Adornandose con plumas ajenas
Extraido de Tovim Hashnaim
Cuentan que en cierta oportunidad, el cuervo, enojado porque estaba totalmente cubierto con plumas negras, fue picoteando a otras aves, robándole a cada una, una pluma de color para reemplazar una de las propias, las cuales se fue quitando por sí mismo. Si no me equivoco, el desenlace de la historia concluye diciendo que los otros pájaros terminaron por arrancarle las plumas que no le pertenecían al cuervo y éste se quedó, sin las robadas… y sin las propias.
Supongo que la moraleja de esta historia es enseñar a los niños (aun cuando los «grandes» debemos aprender muchas cosas que quizás ignoramos, tanto o más que los niños…) que desear lo que tienen los demás, no sólo no conduce a prosperar, sino que con más probabilidad, nos hará perder lo que ya poseemos.
Si fuésemos cuervos, la cosa quedaría allí, pero dado que no somos cuervos, sino seres humanos, la pregunta que nos debemos formular es: ¿qué, de lo que poseemos, realmente nos pertenece (en el sentido de poder considerarnos dueños de eso)?
Para muchas personas esta pregunta les puede parecer un poco absurda, posiblemente esto sea consecuencia de una pobre reflexión en materia de auto-conocimiento. No obstante, el profeta Irmiahu (Cap. 9:22) nos dice distinto: «que no se envanezca el sabio con su sabiduría, ni se envanezca el poderoso con su poder, ni se envanezca el acaudalado con su fortuna«. Tanto la sabiduría (que uno debe procurar), como su poder y riqueza, no dejan de ser instrumentos obsequiados por el Todopoderoso, para emplear en la tarea humana. Cuando la persona se siente amo de estos recursos, se está apoderando de lo que no es realmente suyo, es decir que se está «adornando con plumas ajenas».
Un ejemplo clásico de la persona que tuvo suma precaución en no vanagloriarse con lo que no le pertenecía fue Iosef, en el momento en que fue recomendado para interpretar los sueños de Par’ó (Faraón). Después de que el rey mostró estar insatisfecho por los análisis que le ofrecían los hechiceros, el servidor del vino de Par’ó, (aunque de manera muy despectiva) le hizo saber que Iosef, quien estaba en la cárcel en aquel momento, era experto en tema de sueños. Una vez que lo llamaron a Iosef y estuvo parado frente al monarca, respondió: «no soy yo, sino D»s Quien responderá por el bienestar de Par’ó».
Lejos de atribuirse honor por el don que lo caracterizaba, Iosef suscribió a D»s lo que Le corresponde, sin intentar beneficiarse personalmente con lo improcedente. Dice el R. Jaim Shmuelevitz sz»l (Sijot Musar Cap. 12:5732) que esta virtud fue la que más impresionó a Par’ó, quien luego otorgó a Iosef el cargo de virrey y administrador de los alimentos y del tesoro real. (Par’ó no se equivocó: Iosef demostró ser honesto con los bienes del rey, del mismo modo que ya había sido perfectamente fiel a Potifar y al carcelero).
Esto aparenta ser bastante simple. Sin embargo, en la vida cotidiana, se requiere mucha humildad y una profunda creencia en D»s, para poder llegar a tal nivel.
Existe una vergüenza positiva. Cuando la gente decía (antes, ahora ya ni eso) que alguien actuaba «sin vergüenza», habitualmente se refería a que ese individuo no tenía escrúpulos frente a los demás. Para la persona creyente, obviamente, la cosa va más allá que eso. La vergüenza es la expresión de desilusión al no proceder a la altura de lo que aspira la conciencia.
Cuando una persona toma reparos en considerar si su accionar está a la altura de lo que D»s espera de él y siente que quedó en el camino, entonces experimenta vergüenza. Esta sensación, entonces, es una gracia de D»s y protege a la persona de llegar a obrar inadecuadamente. «Es un buen síntoma en la persona, ser vergonzoso» (Talmud Bavlí, Nedarim 20.)
Así sucedió con Adam y Javá, los primeros seres humanos, quienes no tenían de qué avergonzarse, hasta que comieron del árbol del que no debían, y dada aquella pureza y armonía de cuerpo y alma, les era perfectamente lícito y natural permanecer desnudos. Recién al comer e insubordinarse al mandato Di-vino, se hizo presente la voz de la conciencia, que les hizo saber que estaban «desequilibrados» y debían «cubrirse» (R.Sh.R.Hirsch sz»l). Pero, como ya les hizo ver R. Iojanán ben Zakai a sus alumnos antes de morir, habitualmente estamos mucho más preocupados por lo que va a decir de nosotros la gente, a qué opina D»s de nosotros…
En los ámbitos en los que D»s está ausente del pensamiento de la gente, desaparece la conciencia y, por ende, la vergüenza. Consecuentemente, nada está prohibido (desean creer aquellas personas), y nada causa vergüenza. Estas personas, si se encuentran con otros judíos que sí se cuidan en estos temas, en la mayoría de los casos, se burlan abiertamente o, al menos (los más respetuosos), lo ven con el rechazo que se reserva para lo ridículo. Estamos hablando del polo opuesto a la idea de la Torá. Tomando en cuenta el origen de la sensación de vergüenza, bien podemos entender porqué el exhibicionismo que está de moda en la (falta de) vestimenta de la gente y en los medios, contradice los fundamentos de la Torá. A su vez, podemos inferir el porqué la modestia de carácter («tzniut») conduce al recato y pudor en la vestimenta.
El «Saba» (guía espiritual) de Kelm, R. Simjá Zisel Ziv sz»l, era extremadamente cauteloso en no manifestarse por encima de lo que consideraba el nivel espiritual obtenido, por considerarlo una manera de «orgullo falso», o sea, vanidad. Por ejemplo: no solía recitar el texto de la invitación tradicional a los Ushpizín (los «huéspedes» Avraham, Itzjak, etc.) a la entrada de la Sucá, pues sentía que si realmente ellos visitaran su Sucá, él se sentiría tan avergonzado de ellos, que debería salir. Tampoco besaba el Sefer Torá, pues no creía que amaba a la Torá lo suficiente y que quizás la Torá no querría ser besada por él. Posiblemente, la Torá le contestaría: «No me beses, no necesito tus besos. Si quieres mostrarme que me amas, pues ve y demuestra más voluntad en obedecer lo que está escrito en mi». (Esta historia la relatamos únicamente por su valor instructivo, y no como ley: nosotros no estamos a la altura de no besar la Torá…). En Kelm, todos sabían que no se debían parar cuando el Saba ingresaba a la sala. Una vez, un alumno nuevo se levantó ante él. Como consecuencia, R. Simjá Zisel se encerró inmediatamente en un cuarto para estudiar Musar (introspección ética) («Reb Mendel and his Wisdom» de Yisroel Greenwald).
Para resumir: La consigna del judío en este aspecto es reconocer que los dones y habilidades, la fuerza física y los bienes materiales son un obsequio de D»s. En la medida en que sean empleados correctamente, esto conduce a una sana satisfacción. En la medida en que uno se reivindica lo que no le corresponde, está encaminado en la senda equivocada. Y si se percata de que aún le falta tanta obra por hacer, esto conduce a una vergüenza adecuada, que lo lleva a desvelarse por ser mejor (y no a un sentimiento culposo paralizante).
Rab Daniel Oppenheimer