lo que deseamos nos sentimos frustrados. El pensamiento que provoca el enojo es: «¡No podré sobrellevar la frustración de no poseer lo que anhelo!», y así sucede cuando nos enfadamos y pedimos silencio, pero la casa sigue invadida por un ruido insoportable, así también cuando solicitamos de nuestros hijos que se comporten de manera educada y que obedezcan, y ellos se conducen en forma salvaje e incontrolable.
Miriam Levi